Me gustan esos rincones de playa en los que la arena todavía no es arena, sino una marejada de conchas diminutas que se despedazan. Ya no son seres vivos pero tampoco polvo, solo formas y colores sin significado, lo que los griegos llamaban ser en potencia, materia bastarda a la espera de transformarse en alguna cosa. Todo ser constituye también un ser en potencia, y cada minuto no hace otra cosa que avanzar, con o sin rebeldías, en el camino hacia la nada.
El mundo puede explicarse en ese arrastre irreversible de las olas: azar y orden, las crestas que se repiten en los milenios sin que haya dos idénticas, cambios ilusorios en una superficie inmóvil. Escucho el ruido del mar y observo los pedazos de concha que prefiguran arena y entiendo una de esas verdades que no hay modo de comunicar a los otros, o lo que es peor, una de esas verdades que no hay modo de recordar bien, y que se leen en el texto ajeno como se mira una sombra.
Me meto en el agua y de vez en cuando le echo un ojo a nuestras cosas (un bultico huérfano en medio de la arena). No hay tanta gente, así que podemos nadar con libertad. Ya comenzó septiembre y, probablemente, esta sea la última vez que me meta en agua salada en lo que queda de año. La vida es dura. Pensar que estoy a nada de graduarme y trabajar y perder los dos preciosos meses de vacaciones.
Al final tenemos un número finito de domingos en nuestras vidas. El sistema laboral parece dividir al hombre en dos porciones contrarias de tiempo, una muy molesta en la que trabaja (allí debe reprimirse, ser otro) y otra feliz en la que puede hacer lo que le plazca (las vacaciones, una utopía de laboratorio). Las vacaciones y los fines de semana son una válvula de escape en la que la sociedad toma las formas de la utopía. Una nación asfixiante y pragmática yace en el mismo suelo que otra más pequeña, llena de caprichos y bondades. Y la playa es en nuestro país el símbolo definitivo de esa breve nación virtual.
Los hoteles ofrecen versiones del paraíso, tienes la réplica de lo que deseas (el hotel es la casa de tus sueños, con la comida de tus sueños, el gimnasio de tus sueños, etc…), pero la playa no es una réplica, sino el destino en sí, la utopía de organismos que evolucionaron para vivir en tierra. El núcleo de esa nación pequeña y benéfica que convive con la otra (la del trabajo) está en el mar, en cuya libertad nos sentimos pequeños y felices. No somos los que soportamos los insultos del otro, los que nos sentimos impotentes, los que añoramos épocas perdidas: estamos y siempre estuvimos aquí. Supongo que en esa sensación de destino alcanzado consiste la nación utópica, en el contraste con algo más.
La nación utópica se construye sobre el reverso de la otra, se dedica a satisfacer lo que en la otra quedaba insatisfecho. Y a la vez proporciona al hombre que trabaja un refugio de identidad. Pequeños oasis entre desiertos de frustración y estrés son acaso la vida real que debe ser acumulada antes de morir: baños en la playa y almuerzos de domingo. Al menos habrá otro fin de semana, pensamos. Al menos habrá otras vacaciones, pensamos.
El agua me da por la barbilla, y me mantengo a flote entre pequeños saltos y movimientos de las manos. Nuestra mente (por una costumbre animal que busca el equilibrio y la orientación) iguala la superficie del agua al suelo. En el fondo, al bañarme en el mar o una piscina, quizás me esté deleitando no más que por tener, sorpresivamente, el suelo al nivel de mi barbilla y no por debajo de mis pies, que es donde siempre ha estado. Eso y por sentir que peso menos, aunque a la vez me cueste más cualquier movimiento de los brazos o las piernas.
Embelesados en estas perplejidades inconscientes, al bañarnos en el mar cumplimos con el deber de implantar la utopía. El suelo, referencia espacial originaria, queda desubicado. Una temperatura y una presión que no son las del aire nos cubren la piel. Ahora el agua constituye la única sustancia, y nos dejamos desvanecer en ella, somos parte de ella. Todo cubano que se bañe en el mar ahora mismo es habitante de una nación secreta, que iguala a los hombres tanto como la muerte o el sueño. Los otros lujos son superficiales y efímeros: me siento en la eternidad.
Intercambio unas pocas palabras con mis amigos. Unas sardinas liliputienses picotean los pies de una muchacha y se marchan antes de que podamos verlas. Comen piel muerta, le dice alguien, te están haciendo un favor. Pues mejor que no me lo hagan, responde y después hay un silencio de miradas burlonas. El aire ahora está más fuerte. Hay unas viejas chismosas a varios metros de nosotros, que se quejan de lo malo que está el mundo. A una se le vuela el sombrero, y me da gracia ver su cuerpo gelatinoso moviéndose a recuperarlo. Es una villanía infantil reírse de esas cosas, pero supongo que en este instante todo queda perdonado.
Ya anochece y es la hora perfecta para regresar. Mil veces habré notado que los viajes de ida son parlanchines y los de vuelta silenciosos. Nos secamos sin hacer más que un par de comentarios sobre el frío, y vamos a la parada. Es esa hora atroz que parece infinitamente tarde, más tarde que la medianoche y la madrugada. La cosa empeora porque todos sabemos que es el último fin de semana de las vacaciones y que el año próximo, en condiciones semejantes, ya seremos un poco más viejos. Los pájaros huyen espantados. En el horizonte se sumerge un huevo de dragón y parece que ha llegado el fin de todas las cosas.
Veo alejarse Santa María desde la ventanilla de la guagua. Es terrible saber que algo ha terminado incluso antes de que haya terminado de verdad. No somos habitantes de la nación utópica, pero tampoco estamos en la otra, de jerarquías y horarios fijos. En el horizonte solo queda una llama moribunda, la noche todavía no es noche y yo, que viajo en silencio, todavía no soy el de siempre. El mundo en este preciso momento son formas y colores sin significado, una materia bastarda y transitoria, como los pedazos de concha en las playas jóvenes, como los cristales no disueltos de azúcar al fondo de un vaso.
De la guagua se van bajando personas, y cada vez somos menos. El mar, en su libertad milenaria, espera el instante definitivo en el que el sol lo haya evaporado del todo, en el que se haya vuelto por fin un puñado de piedras diminutas. Escribo esto en un papel, pero por más que quiera no me atrevo a botarlo por la ventana.