Fue el 18 de enero de 1934, tras el convulso final del llamado Gobierno de los Cien Días. Manuel Márquez Sterling, por entonces secretario de Estado del efímero presidente Carlos Hevia –sustituto a su vez de Ramón Grau San Martín–, dormía a pierna suelta en el Hotel Nacional, cuando lo fueron a buscar en plena madrugada para que asumiera de manera transitoria la presidencia de Cuba.
Era un formalismo, pero un formalismo necesario para que la República no quedase acéfala mientras aparecía en escena Carlos Mendieta, el elegido del embajador estadounidense Jefferson Caffery y de Fulgencio Batista, el hombre fuerte del ejército y verdadero mandamás de la Isla.
Al principio, Márquez Sterling se niega. Triste papel sería el suyo como mero puente entre Hevia y Mendieta, bajo la “atenta” mirada de Caffery y Batista. Sin embargo, tras la llegada a su habitación de representantes de diversas fuerzas políticas y de Federico Edelman, presidente del Tribunal Supremo, partidario de la “transición”, termina cediendo.
Cuenta Ciro Bianchi: “Los “patriotas” de la oposición proponen fórmulas cada vez más inviables y parece que la reunión no terminará nunca. Cortan la electricidad y cunde el pánico entre los reunidos: recuerdan el cañoneo del hotel, en octubre del año anterior. Márquez Sterling no espera más. A la luz de las velas que los camareros traen de la sala Taganana, jura la presidencia ante el presidente del Supremo. Son las 6:10 de la mañana del 18 de enero. Será presidente hasta las doce meridiano del propio día. Un presidente accidental”.
Su peculiar mandato es, hasta el momento, el más corto de la historia de Cuba y uno de los tres asumidos por alguien nacido fuera de la Isla, pues Márquez Sterling había venido al mundo en 1872 en Lima, Perú, donde su padre era delegado de las fuerzas independistas cubanas.
Ocupar la presidencia, aun “accidentalmente”, sería –quizá– el pináculo de su larga carrera política y diplomática, como parte de la que, entre otros cargos, fue embajador en México y Washington. Una carrera no exenta de contradicciones, que le valieron –y le seguirían valiendo aún después de su muerte, en diciembre de 1934– críticas, particularmente desde la izquierda, pero en la que fue siempre defendió la soberanía nacional.
“Contra la injerencia extraña, la virtud doméstica”, es su frase más citada, al tiempo que también se recuerdan sus palabras tras firmar a nombre de Cuba el tratado con EE.UU. que supuso el fin de la oprobiosa Enmienda Platt. “Ya puedo morir tranquilo”, dijo entonces.
Sin embargo, si en algo coinciden sus contemporáneos y sus estudiosos posteriores, es en que Márquez Sterling es uno de los más grandes periodistas de Cuba. Estampó su firma en varias de las publicaciones más importantes de su tiempo, como Patria, El Mundo, La Nación, El Fígaro, El Heraldo de Cuba y El País, y, tras su muerte, se daría su nombre a la Escuela Profesional de Periodismo, primera de su tipo en Cuba y una de las primeras de Latinoamérica.
Autor de libros como La diplomacia en nuestra historia y Los últimos días del presidente Madero, comenzó en los ajetreos periodísticos en Camagüey, donde vivió parte de su infancia y adolescencia, y ya no podría desprenderse de esta profesión. Escribiría dentro y fuera de la Isla, lo mismo de ajedrez –deporte del que era un apasionado e incluso campeón en México– y literatura, que de política y la cotidianidad.
En El Mundo llegaría a ser jefe de Redacción y atacaría a la Enmienda Platt, a la que consideraba “una perfidia y una torpeza”. Su columna en La Nación hacía que se agotara la tirada y se imprimiesen miles de ejemplares más. Fue tal su repercusión que llegó a decirse que se trataba de un periódico para un artículo y no de un artículo para un periódico.
Con su prosa y su estilo dejó una impronta en el periodismo de su tiempo, en particular en géneros como la crónica, el artículo y la entrevista, en los que sentó cátedra.
“Supo manejar la ironía con gracia y desenfado y ahondó como pocos en la psicología del cubano de su tiempo. Fue maestro en las descripciones en una época en que el redactor debía llenar con palabras la ausencia de la fotografía”, apuntó sobre él el ya citado Ciro Bianchi, en tanto que Baldomero Álvarez Ríos destaca en su periodismo “el estilo claro, la prosa elegante, el tono elevado”.
