¡Zaaassss!
Una persiana de madera describe una elipse por encima de La Junta y le pega, con la rabia que pegan las persianas de madera, al buró donde el custodio reposa.
Hay universos dignos de reminiscencia.
Al principio a Cuba llegaron ocho máquinas que después fueron a parar a Estados Unidos. De Estados Unidos arribaron otras. La Junta entre ellas. La Junta es la locomotora número 1 del Ferrocarril en la línea de Matanzas a Sabanilla, la 23 en tierras cubanas, de las mejor preservadas en el mundo. Hoy permanece bajo el resguardo de una armazón metálica, especie de corral. Canadá ofreció decenas de millones de dólares por trasladarla para exhibirla en el norte y Cuba se negó a cualquier arreglo. El valor de La Junta, la más antigua que se conserva en el país y que en la actualidad sufre el mal progresivo y endémico del abandono, es dizque incalculable. Su entrada, funcionamiento y nombre en el archipiélago, siglo XIX, se relaciona con La Real Junta de Comercio y con el tributo al Conde de Villanueva quien apoyara el inicio del ferrocarril.
El custodio viaja del tranquilo jardín de la somnolencia a la plaza del pavor inmediato. La oscuridad provoca una sensación de abismo a la que no le parece prudente enfrentarse. Como la del mar abierto y los tiburones. Como la de la boca insondable de los tiburones. La imagen de un escualo en la inmensidad del océano siempre cabe cuando flotas en la superficie y no ves lo que rodea o lame tus pies. El custodio no cuenta, además, con qué defenderse y, en lo que avisa a la policía y la policía llega al lugar de los hechos, hay tiempo suficiente para que hagan lo que se les antoje. Incluso matar a mano limpia. Este será el sentimiento del custodio quien es, por cierto, una mujer. Una mujer presa del pánico, sin parapetos, reducida a un área que es apenas una alcoba con taquillas donde guarda sus pertenencias personales y que, ahora mismo, es su única zona de confort frente al peligro. Trasnochará anclada aquí, hasta que le deje de botar el corazón contra las paredes del pecho, como dicen que hacen algunas aves en cautiverio.
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A mediodía estamos a poco del cruzamiento de Cuatro Caminos en La Habana, en La Cristina, el Museo del Ferrocarril, Monumento Nacional. Pero todo lo de este sitio parece venirse abajo, los ferrocarriles, la construcción, los gatos y los trabajadores. Por los vitrales que dan a la estación, los rayos penetran en picada y desnudan el polvo que flota. Los maderos de los puntales sostienen los trozos de arquitectura que se pudren sobre las cabezas y un viejo ex maquinista se queja de que tomaran una locomotora Prometeo para homenaje a Juan Formell, que ni trabajador de la ferrovía era. Jorge Castro, historiador, agregará que a la máquina de Juan Formell, pintada con los colores de la bandera nacional, se atrevieron a cambiarle el número original por la fecha de nacimiento del fallecido director de los Van Van. En lo que se refiere a preservación patrimonial, significa borrarle la identidad a la pieza. Una barbaridad.
Desde 2013 Eusebio Leal y la Oficina del Historiador decidieron tomar las riendas de La Cristina y hacer labores de restauración, pero el museo se cae a pedazos. Tuvo una época de vanidad que se empercude en el recuerdo de un historiador.
Ese historiador es pequeño de estatura, Jorge Castro, quien llega con algo de agitación. El ex maquinista olvida su arrebato con la obra a Formell y bromea con el que recién se incorpora. No porque seas Castro de apellido tienes derecho a retrasarte, le dice. Castro le responde que el suyo (apellido) se escribe con K. A todos nos causa gracia, mientras que el ex maquinista se despide por el momento.
Ahora queda Jorge Castro con nosotros. Es un hombre cansado, con más de treinta años de trabajo en ferrocarriles, que no puede correr. O sea, no debe, por consejo médico. Para venir a La Cristina camina de Palatino a La Covadonga, Cerro, y caza una guagua, hoy se apresuró dando un trotecito detrás de una de las rutas.
