Tinta añeja: Lizaso, martiano ante todo

“Si nos reconocemos en esa voz y ese ejemplo como los más altos y puros que puedan llegarnos, hacerlos sangre de nuestro espíritu y norma de nuestra conducta, será el mejor modo —el más directo y acertado rumbo— para llegar a nosotros mismos, buscándonos y realizándonos en él”, escribió Lizaso sobre el Apóstol de la independencia cubana.

El escritor y periodista cubano Félix Lizaso junto a María Mantilla, durante la conmemoración en Cuba del centenario de José Martí. Foto: Recorte de prensa / Archivo.

El escritor y periodista cubano Félix Lizaso junto a María Mantilla, durante la conmemoración en Cuba del centenario de José Martí. Foto: Recorte de prensa / Archivo.

Con la obra de José Martí como inspiración y brújula, Félix Lizaso (Pipián, Madruga, 1891ꟷRhode Island, 1967) llegaría a ser uno de los más notables ensayistas de la Cuba prerrevolucionaria. Su obra, que abarca también el periodismo, lo situó en la vanguardia intelectual de su época, integrado a una generación que renovó el pensamiento y la escritura cubana, y cuyo alcance trascendió lo literario para alcanzar, entendido como un todo, el entramado cultural, social y político de la Isla en las primeras décadas del siglo XX.

Tras graduarse como bachiller en La Habana, Lizaso comenzó a trabajar en un bufete privado, pero su vocación por las letras lo llevaría a frecuentar tertulias y círculos literarios, y a relacionarse con figuras como el ilustre dominicano Pedro Henríquez Ureña, quien resultaría un guía, un generoso consejero, en sus primeros pasos como escritor. Bajo su influencia viajó a los Estados Unidos, a trabajar en la Universidad de Princeton entre 1919 y 1920, aunque pronto decide regresar a Cuba. Poco antes, ya había publicado sus primeros textos periodísticos en El Audaz y El Fígaro, como adelanto de una colaboración con la prensa que mantendría a lo largo de su vida.

En los años veinte se lanza a fondo al ruedo intelectual: participa en la Protesta de los Trece, está entre los fundadores de Grupo Minorista, se codea con figuras como Rubén Martínez Villena, Jorge Mañach, Francisco Ichaso y José Antonio Fernández de Castro ꟷcon quien elabora y publica en Madrid la antología La poesía moderna en Cuba (1882-1925)ꟷ, integra el grupo editorial de la Revista de Avance, la principal publicación del movimiento vanguardista cubano, se adentra en el estudio de las letras y la cultura no solo cubanas sino de toda la América, que luego plasmaría en sus atinados ensayos. Y, a la par, trabaja en la Comisión de Servicio Civil, donde se mantendría hasta 1933.

A partir de 1930 aflora entonces el martiano que ya era, pero que toma cuerpo en numerosas publicaciones. Artículos desconocidos (1930) y Epistolario de José Martí (1930-1931), son los primeros títulos de una larga lista que incluye libros, artículos, compilaciones, ensayos, aproximaciones biográficas y reseñas literarias de quien, para él ―como para muchos dentro y fuera de Cuba― ha sido el escritor más grande y universal que ha dado la Isla.

Sus textos sobre Martí no se limitan únicamente a su literatura; abordan también sus aspectos humanos, psicológicos, políticos, sus facetas como pensador, como crítico de arte. Entre ellos deben citarse Pasión de Martí (1938), Martí, místico del deber (1940) —quizá el más conocido de sus libros—, Martí y la utopía de América (1942), Martí, espíritu de la guerra justa (1944), y Proyección humana de Martí (1953). Esta labor la llevó también a publicaciones periódicas de toda la América hispana y, en particular, a los veinte volúmenes de la revista Archivo de José Martí, en la que publicó textos inéditos del Apóstol de la independencia cubana, y escritos acerca de su vida y su obra.

