Lea la primera y segunda parte de esta historia.
Una noche Frank Ragano decide aceptar una peculiar invitación de Santo Trafficante Jr.:
La Habana era famosa por los exhibiciones [sic] –shows sexuales—y Santo pensó que yo debía ver uno, asegurándome que vería el más selecto de los disponibles, ofrecidos solamente a los privilegiados cognoscenti. “Lo primero que quiere ver cada secretaria, maestra y enfermera cuando vienen aquí es la exhibición”.
Una información de altísimo valor documental, por lo detallada y precisa:
Santo me llevó a una casa en uno de los mejores barrios de La Habana, y la mujer que nos abrió la puerta estaba esperándolo, obviamente. Una cubana que hablaba buen inglés y usaba un vestido de noche muy escotado.
Nos informa a la vez un par de precisiones sobre el modus operandi de aquel negocio. Una operación de mercado tan franca como degradante:
Nos escoltó a una habitación que habían convertido en una sala de cocteles con un bar y varias mesas. “Cuando los caballeros estén listos para ver el show, hágamenlo saber”, dijo.
Mientras esperábamos los tragos, Santo me dio otra lección sobre las mujeres mundanas de La Habana. Normalmente, me dijo, los shows se presentaban a grupos de seis a ocho personas.
“Hay un cuarto al otro lado de este salón donde presentan a tres hombres y tres mujeres, y tú seleccionas la pareja que quieres ver. El costo es de 25 pesos por persona –bastante barato considerando el show de que se trata”.
Santo había arreglado una presentación privada para nosotros dos. Después de una segunda ronda de tragos, dijimos que estábamos listos y nos llevamos los tragos para otra habitación.
Y aparecen los protagonistas del espectáculo:
La anfitriona introdujo silenciosamente a tres hombres y tres mujeres vestidos con unas capas. Las abrieron al unísono, presentando sus cuerpos para que los inspeccionáramos.
“Queremos a El Toro y a aquella muchacha que está allí”, le dijo Santo a la anfitriona, señalando a una mujer curvilínea con los senos bien redondos y firmes.
Asintiendo con la cabeza, la anfitriona nos pidió acompañarla a una habitación adyacente amueblada con sofás y canapés para unas doce personas.
La anfitriona hizo sonar sus palmas; El Toro y la mujer entraron desnudos y empezaron la presentación sobre un edredón extendido sobre la plataforma, iluminada como un escenario real. Durante treinta minutos lo hicieron en las más concebibles y contorsionadas posiciones, y concluyeron con sexo oral.
Yo estaba choqueado hasta la médula, pero traté de aparentar indiferencia para impresionar a Santo. Cuando terminó, Santo y yo regresamos a la sala de cocteles para otra ronda de tragos.
“¿Qué piensas del show?”, me preguntó.
“Increíble. ¿Cómo la gente puede hacer eso para ganarse la vida?”.
La respuesta de Santo Trafficante vale por diez clases de sociología sobre la manera en que seres tan bajos y despreciables veían a Cuba y los cubanos:
“Frank, tienes que recordar esto: aquí siempre hay algo para cualquiera. Quieres ópera, ellos tienen ópera. Quieres béisbol, ellos tienen béisbol. Quieres baile, ellos tienen salones de baile. Y si quieres shows sexuales, tienen shows sexuales en vivo. Eso es lo que hace a este lugar tan maravilloso”.
El anterior testimonio de Ragano pone, por otra parte, punto final a un problema. El Toro –el nombre que allí adoptaba el famoso Superman– se presentaba tanto en el teatro Shanghái como en exhibiciones privadas en uno o varios prostíbulos.
En Nuestro hombre en La Habana, Graham Greene lo llama, acaso desde su imaginación fabuladora, “el burdel San Francisco”, probablemente ubicado en La Victoria, Centro Habana, un área delimitada entre las calles Infanta y Belascoaín, Carlos III y Llinás, por entonces con “casas de clase” a las que iban muchos clientes estadounidenses. O tal vez en una de Miramar.
La descripción que hace Ragano del personaje concuerda básicamente con la de sus anteriores coterráneos que lo vieron. Era, dice, “un hombre en la mitad de sus treinta, de unos seis pies y de apariencia promedio, excepto por sus genitales” (curiosamente, Ragano es omiso acerca de la raza: Superman era negro).