No soy quien se toma la libertad de describir que se trata de un hombre cansado. Él lo repetirá infinidad de veces, lo juraría de ser preciso. En estas horas se halla a la espera de que su renuncia se cumpla, con el hastío al máximo. Yendo atrás, tiene grabada una imagen diferente de su entorno laboral; la actual lo choca como una embestida de locomotora.
También hace votos de irse a su casa luego de que nos atienda, partir raudo, a su paso.
Cuando el museo se inauguró, año 2000, le encomendaron trasladarse hasta él. Desde entonces, confiesa haber amado y cuidado la instalación. Pero si en el presente se roban una pieza un sábado por la tarde, el culpable es él. Aunque sea su fecha de descanso le aplican el Decreto-Ley núm. 249 de la Responsabilidad Material.[1] No buscan al ladrón, lo usan de chivo expiatorio y lo multan.
Por eso me voy, no aguanto más, dice. No le hagan caso que está loco, grita el ex maquinista. Dilo alto, dilo alto, lo desafía Castro, un filólogo.
Este piso brillaba, recuerda. En las paredes del salón colgaban fotos, textos con datos de las máquinas en exhibición. Se festejaban cumpleaños. Venían payasos y Norma Reyna interpretaba a Marcolina del programa La sombrilla amarilla. Sumen exposiciones de fotografías y pinturas.
Un museo donde entran 45 personas a diario es un museo exitoso, hay otros en los que transcurre una semana y no va nadie, aclara Castro.
Y sigue ilustrando, con un dejo de pasión: Guaguas llenas de turistas. Más de cien chinos estudiantes de español en un solo viaje. Gente de Timor-Leste.
De lejos, no es el panorama marchito que se nos muestra este lunes.
Hay que romper porque lo vamos a acrecentar, le avisaron los del proyecto de restauración. Ahí empezaron a destrozar paredes y demás. El deterioro es progresivo y, entretanto, la gente agrede las locomotoras, afirma Castro.
Hace una década que rescataron una locomotora inglesa Manning, de 1873, para el museo. Las partes esparcidas de su anatomía fueron halladas tras una investigación en los alrededores del central Gregorio Arlee Mañalich. Una pieza estaba en posesión de un campesino: en ella depositaba el agua para dar de beber a sus animales. La Manning es la segunda más antigua de las preservadas en Cuba.
Antes, en La Cristina, había alrededor de cinco custodios y algunos perros callejeros que ladraban a los extraños. Siempre hubo gente que usó las locomotoras de dormitorio o tenían sexo en ellas. Hoy el museo solo cuenta con dos vigilantes nocturnos que no se separan mucho de su puesto por la insuficiencia de luz y el temor a que los agredan en la cerrazón que se inicia a unos pasos del cubículo.
Los que burlan la seguridad irrisoria del museo, roban pedazos de hierro de los trenes y los venden. Hace poco, siete niños terminan las clases, escalan a la cima de las locomotoras y saltan de una a otra. Si caen, es posible que mueran. Riesgoso es, incluso para los adultos, caminar por los rieles. Los sábados y domingos, La Cristina se transforma, a la fuerza, en un parque de diversiones. Los niños juegan encaramándose al pantógrafo que bien puede flexionarse de pronto y aplastarlos.
Los trabajadores del museo les llaman la atención. La banda de chiquillos recoge piedras y se las lanzan.
Un niño tiró un cable para tumbar mangos de una mata. El cable hizo contacto con la red de alta tensión y comenzó a chisporrotear. Un obrero lo sacó del lugar. Otro niño cayó de un techo de fibrocemento arriba de los hierros de un taller. Fue hospitalizado con varias fracturas.
