Previa

Foto: Jeff Cotner (Detalle).

Foto: Jeff Cotner (Detalle).

Finalmente llegó ese día en que sin opción tuve que subirme en una guagua y despedirme por 45 días de la familia. La “previa” del llamado 40 y medio del Servicio Militar Activo fue la última en durar un mes y mitad. Iba a vivir lo que ya habían pasado mi padre y mi tío Diego, ese imprescindible tutor que me acompañó de la niñez con consejos sabios y sencillos. “Acuérdate que el carácter implica respeto”, fue su frase cuando el chofer ya estaba a punto de soltar el embrague. Eso me ayudaría a sobrevivir en los peores momentos.

Mi madre parecía estar despidiendo a un hijo que se iba a la guerra. A las madres siempre les cuesta ver que los hijos crecen.

Quienes me acompañaban sintieron el mismo golpe seco que yo. Al bajar del autobús se acababa el relajo y comenzaba una vida bajo órdenes estrictas. Nos enviaron directo a la barbería.

Ni el más adicto al rock quedó con pelos por debajo del “uno” de las máquinas rusas de pelar, que se calentaban como calderos al fuego. Eso lo puedo decir con propiedad, porque cuando terminaron de cortarme el pelo, un sargento preguntó si alguien sabía pelar, y yo, que no le veía ciencia a dejar calvo a alguien, me brindé para ocupar el tercer sillón de la pequeña barbería de la unidad militar.

Estuve pelando hasta las dos de la mañana porque al día siguiente los tres batallones tenían que estar “parejitos”. Me fui exhausto a esa hora pisando una gruesa alfombra de cabello humano.

Alrededor de la una de la madrugada se había aparecido el jefe de batallón a inspeccionar el asunto, y al verme diestro con la maquinita, abrió una gaveta y sacó peine y tijera para que le rebajara con cuidado el corte que había mantenido siempre, un pelado de estilo era lo que quería el Coronel. Yo que no sabía ni hostia, cerré los ojos por un momento y recordé cómo agarraba la tijera mi tío, que era barbero de verdad, y comencé de loco a tumbarle pelo al jefe superior. Chas, chas, chas, tijeretazos al aire para que se fuera el pelo del filo y luego unos golpes entre peine y tijera. Esos movimientos me daban credibilidad.

La “cucaracha” que le dejé en la parte de atrás de la cabeza fue la delatora, y quizás la culpable de 45 días de odio. Cada vez que miraba a la tropa formada hallaba algún error en mi manera de estar en firme y se empeñaba en el mismo castigo de siempre:

“Ah, porque el barbero no sabe cómo pararse en firme, ¡pecho contra el piso y me hace cincuenta planchas!”.

Por mucho que tratara de ubicarme lejos de su vista el hombre era un halcón. Un día me hizo cavar un pozo de tirador con pala de infantería, tan profundo que cabía un soldado de dos metros de pie, con su parapeto y todo, como un nido de ametralladora de la Segunda Guerra Mundial en la línea enemiga. Y la cucaracha casi había desaparecido.

***

El hambre era voraz, los frugales desayunos no eran combustible para las extensas jornadas de carreras y ejercicios “tácticos”.

Parecía que el sargento instructor se regodeaba en el cansancio de los soldados. El hombre no tenía para cuando acabar. En las mañanas pasaba inspección por el cuartel. Tenía una moneda de 40 centavos, de las que se veían poco, y la lanzaba desde los pies de la colchoneta hacia la cabecera. Que aquel instrumento para medir perfección dejara de rodar antes de llegar a la almohada, representaba cincuenta abdominales y volver a tender una sábana que para entonces yacería en medio de la cama, reducida a un bulto. De eso también se encargaba el compañerito P., inolvidable sargento, especialista en coacción.

Era mejor respirar profundo y repetirse: “Eres propiedad de estos tipos, cumple con todo para que salgas de una vez. No te dejes provocar”. Y por otra parte estaba la demostración de artes marciales que había dado el Sargento cuando separó a los dos que se habían ido a los puños por un jarrito de milordo (agua con azúcar).

El hombre los había proyectado a los dos tomando solo un dedo de cada uno, y la tropa enseguida comenzó a regar que el Sargento era ducho en Jutjitsu, que aprovechaba la fuerza del oponente para derribarlo, que cinta negra, que campeón de la disciplina en torneos nacionales y bueno… mejor permanecer tranquilos.

La unidad quedaba pocos kilómetros antes de llegar al puerto de la Coloma, cerca de la ciudad Pinar del Río. Por una carretera que corrimos unas cuarenta y cinco veces cada mañana en la gimnasia matutina. Medía desde el entronque 5 mil metros.

Cinco mil largos metros con un fusil AKM, cantimplora llena de agua, pala de infantería, tres cargadores de hierro fundido y un casco que torturaba la cervical.

