Llevábamos seis meses viviendo en aquel apartamento de Nuevo Vedado y ya no era tan fácil. Hacía bastante tiempo que las cosas no eran igual de fáciles, porque después, cuando me puse a pensar en aquello, reparé en que todo había comenzado a cambiar cuando estábamos todavía en la casa vieja de Santos Suárez.
Todo comenzó a cambiar, creo, cuando nos percatamos de que aquel tiempo no iba a terminar siendo tan provisional como cada una de nosotras pensó, aunque no se trata, en realidad, de algo muy simple de explicar, porque yo sentía un cariño considerable por Ana desde que vivíamos en la beca, desde que no teníamos más de veinte años y las cosas todavía pintaban increíblemente prometedoras. De manera que pensé que irnos a vivir juntas era al fin y al cabo una idea bastante razonable y pensé también que no tenía muchas opciones y que en cualquier caso esa era entre todas la mejor.
Así que cuando llegó ese septiembre y hubo que empezar a trabajar ya habíamos resuelto quedarnos en La Habana y vivir como pudiéramos. Y uno de los primeros días del mes nos fuimos con nuestras cosas hasta Santos Suárez y le aseguramos a aquella mujer que limpiaríamos cada dos o tres semanas el patio repleto de hierbas y flores ásperas que salían del cemento y que no traeríamos a nadie a la casa. Eso a cambio de 40 dólares, 40 CUC. Y para empezar no estaba mal.
Pero el apartamento, que estaba escondido en el segundo pasillo de una calle de mala muerte paralela a Diez de Octubre, permaneció durante el primer año repleto de gente que llegaba a veces por un rato y a veces por unos días. Amigos de la beca que estaban repitiendo o que habían pedido licencia en algún año y seguían estudiando ahora o que eran más jóvenes. Sí, eso, la mayoría eran más jóvenes. Y al principio Ana parecía contenta cuando alguno de ellos llegaba y se ponía a cocinar unos frijoles o a fregar los platos que habían permanecido durante varios días debajo de la llave con la comida reseca encajada en el fondo. Si alguien le preguntaba cómo se sentía o cómo marchaba el trabajo, sonreía de un modo amable y contestaba que bien, que por ahora todo iba bien.
Y en realidad era así. Todo iba espléndidamente en la vida de Ana. Se había conseguido un trabajo de porquería por el que no ganaba mucho en un grupo de teatro, pero el asunto del salario no era nada por lo que alarmarse y no era nada por lo que protestar tampoco. En cualquier caso aquel trabajo le dejaba muchísimo tiempo libre. Solo tenía que ir una o dos veces por semana hasta la Habana Vieja, a un local devastado de ensayo en el que la directora, una de esas mujeres que llegan a los cincuenta años en Cuba como el que salta de un brinco el último rescoldo de la razón, una menopáusica histérica en medio de la humedad y el reblandecimiento, le encargaba tres o cuatros llamadas telefónicas y le pedía luego que trasladara algún expediente hasta el Ministerio de Cultura, en el Vedado.
Y nada, hasta ese punto, carecía extraordinariamente de sentido. Pero una noche (y digo una noche sin saber cuán justo o cuán atinado puede resultar el peso de este tiempo sobre unas horas), una de esas noches en que nos quedábamos viendo una película o leyendo o contándonos cualquier cosa mientras esperábamos que llegara el agua, que a veces tardaba hasta las tres de la mañana en aparecer, alguien tocó con desespero en la puerta y no nos miramos Ana y yo. Recuerdo esto ahora porque quizás, de habernos cruzado de alguna forma el pensamiento, he llegado a creer, ninguna de las dos se hubiese atrevido a descorrer el cerrojo.