“Sin lugar a dudas —apuntaría Carlos Ripoll en la Revista Iberoamericana— Lizaso encontró en el camino martiense [Sic] el sentido de su existencia, y de ahí, junto a la esencia cubanísima de su obra, la virtud de sus actos todos. Nada en él podrá explicarse fuera de tan sublime inspiración: desde cualquiera de sus escritos ocasionales hasta las más importantes decisiones en su vida destilan la preciosa doctrina. Para Lizaso nunca fue muerta la palabra de Martí, sino estimulo y forma de vida. ‘Si nos reconocemos en esa voz y ese ejemplo’, decía, ‘como los más altos y puros que puedan llegarnos, hacerlos sangre de nuestro espíritu y norma de nuestra conducta, será el mejor modo —el más directo y acertado rumbo— para llegar a nosotros mismos, buscándonos y realizándonos en él’”.

Tinta añeja: Martí, de la nube al microbio

No obstante, aunque con Martí como eje de su creación y su propia vida, su quehacer fue más allá para aproximarse a otras figuras como Alfonso Reyes, su dilecto Pedro Henríquez Ureña, Ricardo Güiraldes, Domingo del Monte, Rafael María Merchán, Enrique José Varona y Rafael María de Mendive, y publicar textos como Ensayistas contemporáneos. 1900-1920 (1938), Patria y cultura (1948) y Panorama de la cultura cubana (1949).

De igual forma, desplegaría una intensa labor de dos décadas en la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, y en otras instituciones como la Biblioteca de la Academia Nacional de Artes y Letras ―de la cual sería miembro, al igual que de la de Historia y la de la Lengua―, el Instituto Nacional de Cultura, el Archivo Nacional de Cuba y la Comisión Cubana de la Unesco. Y en la prensa, sería coeditor de Surco ―que dirigió Don Fernando Ortiz― y director de la revista Cervantes, al tiempo que dejaría su firma en las más importantes publicaciones del país como El Mundo, El País-Excélsior, Social, Cuba Contemporánea, Revista Bimestre Cubana, Carteles, Bohemia, Revista Cubana y Diario de Cuba; y también en extranjeras como Proa y La Prensa, de Argentina; Repertorio Americano, de Costa Rica; La Gaceta Literaria, de España; la Revista Iberoamericana, de México; Américas, de Estados Unidos.

Tras el triunfo de la Revolución cubana dirigió el Archivo Nacional, pero solo por unos meses. Poco después, en desacuerdo con el rumbo que tomaba la Isla, se marcharía hacia los Estados Unidos, donde continuaría trabajando y fallecería en 1967. Su obra, sin embargo, aunque insuficientemente estudiada y divulgada hoy en Cuba, continúa mostrando su claridad y enseñanzas a quien se decida a revisitar sus páginas. En ellas, en sus libros, ensayos y artículos periodísticos, emerge en toda su dimensión el intelectual cabal y martiano rotundo que fue Félix Lizaso hasta el final de sus días.

Como ejemplo de ello, les dejo dejó con un texto publicado en la revista Bohemia en 1953, cuando, aun bajo la dictadura de Fulgencio Batista, Cuba conmemoraba el centenario de José Martí, una efeméride de cuya comisión oficial formó parte. En él, Lizaso se acerca a la visita realizada a la Isla por María Mantilla, figura entrañable en la vida del Apóstol, y, en diálogo con ella, arroja luz sobre aspectos de la vida y el ideario martiano, ese que él mismo abrazó con total convicción y al que rindió tributo en sus escritos y en su propia existencia.

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María Mantilla en el Centenario de Martí

María Teresa Romero, María Mantilla y Joaquín de la Cova, La Habana, Cuba, 1953. Foto: Archivo

La presencia de María Mantilla en la oportunidad del Centenario del Nacimiento de Martí, es un suceso que podemos considerar feliz. Tan vinculada estuvo a aquella existencia, que puede decirse que su presencia material entre nosotros, da inesperada significación a las actividades que podamos realizar en torno a ese gran acontecimiento. La luz que María Mantilla derrama sobre nosotros, como reflejo de la luz de Martí, debiera tener para todos una trascendencia profunda y consoladora. Y la manera en que la reverenciemos y halaguemos, revertirá en acercamiento a lo más acendrado y tierno de aquel espíritu.

Daba gusto ver cómo las personas que esperaban su llegada parecían iluminadas al verla, sonriente y contenta, cuando acababa de descender del avión que la trajo. Su casa de California, donde vive rodeada del cuidado y el cariño de sus hijos, es meta de todos los cubanos que visitan la gran ciudad de Los Ángeles. Y todas sus amistades que sabían de su viaje, estaban esperándola. Todos querían saludarla, como algo que es parte de un todo grandioso, y ella para los que la cercaban tenía frases de simpatía y gratitud. A punto ya de tomar el auto que la conduciría al hotel, le vimos contemplar por un momento el azul cielo, pronunciando palabras que eran como una oración.