“Sí”, dijo Santo. “Se supone que su pene tenga unas catorce pulgadas de largo. Tremendo tipo. También lo llaman Superman.”
Roberts, el escritor jamaicano antes aludido, se coloca ante el problema de una manera radicalmente distinta:
“Permítasenos ignorar las escandalosas exhibiciones que se escenifican en los burdeles. Carecen de imaginación, y en muchos países se ven lugares como estos. Cualquiera que pague el dineral que en ellos se exige no es más que un imbécil”.
Hay una revelación buena para una historia del cine sumergido en Cuba, asignatura que apenas comienza, pero que ya cuenta con hallazgos, publicaciones y discusiones una vez entendido el cine porno como parte de la cultura –y ciertamente no solo de la sexual– y abordado desde la academia.
El punto es que Ragano no solo vio a Superman, sino que en una segunda visita lo filmó con el consentimiento de los dueños del show:
El cine aficionado era uno de mis hobbies y pensé que la presentación de Superman sería un excelente filme erótico. Santo obtuvo permiso para que yo filmara privadamente al gran hombre en acción. Todavía tengo el rollo, probablemente la única película que existe de Superman. Después hablé con Superman, quien manejaba bastante bien el inglés. Me dijo que ganaba unos $25 por noche.
“Vienes a Miami”, le dije bromeando. “Te consigo un par de esos shorts corticos. Caminamos la playa de arriba abajo frente a los hoteles. Te garantizo que terminarás siendo dueño de uno de esos grandes hoteles”.
Superman se rió, pero se quedó en La Habana, donde, de acuerdo con un chiste popular, era más conocido que el presidente Batista.
No mucho después, el 8 de enero de 1959 hombres y mujeres de verdeolivo entraron en La Habana.
Un habitual de la ciudad, el escritor Graham Greene viajó a Cuba por última vez en 1963 y pudo dar fe de ciertos cambios implementados por los nuevos gobernantes:
El Mambo, el burdel que recibía a los turistas que llegaban por la ruta del aereopuerto, ahora es un restaurante; el Blue Moon está cerrado […]. Superman ya no hace su ritual nocturno; tal vez esté refugiado en Miami. El teatro Shanghái cerró y se desmorona. Ahí por $1,25 usted podía ver un espectáculo nudista y tres películas azules [porno, AP] por noche, y había una librería pornográfica en el foyer para los que estuvieran insatisfechos.
Superman no se fue a Miami. El joven periodista Mitch Moxley, de la revista neoyorkina Roads and Kingdoms, hizo una incursión a La Habana buscando el rastro del personaje.
Le conté que de acuerdo con un testimonio de uno de los viejitos que hacían taichi el Parque de los Mártires, en Centro Habana, a Superman le decían Enrique La Reina, era gay y vivía en el barrio de Los Sitios.
Él y su fotógrafo fueron entonces hasta Los Sitios buscando personas de la tercera edad que lo hubieran conocido. Y las encontraron.
La descripción que le hicieron concuerda, básicamente, con la hasta aquí vista. Todos señalaron de manera independiente que, en efecto, Superman era gay y una persona a quien respetaban en el barrio sabiendo su preferencia sexual y a lo que se dedicaba.
A su regreso a Estados Unidos, Moxley contactó al hijo de Frank Ragano, el también abogado Chris Ragano, nacido en Tampa, y a Nancy Grandoff, la segunda esposa del abogado de la mafia. Esta le dijo que se había enterado del destino de Superman alrededor de 1966:
Entre los cubanos del exilio circulaban rumores de que Superman, El Toro, La Reina, el hombre de los ojos dormidos, había muerto. Durante una visita, Frank Ragano le preguntó a Trafficante si esos rumores eran ciertos, y Trafficante se los confirmó: Superman había huido de Cuba a México, donde estaba tratando de escapar a Estados Unidos. En la Ciudad de México, le dijo Trafficante, Superman fue asesinado por un amante celoso. Eso era todo lo que se sabía.
Fue un portento, una leyenda, polvo de oro negro que el viento se llevó.
aRTICulo fantastico!