Eduardo entró tembloroso esa noche, con el pelo grasiento y la frente llena de sudor, mientras yo escudriñaba por rutina entre las sombras del pasillo. No iba a mandar nada, pero terminé entregando el último día, en la última hora ¿qué pasa Eduardo? a lo mejor por eso me llamaron, a ellos les gustan los muchachos inseguros, ahora lo sé ¿de qué estás hablando? después me arrepentí, les juro que me arrepentí ¿ya comiste? que quedé finalista me dijeron ¿vienes de la beca? vine en cuanto lo supe, estaba ahí tirado en la cama y alguien subió a decir que me habían dejado un recado con el custodio, podía ser cualquier cosa, podía ser mi madre, podía ser mi hermano pero yo no pensé que fuera mi madre ni mi hermano, supe enseguida de qué se trataba y bajé sin abrocharme el pantalón los siete pisos y agarré al custodio por la mano y le grité que me dijera, que yo era Eduardo, que habían dejado un recado para mí y él empezó a hablar sin hacer una sola pausa, sin que le parpadeara la voz, me lo dijo y entonces vine.
Ana permanecía en la entrada del cuarto con un cigarro limpio entre los dedos y el hombro recostado contra el marco de la puerta. ¿De qué está hablando este hombre? Es un niño, Ana. No es un niño, míralo bien, no, no es un niño, dile que se vaya. No te vayas, Eduardo. No ha entendido nada, dile que no vuelva. Siéntate, Eduardo, aquí no hay agua ni para tomar un buche. Había, en la casa de Santos Suárez, un colchón en el que dormía el que llegaba y en el que dormía también de vez en cuando una gata que entraba por el patio. Tiende el colchón, que la gata se ha pasado el día entero ahí. Sabía que se iba a aprovechar, todas esas noches en que se aparecía como hoy a cualquier hora y encendía la laptop y se quedaba ahí en la mesa hasta que nos despertábamos y tú me decías que leyendo, que se quedaba leyendo Eduardo que era muy joven todavía y tenía que leer mucho, pero no leía ¿no te das cuenta que no leía? no se leyó una mísera línea en ninguna de esas noches, ahora lo sabes ¿verdad? tragándose la miseria de este cuarto el espanto de nosotras se quedaba hasta que amanecía manoseando el humo del cigarro y este hedor de mierda contra la pantalla se quedaba hasta que amanecía y tú no sospechabas nada, tú te levantabas a tomar agua y no mirabas la laptop, no mirabas tu buena voluntad reventada contra el plástico frío debajo de los dedos ¿qué has dejado que haga este hombre? Ve a dormir, Ana. Entonces, en el medio del calor de aquella madrugada que a veces recuerdo como un verso estúpido, Eduardo comenzó a depositar, sobre el cuerpo desecho de la gata que ahora se estremecía en un maullido manso, aquellas cosas que nos había arrebatado y que si uno lo pensaba bien no existían en ninguna parte. Mordiendo el lodo al final de mis días muero al fin tranquilo con los asesinos de la tierra. Ya duérmete Eduardo, toma esta sábana para que te tapes.
No volvió nunca pero Ana dijo que teníamos que irnos de ahí, que habían empezado a traicionarnos, que él era sólo el primero y que no sabíamos qué esperar, así que lo mejor era que no supieran a dónde ir. Y cuando nos fuimos a vivir a aquel apartamento de Nuevo Vedado, un apartamento a la altura de un piso quince, a la orilla de la línea del tren, la maleza había alcanzado el canto de las tuberías en el patio de Santos Suárez. Allí, a la altura de un piso quince, las cosas marcharon o marcharon más o menos durante los primeros seis meses. Yo terminé acostumbrándome a que estuviéramos solas, a que no apareciera nunca nadie a ninguna hora de la noche, a que nos merodeáramos como dos animales muy viejos, pero Ana, poco a poco, dejó de ir a La Habana Vieja y dejó de cocinar y de limpiar también y cuando le reclamaba alguna cosa se inclinaba sobre las persianas del cuarto y se quedaba mirando las luces de los otros edificios que quedaban cerca y que comenzaban a prenderse sobre las ocho de la noche. ¿Tú te has fijado que hay luces que se apagan a las ocho, cuando el resto de las luces comienzan a encenderse? Justo cuando comienza a oscurecer retroceden esas luces. Me parece excesivo, decía Ana.