«¡Todavía me parece mentira estar aquí, en estos momentos!».

María Mantilla tuvo siempre el proyecto de estar en Cuba en la fecha del Centenario de Martí. Por mucho tiempo alentó esa idea, y en cartas cruzadas en años anteriores, nos había hablado con unción religiosa de su plan de venir a Cuba, y participar del regocijo del pueblo cubano, al rendir homenaje a quien fraguó su independencia. En los últimos tiempos, sin embargo, parecía que las circunstancias no le permitirían realizar aquel viejo anhelo, y días antes de decidir su viaje, nos había escrito, anunciándonos el envío de los originales de Diario de Martí, que me traía a mano el coronel Eugenio Silva, a quien dio el encargo de entregármelo. «El coronel sale de Los Ángeles el día 8 de este mes y creo llegará a La Habana alrededor del 20 de enero. Él se comunicará con usted para hacerle la entrega. Siento infinitamente no poder hacerlo yo en persona, pero mi salud no me lo permite y créame que lo lamento tanto! El señor Silva le hará saber cuán grande es mi pesar». Así nos escribiría el día 1 de enero. El 25 la recibiríamos en el aeropuerto de Rancho Boyeros. Sobreponiéndose a sus quebrantos de salud, había emprendido el viaje, sin estar completamente restablecida, porque no podía rehusar la invitación que le hizo la Comisión Organizadora del Centenario, por conducto del doctor Emeterio S. Santovenia —invitación que movió su gratitud más profunda—. Pero más aún porque no podía resistir el deseo que la consumía de estar en Cuba en la fecha sin par que se avecinaba. Y allí estaba, desbordándole el contento de haber cumplido la que debió ser una íntima promesa que se hizo a sí misma.

Tras el largo viaje en avión, desde Los Ángeles, con escala en Miami, debía sentirse fatigada, aunque no lo pareciera, tal era su agilidad, a pesar de que apenas comenzaba a andar tras la reciente fractura de tobillo, que por más de tres meses la tuvo invalida, y con enérgico tratamiento para combatir la diabetes.

Pero al recibir la invitación, su médico opinó que le era conveniente un cambio y una movilización que le hiciera recuperar su agilidad y perder el temor de moverse y andar. Y así hemos visto que apenas utiliza la silla de ruedas, a no ser para largos trayectos. De todos modos, el descanso se imponía tras el largo viaje, y nos despedimos no sin concertar una entrevista para el siguiente día. Y allí estábamos, a la hora indicada, el fotógrafo, Luis Martínez Paula, de Bohemia y nosotros, con nuestro amigo Ernesto Ardura, que nos había expresado su interés por conocer a María Mantilla, por oírle lo que pudiera contarnos de Martí, y aun por acercarse a quien tanto representó en la vida del Apóstol.

En verdad fuimos afortunados en esa primera tarde. María se mostró locuaz y nos habló de Martí como si estuviera recordando sus palabras, como si en todo momento estuviera viéndolo. Ella era muy chiquita, y ya Martí la llevaba a salas de conciertos, y algunas veces a la ópera, porque su afición a la música era muy grande, y tenía excepcionales condiciones de crítico de arte. No siempre podía llevarla a la ópera que era espectáculo costoso; pero recuerda la primera vez que fue con él.

Representaban la ópera Carmen, interpretando el papel la gran cantante francesa Calvé, una de las mejores «Carmen» que se recuerdan. Nunca olvidó la impresión que le hizo, y cómo Martí le fue explicando toda la ópera, pues era grande el conocimiento que tenía del argumento y de los pasajes musicales. Siempre era lo mismo: como de todo sabía, sus explicaciones eran maravillosas.

