Sueños son…

 

A diferencia de Marco Polo, James Cook o el Tío Matt de Fraggle Rock, yo he viajado muy poco al exterior. Casi nada, si tomamos en cuenta que el global de mis salidas del país a lo largo de 42 abriles, pueden acumularlo algunos esforzados funcionarios estatales en apenas un semestre. Incluso en menos.

En mi caso se ha verificado cabalmente aquel spot radial que aconsejaba: “Conozca a Cuba primero y al extranjero después”. He pernoctado en todas las provincias; me he ensuciado el zapato en cuarenta recovecos donde no llega el jeep ni el GPS; he conocido a gente formidable en sitios infrahumanos, de esos en los que Supermán habría llorado de aparecerse en ellos.

Sin embargo, “los viajes afuera” –como los bautizara el inmortal González Bello– no me han sido propicios. Por delante de mi puerta han pasado, en lenta procesión, cuatro Juegos Olímpicos, varios Panamericanos, Centroamericanos, topes de béisbol, Copas de Oro, Clásicos Mundiales…, y el cristiano que habita mis huesos apenas asistió a la lid continental de Winnipeg, dieciséis años atrás.

De lo anterior he podido sacar tres conclusiones. Número uno, que hay un montón de periodistas deportivos superiores a mí, porque los compañeros encargados de asignar las coberturas no se equivocarían durante tanto tiempo, una y otra vez. Número dos, que la gente me engaña en la calle con aquello de “qué buen trabajo estás haciendo, sigue así”. Y por último, que el marxismo acertó con que la historia siempre se repite, y me veo viviendo lo que antes vivió mi colega Elio Menéndez, quien se sopló tres décadas y pico en esta prensa y solo pudo hacer el grado en los Panamericanos del 75.

(Pero claro –el eterno retornógrafo en acción-, mejores que Menéndez había muchos periodistas, y a Menéndez también lo engañaba la gente por la calle. Su Premio Nacional José Martí, tal vez, fue otra falacia: a fin de cuentas, si hubiera sido un gran cronista, los encargados de asignar los viajes de seguro se habrían percatado).

Lo cierto es que, según marchan las cosas, parece que se me van a atragantar algunos sueños. Que hay espacios vedados  a mis ojos, como si fueran fantasmagorías. Que tendré que cargarlos en la maleta de la imaginación. Que hay que joderse.

Por encima de todos, pienso en tres. Mi más vieja ilusión incumplida es sentarme en Yankee Stadium, mirar al cielo de New York y buscar a mi abuelo Dagoberto en una nube, porque sé que él va a estarme envidiando en Yankee Stadium. Ver el juego, caminar hasta Monument Park, fotografiarme al lado de la placa de Lou Gehrig, mirar de nuevo al cielo e irme, sacudido.

La segunda ilusión (o frustración) es tomarme unas cervezas en The Cavern Club, ese sitio de Liverpool que amamantó a cuatro peludos para que el mundo se sintiera, por única vez, irremediablemente conquistado.

El otro sueño es, cabe decir, medio necrófilo, y consiste en llegar a la tumba de Vallejo en Montparnasse. Hace tiempo que puedo recitar de memoria su localización: División 12, 4ta Línea del Norte, Número 7. Quiero pararme allí, poner algo –quién sabe si una rosa-, y sentir que también yo le escribí aquel epitafio (“He nevado tanto para que duermas”) de su viuda.

Definitivamente he visto poco mundo. Pisé tierra africana, pero solo durante cuatro horas, tras bajarme del ferry que conduce de Algeciras a Ceuta. En España visité el Camp Nou, la Mezquita de Córdoba, la Alhambra, fui a la Masía del Barça y al hotel de Linares donde Kasparov se vistió de Ogro. En Alemania vi Berlín desde el piso 26 del Park Inn, entré al Reichstag, navegué por la bahía de Hamburgo. En Andorra me disfracé de esquiador. En Canadá conocí a un aborigen que, recién salido de su blanca limusina, me dijo: “Quiero que me entreviste para hablarle sobre la discriminación racial en mi país”.

Hasta ahí la historia. Quiero decir, mi historia con pasaporte y visa. Hundido hasta el pescuezo en las hipócritas trincheras de la austeridad, alguien podría considerarla suficiente, pero en verdad sabe precaria si la comparamos con la de algún infante milanés, un tabernero de Dublín, inclusive un recoge-tumbonas en cualquier playa catalana. Habría querido –por inquietudes personales, por necesidades económicas, porque me da la gana ambicionarlo- estar en más lugares, mas no he tenido de eso que, en el universal idioma de los perdedores, se denomina suerte.

Ya nos lo anticipaba Retamar: “Felices los normales, / los que ganan, / los que son queridos hasta la empuñadura”.

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