Como ejemplo de su escritura, en particular sobre la literatura cubana, les dejo entonces con sus valoraciones sobre la poesía de otro gran escritor y periodista de la Isla, Emilio Bobadilla. Al polémico “Fray Candil”, contemporáneo suyo, lo defendería no ya como cubano, sino como poeta, en un texto en el que pone en evidencia el peso de la cultura para la labor periodística. Esa sería también otra de las enseñanzas de un hombre que merece, sin dudas, ser más conocido y estudiado en la actualidad.
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Los versos de Fray Candil
El poeta de Los Trofeos encontró en los versos de Emilio Bobadilla vestigios del habitual pesimismo de Campoamor. A mí se me antoja desatinada la observación y dicho sea sin el vano propósito de enmendar la plana a quien tan acreditada la tiene. Frías debieron ser las relaciones amistosas de Heredia con los poetas castellanos; borrosos recuerdos dejaron, de seguro, en su mente, las lecturas de nuestros genios; pocas horas empleó en deleitarse con la rimada metafísica del autor del Licenciado Torralbas. De no ser así las poesías de Emilio Bobadilla hubiéranle traído a la memoria la musa soñadora y airada de otros bardos españoles. No es el pesimismo, ni siquiera la humorada, abstractamente, quien define el parecido entre poetas; y figúrome no errarla afirmando que tampoco es fuerza de parecido entre artistas, ya sean poetas, prosistas o pintores, la práctica de un mismo género interpretado en un mismo sentido o influenciado por el mismo medio y las mismas emociones. El colorido abre abismos entre poetas de tendencias semejantes, hasta en aquellos que son imitadores de un solo modelo. Dos poetas escépticos pueden ir por rumbos diametralmente opuestos y las notas amargas de su escepticismo darles un carácter antagónico; enfermedades iguales tal vez, pero con síntomas diferentes; una sola pena, acaso que arranca lamentos desiguales; una sola sensación que lleva lágrimas a los ojos de uno y a los labios de otro sonrisas.
Sobre todo, para mí, si el verso en Campoamor es más espontáneo que en Bobadilla, en éste la idea es más profunda; si en el primero la visión artística es más universal, en el segundo es más firme. Lo que Campoamor tiene de candoroso, en Bobadilla es aticismo. Tienen, además, modos opuestos de apreciar la vida, modos opuestos de apreciar la poesía. Campoamor era acusado, y con bastante fundamento, de plagiar la forma luminosa de Víctor Hugo. Bobadilla es plagiario por modo distinto: es plagiario de sí mismo; ha plagiado en muchos de sus versos los arranques ardorosos de sus artículos humorísticos.
Bobadilla no es de aquellos poetas afamados que logran disfrazar sus sensaciones verdaderas con falsos ropajes de Damasco. Ateneo no podría acusarle, como acusaba a Anacreonte, de inventar estados de ánimo a que jamás se vio sujeto. Bobadilla en sus versos dice lo que en el alma rebosa, aunque para ello rompa con las bellezas del idioma o con el buen parecer de los timoratos. Sus extravagancias, que las tiene, responden a la fogosidad de su numen, y a veces figúranseme estallidos de un cerebro descontento de su propia obra. Expresa el dolor en todos sus versos, pero es un dolor que no tiene faces nuevas y que se manifiesta en todas las cuerdas de su lira; es un dolor que agita su alma constantemente y que le tiene en perpetuo insomnio divagando sobre las miserias de la vida que rodean al hombre. Todos sus versos parecen hechos para expresar una idea dilatada, inmensa, imposible de contenerse en los límites de un solo canto; una idea sola a la que el poeta dedica su existencia, su producción fecunda y original. Bobadilla ve todas las cosas a través de una sombra que no alcanza jamás a describir; sus puestas de sol tienen reflejos semejantes a sus noches de luna; su alma es honda y la ilumina en toda su profundidad la solemne idea que estremece sus nervios y arranca las quejas armónicas de su corazón.