Con frecuencia salían a caminar juntos, y de esos paseos conservaba algunas fotografías. Entre ellas hablamos de aquélla hecha en Bath Beach, en que están sentados en un banco, cerca de un árbol, Martí le había dicho que se estuviera inmóvil, pues una abeja la rondaba. Ella lo hizo, así, pero de todos modos la abeja la picó en la frente. Y para aliviarle el agudo dolor, fueron a una casa cercana, donde le dieron agua para que se pusiera en la frente. Y cuenta ella que Martí comentaba después, como aquella señora con su cabeza toda enmarañada de bucles que le recogían el pelo, cuando estaba en su casa, saldría después de paseo muy compuesta y bella, con lo que su lucimiento era para los extraños, y no para el esposo. Y agregaba que esa tarde, como casi siempre, Martí estaba escribiendo sus Versos Sencillos, y aprovechó el incidente de la abeja para recogerlo en una de sus composiciones. Y estando juntos esa tarde, había pasado cerca un fotógrafo ambulante, el que le hizo aquella fotografía que ella guardó como uno de sus tesoros, y que a pesar de ser un daguerrotipo, ha conservado bastante nítida la imagen.

De otra fotografía hablamos después, de aquella en que ambos están sentados en las gradas de un juego de pelota en Long Island. Entre ella y Martí aparece José María Sorzano, y en la grada superior Praxídes Soriano, Pilar Correa, madrina de su madre, e Isabel Mena, que eran todos de Santiago de Cuba y amigos de Martí. Esa fotografía había sido publicada en Cuba alguna vez, y se había dicho que una de las señoras que en ella aparecen era la madre de Martí. Pero no es cierto, nos dice, pues la madre de Martí, y antes el padre, fueron a Nueva York siendo ella muy chiquita, y apenas los recuerda.

Habíamos estado hablando de fotografías, y a nuestra pregunta de cuál era la que le parecía mejor de las muchas que existen de Martí nos contestó:

—Sin duda la mejor que representa a Martí, es la de Jamaica, de cuerpo entero, pues ese gesto de tener las manos detrás, era muy característico suyo. Y agrega: se paseaba muchas veces por la sala de la casa, o en donde estuviera, y yo lo recuerdo perfectamente, porque en ocasiones me dictaba, mientras se paseaba. Como ustedes saben, añadía, Martí escribía con tanta rapidez a veces lo que había escrito. Por eso yo le ayudaba tomándole su dictado, aunque siempre tenía que decirle que fuera más despacio, porque no podía seguirle.

—¿Y le acompañó usted algunas veces a los mítines políticos? Por supuesto, muchas veces, porque a mí me gustaba oírlo y a él que le hiciera compañía. Siempre aprovechaba la oportunidad para irnos a cualquier parte, y muchas veces me dijo que cuando terminara la obra que estaba haciendo, y a la que se puede decir que se había entregado por entero, él y yo nos iríamos a viajar, a recorrer el mundo. Otras veces decía que cuando terminara su obra, y Cuba fuera independiente, el que no quería nada para sí, ni ambicionaba nada, se iría a enseñar a los indios. Nosotros agregamos, completando el pensamiento de Martí —«que no pensarían que él querría ser cacique»—, pensamiento que escribió y dejaba ver la sospecha que ya le atenaceaba del futuro.

Pero no habíamos de dejar incompleta la pregunta. –¿Cree usted que los cubanos que le escuchaban, y que estaban pendientes de su palabra, con verdadera unión, como usted nos dice, entendían todo el significado de los discursos de Martí?

—Yo creo que sí lo entendían —nos dijo, aunque no muy segura de su respuesta, pues agregó: —si no lo entendían con las palabras, lo entendían con la emoción que Martí comunicaba a esa palabra. Ellos sabían lo que él quería decirles. Todos los que le oían se convertían a sus ideas, y muchos habían sido reacios.

Se nos ocurrió preguntarle si había puesto la escuela que Martí le aconsejó, en una de sus cartas, donde detallaba la manera como debían enseñar y les sugiere las materias y muchos otros asuntos demostrativos de su condición de maestro. A lo que nos respondió que Martí la había enseñado el francés que ella sabía, y la había guiado en muchos otros estudios, y a su muerte tuvieron la pequeña escuela que él les había aconsejado, por algún tiempo, con algunas pocas discípulas. Y con este motivo insistió en la manera singular que tenía de transmitir sus conocimientos y fijarlos en sus espíritus. Martí era impresionante por lo que sabía. Ella misma, pequeñita como era, no comprendía cómo supiera de tantas cosas, y de todas hablaba con dominio y seguridad. De música, de pintura, de literatura, era inagotable, y siempre sorprendente aun para una niña. Martí le decía que los libros eran sus mejores maestros, pues casi todo lo había aprendido en los libros. Aunque siempre hacía elogios extraordinarios de su Maestro Mendive, a quien le debía haber llegado a ser lo que era. Pero no por eso se consideraba superior. Creerse superior, le decía, es un pecado; todos somos iguales.

