Lindo y querido

Cruce hacia los Estados Unidos por el puente Reynosa-Hidalgo-McAllen. Foto: noticiasreynosa.com.

Cruce hacia los Estados Unidos por el puente Reynosa-Hidalgo-McAllen. Foto: noticiasreynosa.com.

Empeñados en emigrar a los Estados Unidos, como tantos y tantos cubanos, dos amigos hicieron los deberes correspondientes. Se prepararon a consciencia para el salto por México. Buscaron información sobre otros compatriotas que habían hecho viajes similares; estudiaron los disímiles problemas a los cuales podrían enfrentarse en su viaje, desde la aduana, que los podría regresar de manera expedita, hasta la violencia extrema que encontrarían en las carreteras que llevan hasta la frontera.

Leyeron mucho y mientras más leían más miedo les daba. Pero ya tenían la visa a mano y no había vuelta atrás. Además, no iban a estar solos al final del trayecto.

Un corrido mexicano

Lo que más les preocupaba era no interpretar convincentemente el papel de turistas. Y dejar Cuba por primera vez. Y también a la Terminal 3 del Aeropuerto Internacional José Martí. Y al ridículo de la falta de experiencia previa en viajes internacionales. Pero aun así se marcharon, con el alma en vilo, alertas, inseguros pero también emocionados.

Lo primero que hicieron fue entablar conversación con un mexicano que tomaría su vuelo. Si lo convencían a él de que eran simples turistas, podría ser un buen síntoma. Al parecer lo consiguieron.

El vuelo Habana-México DF se retrasó, como era previsible. Y tuvieron mucho tiempo para relajarse. Para cambiar su primera impresión sobre lo inmensa que parecía la terminal internacional. Al final volarían al día siguiente, justo a las 4 de la tarde. En fin, Cubana de Aviación.

***

Cuando llegaron a la capital mexicana estaban nerviosos. Pasaron por la aduana sin darse cuenta siquiera que lo habían hecho. Apenas era un escritorio donde les preguntaron sus nombres, el tiempo que estarían en el DF, el monto del dinero que portaban consigo y en qué dirección los esperaban. Todo fue tan rápido y natural que los dejaron seguir sin más trámites.

Con las maletas en la mano le preguntaron a un mexicano si una puerta, antecedida por una chequeadora de equipaje y custodiada por policías armados, era la aduana. El mexicano se echó a reír y señaló que la aduana la habían pasado ya. “Son aquellas mesas”, dijo y ellos sintieron un gran alivio.

Como una suerte de ruleta rusa, antes de la puerta había dos ventanillos con luces rojas y verdes. “Si les sale luz verde no hay problemas”, comentó el mexicano. “Si sale luz roja, los van a revisar completos, por si traen algo que no hayan declarado”. Hasta mucho después no supieron, y solo por casualidad, que las luces cambiaban al azar.

En menos de diez pasos, unos pocos metros infernales, les rezaron a todos los santos para que pudiesen pasar sin problemas. Primero fue ella. Luz verde. Luego su novio, que iba justo detrás. También luz verde. Solo entonces respiraron profundamente.

Les sorprendió –esta vez sí– la inmensidad de la terminal. Era un edificio espacioso, con unas escaleras eléctricas larguísimas. Averiguaron que debían tomar un tren hasta el Hotel Camino Real, unos vagoncitos futuristas que se mueven entre las terminales del aeropuerto y diferentes puntos de una explanada que tiene hoteles, restaurantes, casas de cambio y tiendas.

Era la primera vez que iban a pernoctar en un hotel como ese, de muy buena categoría, reservado desde los Estados Unidos por la familia del muchacho. Todo fue impresionante.

Divertido fue para ellos hacer el check in y abrir la puerta de la habitación. Para lograrlo estuvieron cerca de 10 minutos, metiendo la tarjeta magnética dentro de la ranura sensible. Cuando ya casi se daban por vencidos, se abrió la puerta.

***

Cayeron en la cama y miraron al techo. Se ducharon en un santiamén. Después de tanto ajetreo debían informar que habían llegado bien. Aun siendo tan buen hotel la conexión a internet era peor que la de Cuba. Llamaron por teléfono al padre de ella, que trabajaba en Brasil. Después se fueron a comer.

En el Hotel Camino Real hay tres restaurantes: comida mexicana, internacional e italiana. Se decidieron por la italiana. Pensaron que les resultaría más familiar la dieta. Lo primero fue entender el menú, dividido en aperitivos, primeros platos, segundos, pastas, postres, bebidas, café. No probaron los aperitivos.

Ella, con finura, pidió salmón. Él, por ir al seguro, lasaña. Con las bebidas padecieron otro susto. Cuando el mesero les preguntó qué querían de tomar ella pidió un jugo. Él, una cerveza. “¿Cuál?”, inquirió el camarero. Mi amigo, acostumbrado a beber solo las pocas marcas que se consumen en Cuba, pregunto a su vez: “¿Cuál tiene?” Después escuchar cerca de dos minutos al pobre hombre recitando marcas desconocidas, el chico se decidió por una de nombre casi erótico, que no estaba mal.

Luego vino la cuenta, dejar la propina, que el camarero regresara con su cara de palo y les recordara la buena costumbre de que el cliente dejase entre el 15 y el 20 por ciento del monto total; una burda estafa, al menos en México, según le comentó alguien después. Esa noche durmieron con el televisor encendido, con la información de los vuelos en la pantalla.

