Sea periodismo

Hay un texto del periodista español Miguel Ángel Bastenier al que regreso periódicamente. Se titula El periodismo, la paz y la guerra  y es una compacta como elegante reflexión en torno a los perímetros de su oficio. A la altura del segundo párrafo Bastenier nos deja esta joya: “El periodismo no tiene como misión que se haga la paz, ni que prosiga la guerra; es perfectamente asumible que en el mejor cumplimiento de su augusto cometido: informar, explicar, interpretar a la ciudadanía cómo es el mundo en que vive, local, nacional e internacional, cabe suponer que esta sale beneficiada –aunque nadie puede garantizar que siempre sea así– de forma que, en principio, sea más fácil la paz en un país que se conozca a sí mismo, que tenga conciencia de sus debilidades y fortalezas, que otro en el que el periodismo no desarrolle tan alta misión. Pero lo que no existe es una ley de hierro que conecte el trabajo periodístico con la paz o con la guerra”.

La frase está contextualizada en el conflicto bélico colombiano. En el “tríptico periodismo, guerra y paz”. Pero le trasciende. Con ella –aunque sin quererlo, claro está– Bastenier también se refería a Cuba. Naturalizarla no exige demasiados trámites. Sigue a continuación: el periodismo no tiene como misión eliminar baches, arreglar tuberías, subir salarios, arreglar el sistema de transporte, topar los precios, popularizar la Asamblea del Poder Popular, detener la emigración, reparar los cables que trenzó un huracán, apuntalar el techo que está punto de caer, ponerle helado a la carrocería que venden en Coppelia, cubanizar la indianizada” plantilla de los constructores de un hotel. Su función es informar, explicar a la ciudadanía los fenómenos que en el país se producen. Buscar causas y exigir a las entidades privadas o gubernamentales respuestas transparentes y efectivas a los padecimientos. El periodismo debe trabajar por un país que se conozca a sí mismo, que tenga conciencia de sus debilidades.

Se trata de una ecuación básica que como sociedad muchas veces desconocemos –o hemos desaprendido–. Si el periodista tiene que ser obrero de carretera, plomero, Ministro de Finanzas y Precios –de paso también de la Agricultura– diputado, liniero, encofrador o administrativo de Coppelia; si el periodista tiene que salvar a la nación con lo que sea que esa signifique; la pregunta que sobreviene es lógica y también Bastenier se la formula: ¿En qué tiempo va a ser lo único que realmente se supone que sea: periodista?

Resulta medular entender esto. El periodismo no se ocupa de resolver los problemas –o al menos este tipo de problemas. Eso no sería periodismo. Sería, cuando menos, un sistémico caso de intrusismo laboral. Un total despropósito. Endosarle al oficio culpas que le son ajenas es crear una operativa y muy conveniente válvula de escape a quienes son los verdaderos responsables de ofrecer las soluciones.

Ahora bien, si le pedimos a la sociedad que entienda lo que del oficio es –y no–propio; a ella le debemos todo lo que al oficio corresponde. Le debemos más que sucesivas –si no circulares– declaraciones de que algo ha andado y anda mal. De que muchas cosas tienen que cambiar. Es a terapia después del diagnóstico y no a diagnósticos después del diagnóstico como se cura la vida que se pretende salvar.

Volvamos. El periodismo no le debe a la sociedad la fosa sellada, sí las razones por las que continúa sangrando heces, sí los plenos argumentos, el rostro y las responsabilidades de quien tiene los recursos y el mandato para hacerlo, y no la selló. No tiene el periodista que garantizar que 1600 dólares se queden en la mesa y el techo de un obrero cubano. Pero tiene el deber profesional de exigir –lejos de camuflar– que quienes tomaron decisiones como la de la contratación de los obreros indios no las disimulen por meses poniéndolas al fondo del congelador, ni las justifiquen con argumentos que son, cuando menos, superficiales. No nos hagan creer resuelta la ecuación a base de productividad sin explicar el radio de salarios entre obreros cubanos / indios. Sin explicarnos, por ejemplo, cómo veintidós años realizando una misma función no es tiempo suficiente para que una empresa forme obreros cubanos capacitados y tenga que contratar extranjeros.

Si el periodista no exige explicaciones, o aún más, si nos vende humo y sirve de parapeto para que otros no tengan que darlas. Si es más funcional en el linchamiento de colegas que en la búsqueda de argumentos y responsabilidades ante problemas no resueltos o errores; entonces no solo no estará ejerciéndose, si no que estará dejando pasar una excelente oportunidad para al menos colaborar, ahora sí, como plomero, agricultor, encofrador o buen liniero.

Quizás esa sea la raíz de todo. Quizás no sea desconocimiento en torno a los límites del oficio sino cruda lógica lo que esconde tanta exigencia por parte de la sociedad. Si no haces lo que te corresponde: periodismo, al menos sé obrero o anapista. Lo que escojas, pero sé.

Hay una exigencia que –deliberadamente– olvidé mencionar al naturalizar la frase de Bastenier. Si al periodismo no le corresponde apuntalar un edificio, para mí parece bastante obvio que tampoco está obligado a tener como innegociable misión salvar o demoler gobiernos. Aunque muy pocos parecen dispuestos a asimilar esa realidad en Cuba, tenemos el derecho, si así lo decidiéramos algunos, de hacer sencillamente periodismo. Sin pancartismo ni activismo político. Sin que nos cueste el linchamiento o nos pongan por infantiles, un babero.

Cierro reformulando la idea de otro autor español aunque corra el riesgo, otra vez, de ser acusado de vándalo. Al periodismo cubano no le haría nada mal gente “que no milite en algo; y (que), en consecuencia, no odie –o descalifique– cuanto –y a cuantos– quede fuera del territorio delimitado por ese algo.” Al periodismo cubano no le vendría nada mal ser periodismo, y punto.

 

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