Se nos ocurrió una pregunta que a veces nos roía. Hablábamos de las contrariedades que había sufrido. Ninguna fue mayor, nos dice, que aquella angustiosa de los últimos meses de 1894, cuando se descubre, por la delación de un traidor el vasto plan llamado de Fernandina, donde había puesto todas sus ilusiones. No sabe cómo no llegó a volverse loco. Suerte fue que le rodeó la comprensión y la amistad, para ayudarlo a salir de las mayores y más penosas dificultades con que había tropezado en su vida. La amistad le salvó de la desesperación y le permitió cobrara nuevas fuerzas, oculto y cuidado en la casa de Gonzalo de Quesada para echarse por otros rumbos. Ella sabe muy bien cuán hondo fue su sufrimiento, y cómo a ése se unieron otros, por las dificultades materiales que impedían enviar las ayudas pedidas por todos. Quisimos entonces saber su opinión en algo tan penoso aún de formular, como era si creía que Martí, incomprendido y adolorido por la actitud de algunos Jefes, se lanzó al suicidio en la acción de Dos Ríos.

—¿Cómo es posible, nos dijo, que se haya pensado en suicidio? Nunca había sido más feliz —nos dijo— que bajo el sol de Cuba Libre. Sus cartas revelan esa felicidad. «Espérame mientras sepas que yo vivo», le había dicho. ¿Y es posible creer que por divergencias, que hubieran tenido solución, se lanzara al suicidio? Nunca lo creeré. María Mantilla creyó que el campo de la lucha no era su terreno para servir mejor a su causa. Lo creían también otros. Pero él le dijo siempre que no podía llamar a los cubanos a un peligro que él no estuviera dispuesto a correr también. Esa fue la razón que tuvo para venir a Cuba, y así podrá decirse que actuó de acuerdo con la misma nobleza que puso en toda su vida.

En la conversación varias veces habíamos tocado el punto de la disposición de Martí para enseñar, y de su afán en dirigir sus estudios. Era tal su empeño, que cuando comenzaron sus viajes a la Florida y a otros países de América, —viajes de propaganda tras la creación del Partido Revolucionario—, Martí le dejaba preparadas sus tareas para todo el tiempo que pensaba estar ausente. Y esas tareas las disponía con muy buena letra, para que ella pudiera hacer fácilmente sus labores. Lo que especialmente le interesaban eran sus estudios musicales, pues quería hacerla una buena pianista, y soñaba con sus conciertos. También las
clases de francés, idioma que sabía Martí muy bien, y su preocupación por el español, pues de no atenderse debidamente, corre siempre peligro de estropearse en un país extranjero. Del magnetismo personal de Martí, que era capaz de convertir a sus peores enemigos, de su mirada escrutadora, que penetraba en las almas y sabía lo que se ocultaba en el fondo de los seres, de los sacrificios continuos que hacía, —dación de todo a la causa de Cuba—, nos habla una y otra vez María Mantilla. Y de su trabajo que no tenía término en la oficina, en los consulados de varias Repúblicas americanas que ostentaba, en la clase de español de una escuela pública de New York, en la clase de La Liga, donde había encontrado sus mejores amigos, —Rafael Serra, los hermanos Bonilla, González y muchos otros. María nos recordaba que en las fiestas de La Liga ella participaba, llevada por Martí, interpretando distintas piezas al piano. Porque el piano, nos dice de nuevo, le proporcionaba a Martí uno de sus mejores momentos, y estaba muy al tanto de mis progresos.

Había una pregunta que hacer, porque importa mucho para lo que ha sido después nuestra República:

—¿Y Martí tenía fe en el pueblo de Cuba? Una gran fe, nos dijo. Él sabía que era un pueblo de hombres inteligentes y buenos, y que si se sabía guiarlo y darle con el ejemplo lecciones de superación, si se sabía gobernarlo con honradez y con amor, vencería todas las dificultades. 

Por eso, tenía fe en su República, cordial y generosa, por la fórmula del amor triunfante.

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