Hace ya un año que el Carnaval de Santiago de Cuba, que vuelve a celebrarse por estos días, fue declarado Patrimonio Cultural de la nación. Tal declaratoria, aunque fue en parte impulsada por el contexto del aniversario 500 de la fundación de la villa, resultó un acto de justicia hacia uno de los festejos populares de mayor arraigo y notoriedad de toda Cuba.
Quizás no exista en el país, con la excepción honrosa de las Parrandas de Remedios, otra celebración con semejante impacto en el imaginario colectivo nacional, por la riqueza de su historia y su propia naturaleza.
El santiaguero, en lo que a Cuba respecta, es el carnaval por antonomasia. No tiene ya la duración de la que gozó décadas atrás ni mantiene todos los atributos y actividades que lo distinguieron otrora, pero aun así ha logrado conservar la atmósfera envolvente y el espíritu desbordado que multiplica los visitantes a la ciudad en esta época del año.
El estandarte sonoro es el repiqueteo único de la conga santiaguera, aderezado por el toque de una corneta china que marca la diferencia con sus similares del resto del país. Congas como Los Hoyos, San Agustín, El Guayabito y Paso Franco no tienen émulos más allá de sí mismas, y sus presentaciones carnavalescas, año tras año, refrendan una peculiar simbiosis de tradición y búsqueda que electriza a los músicos y los bailadores.
Otro tanto puede decirse del colorido y las evoluciones de las agrupaciones que protagonizan los desfiles del Carnaval. Así ocurre por igual con centenarias como los cabildos Carabalí Izuama y Olugo que con colectivos más jóvenes como el Paseo de la Industria Ligera, que celebra ahora sus treinta y cinco años. En todas ellas sobrevive, a pesar de las restricciones materiales y la subordinación institucional, un orgullo propio y un aire de competitividad nacido del deseo de representar su entorno, su barrio, sus colores.
En cuanto a la historia, la del Carnaval de Santiago guarda lógicas coincidencias con la de otras celebraciones afines, pero con notables matices propios. Su origen religioso, su concentración en torno a los días de Santiago Apóstol –patrón de la villa– y Santa Ana, su extensión profana y su “contaminación” con las celebraciones de los negros esclavos y libertos, se combina con el impacto que tuvo en los festejos la emigración francohaitiana, la vinculación de patriotas y revolucionarios a varias agrupaciones carnavalescas y la introducción, un siglo atrás, de la mencionada corneta china.
Sin embargo, el Carnaval entraña más que la evocación de su historia, la tradición y actualidad de sus paseos. Supone en realidad la transformación de gran parte de la ciudad en una inmensa y multitudinaria zona de fiesta. Y aunque a priori ello no debería representar ninguna incongruencia, justo en este punto aflora su rostro menos amable y, por extensión, en lo absoluto patrimonial.
En este sentido, diría que los festejos santiagueros se emparentan, y no necesariamente para bien, con el resto de los carnavales del archipiélago. La diferencia la establece apenas el lugar donde se sitúan los quioscos y cabarets itinerantes, las tarimas y los termos de cerveza a granel, los vituperados y a la vez socorridos baños públicos. Pero el ambiente, el olor –mezcla de grasa quemada y orines, sudor y aliento etílico–, el bullicio, la ebriedad contagiosa y la irascibilidad latente… suelen ser semejantes.
Siguiendo esta (i)lógica, espacios tradicionales de Santiago como la calle Trocha, el paseo Martí, la barriada de Santa Úrsula y la avenida de Sueño pueden ser, por igual, sitios para el disfrute y el desvelo, el baile y la embriaguez incontenida, el esparcimiento de la familia y la indisciplina social, la conquista amorosa y la violencia de género. Los límites entre unos y otros son difusos, y su definición es responsabilidad de las autoridades competentes, y de toda la sociedad.
Pero, ¿qué se hace cuando muchos no ven en ello un problema o no se empeñan lo suficiente para contenerlo? ¿Cómo se borra la entronización sistemática y la aceptación tácita de un modelo de carnaval que a la par del colorido y el ritmo, la fiesta y la tradición, tolera niveles de vulgaridad e indisciplina que pueden pasar luego –y de hecho lo están haciendo– a las prácticas cotidianas de los cubanos?
El Carnaval es un momento único de catarsis, de liberación colectiva. Así ha sido no solo en Santiago y en Cuba, sino en muchas partes del mundo. Lo riesgoso es que esa liberación, esa necesidad social de gozo y alegría, conlleve también una despreocupación, no por los incidentes inmediatos que puedan generarse, sino por sus consecuencias silenciosas a largo plazo. Pensar y hacer en esta dirección bien puede darle un mejor rostro a un carnaval que ostenta con merecimiento la categoría de patrimonio de Cuba.