El desayuno fue divertido, al menos para ella. Él, cubano al fin, se compró un bocadillo con “de todo adentro”. En cuanto lo probó, se le aguaron los ojos y comenzó a toser por la cantidad de picante. Su aprecio por la comida mexicana es menor desde aquel día.

***

El vuelo hasta Monterrey fue rápido. Después de recoger el equipaje salieron a la calle. Ahí estaba el contacto con el cartel de bienvenida. Lo abrazaron efusivos, emocionados, como si le conocieran de siempre, y montaron en el carro. “Ustedes no parecen cubanos”, fue lo primero que les dijo el mexicano al iniciar la marcha.

Después de 3 horas y media por carretera llegaron a la frontera con los Estados Unidos. El trayecto había sido tranquilo, rodeados por pequeños arbustos espinosos. Le preguntaron al mexicano cuán peligroso era el recorrido. Él les explicó que son dos carreteras casi paralelas. Una, custodiada por el ejército; la otra, por nadie. Ellos seguían la que custodiaba el ejército. “Están para cuidarnos”, aseguró. “Nos pueden parar pero es solo para ver el número de registro del carro y solo hay un punto donde pueden pedir los papeles. Pero no habrá problemas porque ustedes tienen visa de turistas. Solo digan que vamos a los pueblos de la frontera a pasear y comprar”.

Cada 10 minutos más o menos los adelantaba una camioneta abierta, repleta de soldados, y helicópteros que sobrevolaban el camino. Los pararon una vez, justo donde podían detenerlos y revisar sus documentos. Registraron el carro muy por arribita y les dejaron seguir sin pedirles nada.

De a poco comenzaron a dejar atrás el estrés. Parecían realmente de vacaciones. Ella, atrapada en un limbo emocional, asumiendo la naturaleza turística del paseo. Él, atento, con sus ojos fijos en el camino. Pensante pero relajado.

Cuando llegaron a la frontera el mexicano detuvo el carro y les indicó cómo funcionaba el puente. “Ustedes pasen el torniquete y caminen; no le hagan caso a nadie que los llame”. Solo cuando estuviesen a mitad del puente podrían decir que habían llegado.

***

Adiós México. En la entrada del torniquete no había guardias, solo uno en la casetica. El conductor puso las monedas y pasaron. Les tiró una foto caminando rumbo al futuro.

Según les habían dicho, los cubanos no tenían que hacer la cola. Pasaron por delante de todos, casi sin mirarlos, y llegaron hasta la oficina migratoria. “Somos cubanos y queremos pedir asilo”, dijeron. El oficial mexicano de guardia asintió: “Eso está muy bien, pero regresen y esperen su turno”. Como los demás. Mi amigo trató de explicarse pero el guardia no cedió. Ella y él regresaron a México, al final de la cola congestionada.

El puente era pintoresco. Adultos y niños mal viven de vender agua, caramelos, frutas, jugos de cartón, todo lo que pueda comprar quien espera cruzar para evitar el hambre o la sed.

La construcción se divide en cuatro vías: dos para automóviles y otras dos para peatones. Dos para entrar a los Estados Unidos y dos para ingresar a México. Hay una línea amarilla que marca la división entre los países. Luego de 2 horas y media accedieron de nuevo. Se acercaron al oficial que clasificaba a los que entraban y le dijeron otra vez que pedían asilo político.

Ellos sabían de sobra que en ese punto no se puede mencionar la Ley de Ajuste Cubano. Los pasaron a una habitación donde esperaba otro grupo de cubanos. Estaban separados de las demás personas. Y, por supuesto, era el grupo más demorado.

Los jornaleros mexicanos, con sus papeles en regla, pasaban rápido y sin problemas.

En el grupo de cubanos había dos que venían de Venezuela y otros tres desde Ecuador. Habían sido secuestrados ocho días y liberados después de que sus familiares pagaron 3 mil dólares por cada uno. Detrás de mis amigos entró un matrimonio con un niño de 3 años. Mientras esperaban compartieron la comida que llevaban. A él lo procesaron de inmediato y esa noche ya tenía su parole. A ella la dejaron para el día siguiente.

En cuanto los procesaron los obligaron a salir sin mediar explicaciones de ningún tipo. Además, se tomaron la molestia de desinformar a los familiares interesados en saber de los suyos. Cada vez que alguien telefoneaba les decían que sus parientes habían salido, cuando en realidad aún estaban allí. Así sucedía con todos los que esperaban entrar a los Estados Unidos.

A mi amigo, tras revisar su exiguo equipaje, no le decomisaron nada, pero a su novia sí: una botella ambarina de ron, un espléndido añejo Habana Club 7 años. Tuvo que botarla, pero antes le dejaron beber un trago.

Cuando salieron de la oficina ya estaban en los Estados Unidos. Entraron a lo que les pareció un McDonald´s. Tomaron asiento. No sabían cómo pedir y, a pesar del hambre, se fueron. Compraron una tarjeta y telefonearon a New Jersey para anunciar que habían llegado. Luego tomaron un taxi hasta el aeropuerto. Mientras, por la ventanilla, comenzaban a ver las primeras luces del México lindo y querido que habían dejado atrás.

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