Dicen que el viajero que toma agua del tinajón camagüeyano se queda a vivir en esa tierra. A ciencia cierta, la frase se ha convertido en un mito, que se trasmite de boca en boca. Se mantiene aunque se visite la urbe agramontina y se corrobore que ya no existe un número abrumador de estos recipientes en las casas.
Sin embargo, detrás de la expresión hay una apasionante leyenda. Fernando Crespo, investigador de la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey, se propone develarla a los lectores de OnCuba.
Crespo señala que a esa peculiar vasija la rodean 500 años de historia, desde los tiempos fundacionales de la otrora villa de Santa María del Puerto del Príncipe. “Cuando los colonizadores atravesaron la región, debieron traer recipientes para almacenar agua y alimentos. Los españoles, aprovechando la relación de la cultura indígena con la arcilla, pensaron en modelar esas vasijas como recipientes de mayor tamaño para almacenar agua y otras sustancias como aceite, granos…
“Por ahí puede comenzar a hablarse de la historia del tinajón y no a partir del siglo XVII cuando se menciona en la bibliografía que hay un primer recipiente, y que incluso se trasladaron algunos de ellos a la isla de Jamaica. Porque, sin dudas, el tinajón tiene que haber tenido un embrión un poco más atrás, en el propio siglo XVI, y no solo en Cuba, sino en La Española que fue donde arribó la primera hueste militar con el clan de los colonos.
“En la región histórica de Camagüey -nombre topónimo aborigen-, o Puerto Príncipe –el dado por los peninsulares- se conoce que a partir del siglo XVII, una vez establecida la villa entre los ríos Hatibonico, Tínima, San Pedro y El Güije, existía una necesidad grande de conservar el agua. No había alcantarillado y los tinajones fueron una solución para conservar el líquido.
“Esa agua que se preserva en el tinajón es fresca, cristalina. Se transportaba desde una canaleta de metal hacia ese recipiente ubicado debajo de los techos colgadizos, en el patio de esos primitivos hogares. Y luego, para almacenar en las cocinas se utilizaban las tinajas. A estas últimas se les ponía una piedra caliza para purificar el contenido y así hacerlo útil.
“Muchos poetas le han escrito a esa agua refrescante de tinajón, pues como pasa ahora con el café, en aquella época se recibía a la visita o al hombre que venía del campo, con ese líquido. Eso fue incluso lo que motivó a la poetisa camagüeyana Aurelia Castillo a dedicarle unos versos, en el siglo XIX.
“El tinajón también se nos presentó como una figura decorativa de la casa colonial principeña, ya que sirvió de complemento a toda su ornamentación. Es que desde el punto de vista artístico esta es una pieza bella. Sus diseños pueden acentuar la panza –“los panzudos”, solía decir Nicolás Guillén-; también los hay por su forma de husillo, y están los más estrechos…”
¿Cuántos de estos recipientes podía utilizar un hogar colonial?
Entre uno y seis. Era una pieza doméstica para uso domestico. Y luego, como la cultura fue salpicando todos los detalles de la vida social camagüeyana, pues colmó los lugares públicos, como en las avenidas –hay tinajones preciosos en la calle que atraviesa la sede del Gobierno territorial-, o en edificios de relevancia arquitectónica como el Museo Provincial Mayor General Ignacio Agramante y Loynaz”.
Al parecer se desarrolló todo un arte de fabricarlos. ¿Podría precisarnos que artesanos sobresalieron en este oficio?
La tradición viene desde los colonizadores, como dije anteriormente. Tenemos una cifra que data del siglo XVIII, la cual señaló que más de 60 tejares rodearon a la Villa en esos años. No solo se hacían tinajones, sino ladrillos, lozas de piso y tejas criollas. Pero hay muchos maestros que han dejado su sello en los recipientes para almacenar agua. Estuvieron las familias Hidalgo y Areus en la centuria decimonónica. Estos últimos dejaron marcas muy curiosas para diferenciar las piezas que hacían en los años bisiestos.
“El tinajón en Camagüey se convirtió en una cultura, en una expresión del arte manual, de la artesanía popular. Su secreto para fabricarlo se fue trasmitiendo de familia en familia. Por eso se agotó esa sabiduría al llegar al siglo XX. Los maestros artesanos se murieron y sus hijos se dedicaron a otros oficios; por suerte, todavía hoy quedan en la ciudad algunos, como el maestro Miguel Báez, o el talentoso escultor Nazario Salazar Martínez.
“Realmente no quedan tanto como los 16 483 que llegó a tener la ciudad de Puerto Príncipe en el año 1900. Se contó esa cantidad en el recinto urbano. El tinajón tiene toda una historia, es todo un orgullo, una honra.
“Cuando el Rey de España, Fernando VII, entregó a los principeños el título de villa, un 12 de noviembre hace 197 años, destacó la arquitectura de la urbe, los rasgos de sus habitantes y el timbre de las familias ilustres. Sin embargo, el monarca se olvidó de los tinajones. Pero allí están, dormidos en el recodo de las casas citadinas, para defender nuestra identidad”.
Yo soy orgullosamente camagueyana como esos tomajones que son el signo de mi bella provincia.