Castro se atrevió últimamente a montarles un teatro. Hizo como que marcaba en el móvil y tenía la siguiente conversación: Oiga, compañero, policía, hay unos menores rompiendo… No concluyó el monólogo histriónico, una lluvia de piedras lo cortó. Jorge Castro, el historiador que no debe correr por consejo médico, corrió.
Se hacen denuncias. Se atrapa a los malandrines. Es en vano.
Jorge Castro, licenciado en Filología y Lengua Rusa. En el departamento de ferrocarril del Ministerio de Transporte fue traductor e intérprete. Al disolverse el CAME, trabaja en Relaciones Públicas, ahí se ocupa de cuestiones históricas y de patrimonio ferroviario.
Se lamenta de que, en la actualidad, con la crecida de turismo internacional, La Cristina no esté en condiciones de recibir visitas.
Cuando se produce la pedrada al cristal frontal de la cabina del maquinista de la locomotora No. 61602 de 1974, un custodio siente el impacto. La 61602, una M-62K soviética llamada melón por su similitud con esa fruta, es la que Fidel Castro probó para la inauguración del primer tramo reconstruido y modernizado de la Línea Central; con ello, se declaraba el Día del trabajador ferroviario, un 29 de enero de 1975.
—¿Cree que fue intencionado?
—Es un símbolo de la Revolución conocido en el país, no veo por qué no.
Jorge Castro aún guarda su estima por las responsabilidades. Aún es capaz de llamar a la emisora de Radio Reloj que está felicitando al trabajador ferroviario un 19 de enero, y corregirlos.
—¿Le gustaba cantidad este trabajo? ¿eh?
—Tanto que nunca hubiera sopesado la decisión de dejarlo.
Los trámites demoran y culpan a Jorge Castro por los desmanes ajenos a su voluntad. Jorge Castro se ha cansado, el óxido igualmente daña al humano, lo va machacando dentro. Tiene el primer botón de la camisa desabrochado, por donde se asoma la punta de una cicatriz; la marca vermiforme de un procedimiento quirúrgico que le rasgó el tórax.
Ya ni perros quedan en La Cristina. Hay gatos, pero los gatos no ladran si merodea un extraño. A lo sumo, maúllan.
En un vagón naranja, algún tunante escribió una orden que perdura: Fuego con todo el mundo.
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Alcides es el custodio de turno. Trae agua de su refrigerador que se calienta las horas que dura su estancia en La Cristina. El almuerzo se le enfría en un cacharro. Las condiciones del cubículo no son más que las básicas. Las taquillas, el buró y el libro de incidencias.
Y ni una porra.
Dice que de cierto punto no pasa durante la guardia, la línea comienza aproximadamente donde el manto de la lobreguez tapa el entorno: el mar abierto con sus escualos. También ha regañado niños y también le han contestado con pedradas. Dice que a los custodios los entretienen, alguien los enreda en una conversación y otro aprovecha y ejecuta su rapiña. Alcides tiene una colega que en la madrugada la sorprendió un hombre avanzando hacia ella. Se le pusieron los pelos de punta. El hombre, borracho total, para y le dice “tranquila, tía, ni te preocupes que detrás viene otro”; siguió su rumbo y se perdió con mucha naturalidad, como si su propio hogar fuera. En la herrumbre.
[1] El artículo 1 del Decreto-Ley núm. 249 de la Responsabilidad Material dice establece el procedimiento para determinar y exigir la responsabilidad material a los trabajadores de todas las categorías ocupacionales, funcionarios, y dirigentes, en lo adelante el trabajador, cuando por su conducta, mediante una acción u omisión, ocasionen daños a los recursos materiales, económicos y financieros de su entidad laboral o de otra, en el desempeño de sus funciones, siempre que el hecho al carecer de peligrosidad social por la escasa entidad de sus consecuencias y las condiciones personales de su autor, no sea constitutivo de delito.
Exelente articulo,por un momento pense que bromeaba cuando se referia a un muceo,deberia ser el muceo de la tristeza.