El arte de calar

La maternidad requiere cierta liturgia –eso dicen– pero los rituales me provocan pereza.

Ser madre tiene su metodología. Contiene normas, cláusulas, que van desde lo clínico hasta lo deontológico. Desde el ácido fólico hasta la mueca de orgullo por la primera caca. La maternidad despliega su propia semántica de la vida. Mostrar un seno en público deja –únicamente– de ser escandaloso cuando lo hace una madre. Nos volvemos ese vomitorium del hijo. Un depósito de orina, uno feliz.

Pero a estas ternuras no le sirve lo estético, sino lo estoico –eso dicen–. Pienso entonces en las madres de mi genealogía, en el mito doméstico que me ha antecedido. Mi abuela analfabeta sabía el tiempo exacto para el corte de pelo en los varones, dominaba los ciclos de la naranja y ponía ramitas de salvia en mis plantas –aquella tos, decía–. Los ojos de mi madre pueden detectar la torcedura en la saya de uniforme, el doblez sobrante de la media. Ella ha memorizado el ensalmo.

Hay un universo de usanzas, remedios, trucos, legados por madres históricas, que me es remoto. Hay un conocimiento que no tengo. Hace tres años que soy madre. Hace tres años que me muero de miedo.

La paternidad es un ámbito que no logro precisar. Nunca pude presumir de tener un padre ausente. Jamás hubo prueba de fuego para él, la tuvo fácil, a mi lado hasta hoy. Mi padre caló en mi crecimiento. Mucho. Me modeló a pecho abierto, tanto que la noción de paternidad o maternidad terminaron disolviéndose. Perdí de vista al uno y al otro. A fuerza de sus lecturas nocturnas aprendí las rimas de Rubén Darío. Probablemente no sepa el método correcto en que se cuelga la ropa mojada, pero recuerdo la puntuación de Sonatina, como si la hubiese prendido sobre alguna tendera de mi memoria. Me explicó la importancia de la lealtad en tercer grado, yo le prometí no descubrir a mis amigos por mucho que insistiera la maestra. En quinto tomó nuestros ahorros y compró para mí un libro de solfeo y un clarinete. Se arrepintió.

El planeta íntimo de mi viejo siempre ha tenido forma de balón. El fútbol y la mecánica automotriz me han provocado las mismas reacciones, francamente. Pero Brasil cayó en el 98 y lloramos juntos. Con dieciséis no había fuerza humana que hiciera entrar la trigonometría en mi caja craneal, papi lo intentó con cocotazos. No se arrepintió esta vez.

Por mi padre conocí a Vallejo. Le escuchaba decir que era el mejor poeta de América. Luego me tocó crecer. Leí al peruano con el recelo de quien se topa a un extraño íntimo. Por Vallejo conocí a mi padre, zafé sus nudos, calé ahí.

La miopía y la nariz –de un simple vistazo– parecieran su legado. Pero la totalidad que soy, errática y limitada, es un constructo suyo. ¡Hay mucha arcilla de mi padre en mí!

La maternidad no es otra cosa que calar: ser matriz. Mi padre trascendió desde la noción de madre.

Los tres años de mi hijo son el recordatorio de mi mediocridad. Él, ese ámbito donde nunca seré suficiente. Yo, un refugio suyo que no sabe negarle el juego. No conozco de tratados sobre “la buena madre”, pero quiero coserlo a mí, que nos pertenezcamos, ser su matriz.

Y me hago torpe si llora en público. No atino. A ratos pregunta y me encojo de hombros. A ratos no tengo respuesta. Trastoco horarios, hago permisible casi todas sus petitorias, o al menos aquellas sensatas como dibujar paredes u ovillarse cada noche bajo mi brazo. No tengo un carcaj de trucos para hacerle la vida fácil, pero no pretendo, a golpe de cordura, explicarle que la lámpara en la plaza no es, en realidad, la luna.

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