En Bobadilla el realismo de la prosa caracteriza la forma del verso. Sus mayores rarezas consisten en rimar cuanto parece refractario a los encantos de la poesía. Sus alegorías son tan naturales que jamás podrían confundirse con el decantado simbolismo parisino. La imagen aparece en él simultáneamente con la emoción, mientras los simbolistas huyen de lo pictórico y quieren que el objeto sea visto sin enunciarlo, interpretando el lector, como observa Max-Nordau en Dégênérescense, la emoción propia. Locura y grande, buscar entre los poetas jóvenes de Francia el maestro de Emilio Bobadilla. Su poesía, como su prosa, es suya, no tiene los rasgos que se prestan, unos a otros, los poetas adoradores de una escuela misma. Habla de amores sin creer en la inmortalidad del amor. Sus accesos a la ciencia, de que da muestras cuando analiza en prosa, le hacen psicólogo en verso. Sus odios son como sus amores y acaso la idea predominante en toda su poética es la rima del desprecio, desprecio del espíritu y de la carne, desprecio de todo lo humano con negación y de todo lo divino: la quinta esencia del escepticismo que traspasa los límites de su época para ser, según la filosofía de Nietzsche, lo vulgar en siglos futuros. Él es el modelo de sus análisis: ha hecho un estudio de sí mismo tan completo que le basta para conocer a la humanidad toda.
Si algún crítico fustigara a Bobadilla por los prosaísmos en que incurre adrede, en mi sentir demostraría no entenderle. La poesía de esa prosa es tan intensa que llega a los corazones exquisitos con la ternura de frases dulces y sonoras. En cambio no podrá consagrarse, como los versos de Juan de Dios Peza y Manuel Acuña, en la memoria de las damas románticas. Sin embargo, para mí, las durezas de la forma, en Bobadilla, ejercen un poder sugestivo incomparable. El Nocturno que dedica al filósofo González Serrano, y que acaso sea para las gentes lo menos apreciado del poeta, es bellísimo y tiene, sin duda, reminiscencias del Nocturno de José Asunción Silva que tanto conmueve y que reproduce las trepidaciones de un alma desesperada. A decir verdad en el Nocturno de Bobadilla hay algo que se inspira en el Nocturno de Silva, caso único en que Bobadilla trae a la mente versos ajenos.
No son iguales, pero en cierto instante producen emociones semejantes. Habla Bobadilla de un perro tísico que
se encogía y alargaba sin ladrarme.
Y su sombra con la mía confundiéndose
como el lúgubre capricho
del pincel de un Goya histérico y borracho,
se alargaba y encogía
se alargaba y encogía
y de pronto separábanse creciendo
separábanse y huían
las dos sombras
las dos sombras de dos seres que vagaban.
Las sombras producen en Bobadilla sensaciones sentidas también por Silva. La visión es la misma y son ambas igualmente bellas, sobre todo, cuando el poeta colombiano canta:
Y tu sombra
fina y lánguida
y mi sombra
por los rayos de la luna proyectadas
sobre las arenas tristes
de la senda se juntaban.
Y eran una
y eran una
y eran una sola sombra larga
y eran una sola sombra larga
y eran una sola sombra larga.
Bobadilla es, ante todo, un poeta descriptivo admirable. Nadie como él dibuja en la estrofa los ojos de fuego de una mujer tropical; nadie como él esculpe en la rima sonora la Venus amada que delira en el recuerdo. Los paisajes de Bobadilla tienen un matiz tan original, tan bello, que remedan pinceladas de Velázquez y Murillo. Las olas del mar, en sus versos, tienen tal exactitud que se las ve saltar, que se las ve correr, que se las ve deshacerse en espumas…
¡Y es que todo ello refleja el espíritu del poeta, el fuego de sus pasiones, la estética de sus ansias de artista, los colores vivos de la paleta que lleva en el corazón al correr de sus ideas que fluyen y refluyen en un océano de sentimientos! Liras hay hechas de alas de mariposas; liras hay hechas de cascabeles; liras hay hechas de flores; y sus cantos son como las mariposas fugaces, como los cascabeles agudos, como las flores fragantes… Pero esta lira, la lira del poeta que titula sus versos Vórtice, es misteriosa, invisible; se siente a veces que ruje como el mar, que ruje como la tempestad, y sus armonías recogen en la braveza de sus sonidos todos los cánticos que expresan el dolor, los lamentos de las almas enfermas y los bramidos que se lleva, en sus embates, amores y alegrías y deja una gota de hiel y una lágrima sobre el corazón helado…