En la madrugada, recuerdo, el tren sonaba como si se fuera desarmando estrepitosamente, como tiros, como si descargara cuerpos sobre otros cuerpos sobre los rieles. Podría parecer mucho pero era la misma sentencia inútil en cada golpe y ella reposaba inmóvil a mi lado. Pero de día era otra cosa. Había algo terrible en la claridad que se asentaba sobre los sonidos, en el esfuerzo del sonido por persistir sobre el día como había persistido sobre la noche, algo fatídico en ese acallamiento de las otras cosas, algo que ella detectaba de alguna manera y a veces, mientras yo me iba despertando, la sentía hablar muy bajo recostada al balcón que estaba en la sala, pero yo podía oírla y me parecía que también los hombres y las mujeres que hacían sus cosas de cada día en los otros pisos podían oírla.
La casa en la que vivo ahora queda al lado de la línea del tren, decía, todos los días me despierto temprano y pienso en que debe venir alguien dormido en el tren, Ana ven a dormir Ana, alguien que se despierta en el mismo instante que yo, y no estoy diciendo dos ni tres segundos antes, como seguramente harán muchos otros que también vienen en el tren, hazte un poco de leche, haz un poco de leche para las dos Ana, anda, sino en el segundo preciso en que me despierto yo y pienso en la probabilidad de que despeguemos un ojo al mismo tiempo, el ojo izquierdo, pienso en la luz que atraviesa mi ojo como una sábana de lienzo duro, un lienzo con seguridad más amable para el que viene en un tren presintiendo la claridad, el fin de las horas ciegas, las únicas horas abiertas de los días, pienso en la probabilidad de ladear el rostro rehuyendo el filo de todo lo que se va destapando, en un mismo gesto, un gesto para los dos, Ana qué hora es Ana es temprano, pienso en el momento en que salto de la cama y corro hasta el balcón para ver pasar el maldito tren que me despierta todas las mañanas y pienso que quizás ese alguien saca la cabeza en el mismo intervalo por la ventanilla del tren, sube despacio los ojos hasta el piso quince del edificio que le queda al lado y se asombra, junto conmigo, de la neblina, la neblina espesa que ya va cobijando las cosas. Escucho el ruido de Ana mientras me siento en el borde de la cama y extiendo los pies sobre el piso frío de granito. No sé, oigo que dice, creo que debe existir esa posibilidad. Camino hasta el fogón y enciendo una hornilla con la mano izquierda mientras la otra mano abre la llave de agua que cuelga sobre los platos sucios y mojada recorre los párpados hasta la nariz. El tren ya no se siente. Ningún jurado manoseará el miedo de Ana lanzado sobre el letargo de esta ciudad. No dejes que entre nadie, Ana.
Pero un día se me ocurrió que algo, a esas alturas, no andaba del todo bien. Le dije que se vistiera, que íbamos a alguna parte, que no sabía a dónde pero que íbamos a ver a aquella mujer en La Habana Vieja y le íbamos a explicar o que íbamos a la beca a decirles dónde estábamos o a su casa, que iríamos a la casa de sus padres, los padres de Ana, que vivían en Bauta, o que iríamos al hospital y preguntaríamos qué se podía hacer. Que no nos podíamos quedar allí. Y ella no dijo nada, se puso un pullover, un jean y unos tenis y caminamos hasta la parada de la 27. Y diez minutos más tarde, cuando llegó la guagua, nos montamos y fuimos hacia el fondo.
