Es cierto que algunos agromercados estuvieron abarrotados de gente que trataba de garantizar la nochebuena con los respectivos y tradicionales congrí, ensalada, yuca y puerco asado. Las tiendas en divisa y los hoteles exhiben arbolitos, del más diverso fuste, con sus guirnaldas y brillo colorido. Y en televisión hasta aparecieron los Boney M, en una actuación de 1979, en Sopot, Polonia, cantando las canciones navideñas que nunca pudimos ver, o escuchar, en su momento. Telesur constantemente informaba de las fiestas y los deseos de buena voluntad desde la congregación en Belén de Judea hasta la misa del gallo en Roma y las piñatas de siete puntas en México. Pero en Cuba, si descontamos a los cristianos practicantes, protestantes o católicos, la Navidad parece estar desprovista de sentido, y la celebración apenas alcanza los medios ni suele divulgarse el inmenso valor de la festividad como celebración de los cimientos de la cultura occidental, fecha que marca el nacimiento no solo de Jesucristo, si no de una nueva era en la que debiera predominar la ley del amor, la paz y la comprensión, por encima del odio, la guerra y la ambición.
Es posible que la retórica navideña con sus lugares comunes de reunión familiar y campanas cantando aleluyas a favor de la concordia y la caridad, pueda parecer ridícula a quienes estén convencidos de que la fecha representa únicamente la ocasión para que comerciantes y venduteros amasen ganancias a costa de los intercambios de regalos y las cenas suculentas. Estoy de acuerdo que, como todas las cosas humanas, el paso del tiempo distorsionó ciertas esencias, y el espíritu de la noche de paz original, y el nacimiento humilde, en pesebre, se ha desfigurado a lo largo de veinte siglos de ambición, soberbia y desdén por el prójimo. Pero estoy convencido de que para los cubanos, en este momento de nuestra historia y experiencia, sería sana, constructiva e inmensamente beneficiosa la apelación a la fraternidad, la vuelta al hogar y a la unidad familiar que entraña el 25 de diciembre y sus vísperas.
Siempre le agradeceré a mi madre haberme criado en el respeto a la tradición navideña. Hubo una etapa de mi juventud en que hasta me molestaba la atadura que implicaba sentarnos todos juntos a comer por Nochebuena, pero al menos por complacerla, porque para ella significaba mucho, los tres hermanos y sus parejas nos reuníamos esa noche. Incluso en los años setenta y ochenta, cuando estaba no sé si estrictamente prohibido pero por lo menos muy mal visto, mi madre reservaba la mejor para esa noche, y luego comíamos a puerta cerrada, porque los del Comité quizás nos creyeran enemigos del socialismo en tanto mi madre se negaba a claudicar con el materialismo dialéctico.
Lo mejor, además de la comida, siempre fue escuchar la oración de mi madre agradeciendo por los alimentos. Siempre me emocionaba en la misma parte del rezo, cuando ella recordaba a todos los que no tenían un bocado que llevarse a la boca, porque en sus palabras latía algo así como la inefable bendición de agradecer por todo lo bueno que se tiene, y el recuerdo de que hay mucha gente que ni siquiera sabe lo que es brindar, como decía una canción de Silvio Rodríguez con José Feliciano. Aquella canción significó la ruptura con quinientas prohibiciones. El cantor de la Revolución se permitía cantarle a la Navidad, a dúo con otro ídolo del habla hispana, el boricua que estuvo prohibido de nuestras emisoras radiales casi tanto tiempo como los villancicos. Feliciano corrió mejor suerte que Boney M. Al cantautor comenzaron a radiarlo de nuevo luego del dúo con Silvio y cantándole a la Navidad. Al divertido grupo de música disco le radiaban todas las canciones menos las navideñas, como El hijo de María o El niño del tambor, y conste que en casi todos los países de Europa la música del exótico y espectacular cuarteto constituía la banda sonora del fin de año. Lo que importa es que, a fin de cuentas, creyentes y no creyentes eran capaces de cantarle a la Navidad, y ese es el punto.
A lo largo de mis cincuenta años me acostumbré a celebrar Nochebuena y Navidad independientemente del contenido religioso de la fecha. Porque creer o no creer forma parte del personalísimo libre albedrío. La fe no se enseña, pero los valores sí. Y si bien nadie, absolutamente nadie, puede garantizarnos que Jesucristo nació un 25 de diciembre o un 16 de marzo, lo que importa, lo que de verdad importa, es que el día que apunta la tradición existen unas horas, unos cortos instantes en que una buena parte de la humanidad decide estar en armonía con los seres más queridos, y continuar soñando con —y me disculpan la cursilería, el lugar común, pero hoy es Navidad— la entronización del amor al prójimo, la compasión, el perdón y la solidaridad. Y esas ideas cambiaron la historia de la humanidad, acostumbrada a la Ley del Talión.
Por supuesto que los arbolitos refulgentes y los regalos satinados son una manera de celebrarlo, y nada tengo en su contra. Hay demasiados basureros sin limpiar en La Habana, y demasiados edificios en derrumbe, como para detenerse a criticar un poco de luces y colores. Bienvenidos sean, además, los pocos programas de radio y televisión donde comienza a cobrar sentido la verdadera esencia de un día de fiesta que regresó a Cuba, tal y como deseaban en una popular canción tanto Celia Cruz como Barbarito Diez.
Supongo que no está lejano el día en que los presentadores de radio y televisión se atrevan a felicitarnos por Navidad, sin disimular sus buenos deseos bajo la ridícula fórmula de “las fiestas de fin de año. ¿Será que ciertos ortodoxos del materialismo dialéctico consideran todavía que los cánticos de la Noche de Paz esconden oscuros y enemigos propósitos? Sigo pensando que cuando nos llenamos la boca y el pecho diciendo Feliz Navidad estamos tratando de acompañar a los demás con lo mejor de nuestra índole humana. Y ese afán de compartir la alegría, la esperanza y la buena voluntad fue trascendental en el año uno de nuestra era y lo sigue siendo en la segunda década del siglo XXI.