***

El primer momento feliz luego de quince días fue la visita de mi vieja. Entre todos los padres habían alquilado un camión de la agricultura para dar el viaje desde Sandino hasta aquel lugar. Esperaba con ansias el momento de verla, y me asaltaba un sentimiento raro: no sentir culpa por que se mandara el extenso viaje bajo el Sol, agarrada de la baranda de un camión, cuidando que no se dañara ninguna de las dos jabas de comida que cargaba.

El de la garita en la entrada había anunciado vía 500 (por teléfono en jerga militar) que llegaba el camión de Sandino y todos los muchachos permanecíamos nerviosos sentados en una cancha de baloncesto, formados uno tras otro.

Nadie hablaba. Todos se hacían la misma ilusión: la sazón, los dulces, ¡ay, un congrí con carne de puerco!

Había una verja de metro y medio que separaba la cancha deportiva del resto de las instalaciones, y a alguien se le ocurrió cerrarla con candado y llevarse la llave consigo hasta el comedor. Era horario de almuerzo. Y el camión estaba llegando.

De un momento a otro, padres e hijos colando besos por los espacios pequeños que tenía la cerca. Yo no veía a mi madre y pensé que no había podido ir y hasta cierto punto lo entendía, pero me daba un dolor… “Todo el mundo gozando, ¿y yo qué?”

Hasta que la madre de Robertico, amigo del barrio, me vio aquel pensamiento en la cara y me dijo: “Niño, tu mamá está ahí, loca buscándote, tranquilo”, en medio de su desesperación por abrazar a su hijo.

Cuando la vi el alma volvió. Entre la gente, casi no podía con todo lo que me llevaba. “¡Mima, soy yo, vieja!”, le gritaba.

No se había enterado de que aquella figura flaca y esbelta que la llamaba era su hijo, dos semanas después de la despedida. Antes de cruzar sus dedos entre el alambre me dijo a punto del llanto: “Pero pipo…”.

Con una fuerza salida de no sé dónde fui el primero que brincó la cerca para abrazarla. Luego todos hicieron lo mismo.

Nos fuimos a un monte cercano y armamos una especie de picnic sobre una sábana. La vieja lo había pensado todo. Primero sacó cartas entre las que venían mensajes de mi abuelo Caro: “Ingeniero, recuerde que usted es un hombre. Manténgase fuerte ahí y cumpla con las órdenes que le den, eso le va a servir para la vida entera, un abrazo de su abuelo”. De mi tía, que me contaba cómo había preparado los dos flanes que me mandaba. Mi abuela describía en su carta el petate entre ella y mi madre por venir a verme. Era un solo puesto en el camión y “por ser la primera vez, la voy a dejar ir a ella que fue la que te parió”.

Puede ser que ese día haya comido más que nunca. Sin embargo, sobraron muchas cosas. Tener comida en la Unidad era prohibido, así que decidí esconder varios “pertrechos logísticos” bajo un tronco viejo que había cerca del Cuartel. Con todo el tiempo que me separaba de la próxima visita, era necesario el refuerzo.

Había quedado un flan entero, un paquete enorme de galletas saladas, un pomo de mayonesa casera, leche condensada y una latica de atún. Todo eso quedó, aparentemente, muy bien ocultado.

***

Una semana después de la visita, a las 3 de la mañana, sonó la alarma de combate. A esa hora teníamos que estar listos en el punto de reunión. Corriendo, rápido, a las armas. En 10 minutos todo el que llegó tarde probó el sabor del rocío de la yerba, cincuenta planchas.

Al frente, el Jefe de Batallón y el sargento: ¡Batallón, firmes!, gritó P., y luego: “¡En su lugarrrr, descansen!”.

El Coronel, antes de tomar la palabra, se quitó la gorra, pasó un par de veces la mano por su pelo y soltó: “Estamos aquí reunidos esta madrugada por culpa de uno de ustedes. Sí, un sabihondo que escondió esta jaba de comida bajo un tronco seco cerca del cuartel. Es mi deber informarles que estaremos aquí hasta que aparezca el culpable. ¡Firmes!”

Fue como si me pusieran delante de un pelotón de fusilamiento. Si a Manolo lo habían mandado tres días al calabozo por llevar refresco Toki en su cantimplora, lo que me esperaba tenía que ser muy triste. Entonces hice un voto de silencio y ni me inmuté cuando el sargento me pasó por delante buscando al sospechoso. Muchos sabían que era la jaba que había llevado mi madre. Nadie dijo nada.

Salía el Sol de la mañana y las primeras luces iluminaban a 120 fieles soldados. El sargento y el coronel se daban banquete con mi comida. Yo apretaba los dientes y rezaba al dios de la indigestión: “Mierda, que les caiga mal el flan”.

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