Recostada contra el plástico ardiente de los últimos asientos había una mujer que tenía unos muslos muy gordos y que me dijo que si quería que me llevara la mochila y yo le dije que sí, gracias, ¿te llevo la mochila? le dijo a Ana y Ana dijo que gracias, no. Me descolgué la mochila de camuflaje de los hombros y se la di, apreté el borde de su asiento y me fijé de repente en que aquella mujer no llevaba sobre los muslos ningún bolso y que no lo llevaba tampoco en alguno de los costados, a pesar de que traía ropa de trabajo o al menos el tipo de ropa con el que uno podría creer que alguien se dispone a ir a trabajar. Y pensé que era extraño, que a lo mejor lo había dejado olvidado en el trabajo o en algún lado aunque nadie deja un bolso olvidado en algún lado y se va después a coger la guagua sin percatarse de ello o percatándose de ello como si hubiese dejado un compacto con un poco de polvo o un encendedor con una línea de gas. Pensé que aquella mujer no traía el rostro de alguien que ha dejado olvidado algo y tampoco de alguien a quien le hubiesen arrebatado algo y pensé que de todos modos no importaba, que yo me bajaría en dos paradas más y con seguridad no volvería a ver aquellos muslos regordetes y oscuros y que al final ese tipo de cosas no es asunto de nadie.
Pero en ese momento la guagua se detuvo al lado del cementerio y un calor espeso comenzó a inundarlo todo y yo tuve la certeza, de golpe, sin poder evitarlo, de que el bolso que la mujer no traía pero que con seguridad le pertenecía estaba en algún lado, presumiblemente en una oficina oscura, en una habitación sin luz, repleto de los papeles de Eduardo, repleto de aquellos poemas que había armado en las madrugadas de Santos Suárez y que eran la causa de que yo estuviese montada en esta guagua y no en otra y que eran la causa de que el tren arrastrara a Ana todos los días, quise pensar, hasta el borde del balcón. Y justo en el momento en que me pareció adivinar que la mujer de muslos gordos se disponía a susurrar algo incomprensible sobre los asesinos de la tierra, las puertas de atrás se abrieron y un hombre delgado bajó mientras cuatro o cinco muchachos subieron de un salto sin que el chofer tuviera tiempo de cerrarlas. Miré hacia el lado y vi cómo Ana se pasaba la mano por la frente, no el dorso sino la palma de la mano y como se restregaba un sudor viscoso entre los pequeños granos que tenía ahí y que ya parecían casi secos. Entonces ella me miró con una expresión que no denotaba un cansancio profundo pero sí cierto sopor, una especie de aturdimiento que me hizo pensar algo muy raro, me hizo pensar que yo hubiese podido estar mirando cualquier otro rostro en ese instante preciso, que podía ser no otra persona sino otro rostro el que me devolvía la mirada ahí en la guagua y que no se trataba ni siquiera de algún tipo de elección sino más bien de cierta clase de actitud que uno vagamente alcanza a vislumbrar. Un viento dócil, recuerdo, le meció algunos pelos delante de la frente que ahora me parecía más despejada, más limpia, y me percaté de que la guagua había arrancado y de que, por alguna razón irremediable, yo no deseaba seguir montada en aquella guagua. Le susurré gracias o algo parecido a la mujer de muslos gordos que permanecía asiendo contra su vientre mi mochila, empujé con suavidad a uno de los muchachos que habían subido por el fondo y que permanecía inmutable ahora en medio del pasillo, arrastré el brazo de Ana hasta la puerta y olvidé durante muchísimo tiempo, durante todo el tiempo que pude, aquella idea absurda.
Que desperdicio de tiempo
Mira que he leído cosas buenas aquí,pero chiquita me has hecho perder miserablemente en tiempo.
Lindo balcon el de Ana, para mirar solo tu rostro en ese instante preciso…
Lo único constante, es el cambio! y en la vida si no aprendemos a cambiar, pronto estaremos condenados a estancarnos y desaparecer. Las aventuras que vive Ana y su Pájaro Loco, son una breve muestra de los constantes cambios que la gente sufre día a día y que en este tren de la vida, debemos a veces simplemente sentarnos y disfrutar el ride…