María Emilia: una cubana de 115 años

Sentada frente al sagrario en una silla de ruedas, María Emilia escucha la misa cada domingo a las 9 de la mañana en la Iglesia de Monserrate. María Emilia tiene 115 años, una memoria lúcida y un cuerpo que, al parecer, se resiste al inevitable paso, feliz y cruel, del tiempo.

Las piernas le han comenzado a fallar pero conserva una prodigiosa fuerza interior que le ha permitido estar presente y ser fiel a su servicio, a la gente y a la historia de la sureña ciudad de Cienfuegos.

En sus manos sostiene varios ejemplares del volante católico Vida Cristiana, que reparte al final de la misa, como si la misión de su vida aún no estuviera completa.

Me acerco hasta su lugar y le recuerdo que habíamos quedado para vernos esa mañana de domingo. El señor que la debe regresar a su hogar espera sentado en un banco, a nuestro lado. Flexiono mis rodillas y acerco la grabadora con cautela. La voz de María Emilia es temblorosa, pero agradable.

“Crecimos trece hermanos –me cuenta con paciencia–. Nos llevábamos muy bien. Desde chiquitos mi mamá nos enseñó a compartir, a rezar, a leer… Recuerdo que en la sala había un cuadro de la Virgen de la Caridad, y mi mamá siempre nos decía: ‘Tírenle besitos’. Nosotros rezábamos al acostarnos y al levantarnos. Ahora quedo yo, sola –precisa–, todos mis hermanos ya fallecieron, una de 108, otra a los 100, otro de 90 y pico”.

María Emilia nació con el inicio del siglo XX, el 5 de enero de 1901. Cuando le pregunto sobre las cosas que recuerda, rápidamente responde:

“Me acuerdo que aquí en Cienfuegos la gente se alumbraba con carburo y luz brillante, y que había faroles en las esquinas, creo que todavía queda uno de esos por la Catedral, en la calle San Carlos. Me acuerdo de un sereno que de noche llamaba y tocaba con un bastón en las puertas. Él decía: ‘las diez’, para que todo el mundo se acostara a dormir; ya nadie podía salir después de eso”. Ríe brevemente, saboreando las imágenes que aparecen con las palabras. “Vendían el agua en unos barrilitos y costaba 10 centavos. Ponían unos tanques grandes para llenarlos con agua de lluvia que se usaba para lavar. Recuerdo la primera planta eléctrica que estaba frente al Teatro Luisa…”

Dos señoras llegan hasta el sitio donde María Emilia rememora en breves minutos, si acaso eso fuera posible, las vivencias de más de un siglo. Una de ellas lleva bastón y camina lento, “uno igual que ese tengo en la casa para caminar”, le dice María Emilia luego de preguntarle por su hija y su familia. Ella sabe identificar de manera exacta a cada persona que conoce, y cada persona que conoce, y otras que no lo hacen tanto, van hasta el lugar donde se encuentre ella a darle muestras de afecto.

Cuando regresa a nuestras conversación, me dice: “Recuerdo el día que dio la vuelta el Cometa Halley. Yo lo vi ya cuando se retiraba de la Tierra, para allá por el oeste y lo he esperado desde entonces. Antes yo decía: ‘ay, ya no lo veo’, mis hermanos decían: ‘ay, yo no llego’. Mira, yo llegué, y no lo he vuelto a ver”.

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Ninguna dificultad lo ha sido tanta como para que María Emilia deje de asistir a la Iglesia de Monserrate donde laboró por más de 30 años. “Trabajé aquí en la Sacristía, fui sacristana durante mucho tiempo”. Luego enumera algunos de los sacerdotes de la orden de los jesuítas que se ordenaron estando ella presente: el padre Oscarito, Ignacito, Ramón Rivas…

“Ya tengo 115, figúrate, y la mayor parte del tiempo la paso sentada, pero me traen todos los martes y los viernes. El domingo vengo a la misa de las 9:00 de la mañana.”

Antes de que yo pueda decir algo más, María Emilia se adelanta: “¿Y tú a qué iglesia vas?” Le digo que a ninguna, y ella dedica el tiempo restante a sugerirme que lo haga. Me habla de los beneficios, de lo que ha significado para ella: “mira, yo trabajé muchos años en una casa de alquiler y ahora no tengo retiro, pero la gente de la Iglesia es muy buena y se ocupan siempre de mí; ya sabes, tienes que bautizarte”.

Yo le agradezco por la atención, por el diálogo. El señor que debe regresarla a casa está un poco impaciente y entonces agarra la dirección de la silla de rueda y pronto desaparece entre los bancos y las esculturas de Jesús, de María… Quizás María Emilia vaya demasiado rápido para su gusto, pero ella ya ha visto la vida traspasar así de veloz por todo su cuerpo. Con sus manos se sostiene para ir derechita como siempre. En unos segundos ya salen por la puerta y se queda el lugar santo mucho más oscuro y en total silencio.

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