Pa(i)sajes de tren

El tren del Mariel contado por sus pasajeros y su tripulación; pensamientos que interrumpe el silbato y la historia de una foto que no llegó a ser.

Niño saca la cabeza por ventanilla de tren en Cuba. Foto: Jorge Ricardo.

Foto: Jorge Ricardo.

Ir hasta allá siempre ha sido un dolor de cabeza porque desde aquí no va nada, salvo la 43, que te deja en Barbosa. Tener familia en Cangrejera es casi como tenerla en Yateras, porque los ves de Pascuas a San Juan. Hace poco descubrimos que hay un tren que pasa por Punta Brava y de ahí hasta Cangreburguer —como le decimos recordando el centro de trabajo de Bob Esponja— se llega caminando. La primera estación queda en Tulipán, a solo unas cuadras de casa.

El primer viaje en el tren del Mariel fue una aventura. Parecíamos turistas bobos examinándolo todo con asombro. La gente nos miraba intrigada sin sospechar que estábamos en nuestro propio barrio y que nos dirigíamos a ese fin de mundo que cariñosamente también llamamos La Cangreja.

El pasaje cuesta muy poco dinero y la terminal está linda y limpia, quizá un poco mustia para nuestro gusto mitad friki y mitad folclórico. No le vendrían mal a las paredes unos girasoles o unos grafiti. Tal vez algo underground o algo cheo, pero definitivamente más alegre. Lo que está claro es que la alegría de la gente no está en la decoración, sino en la posibilidad de llegar a su destino de forma rápida y barata. Y eso, en los viajes que hicimos, comprobamos que funciona bien.

La estación se llama 19 de Noviembre, pero le dicen Tulipán. Generalmente son dos trenes: uno de Artemisa y otro del Mariel. Cuando hay una rotura, se reajustan los itinerarios para que uno solo haga los viajes a ambos destinos. Hay gente que baja y gente que sube en 100 y Boyeros, El Cano, Punta Brava, Bauta, Caimito y Guanajay.

En el tren viajan personas de todo tipo: están los que van a visitar a sus familiares “del campo”, los que trabajan allá, los que llevan cosas de la Cuevita para revenderlas por aquella zona, los que van a comprar un puerco en pie, los que cambian ropa por malanga y por queso blanco, los que van de excursión al La Presa de la Coronela y los entusiastas ferroviarios como nosotros. Sea cual sea el motivo del viaje, lo singular es que todos parecen disfrutarlo.

Hay una parejita que lleva una laptop en las piernas y están viendo el segundo capítulo de La Casa del Dragón. Hay una madre que le enseña a su hija un libro de cuentos y otra que le grita a su niño: “¡Muchacho, entra la cabeza!”. Un señor con un saco de latas echa una siesta y otro se va dando unos cañangazos para hacer el viaje más divertido. Una mujer juega Candy Crush y otra se quita los rolos y se pinta para llegar bien linda. Una pareja medio tiempo lleva dos maletas retractiladas y, por lo que hablan, parece que llegaron de afuera. Otra pareja lleva un cake amarillo y otra llama por teléfono a su hijo y le gritan que ya están llegando. Por lo que escuché, vienen del interior.

Anciano y niña en el tren del Mariel. Foto: Jorge Ricardo.
Foto: Jorge Ricardo.

Siempre hay gente indescifrable. No se sabe qué estarán pensando ni qué irán a hacer. Personas que no llevan celular en las manos, ni libros, ni crucigramas, ni flores, ni palomas pintas en un bolso, ni bártulos con juguetes plásticos, ni rositas de maíz. Gente rara que solo mira por la ventanilla como si viera una película de Konchalovski. Miran profundo los quimbos del basurero de 100, a las montañas de jabas de nailon con nuestros desechos que el viento hace ondear como banderitas. Miran las casas de los “ilegales” y no se sorprenden ante su extraña arquitectura: una puerta de carro, una ventana de zinc, un pedazo de teja, una cortina de saco, una caja de refrigerador y unas cuantas pencas que el sol hace brillar como si fueran techos de oro. Yo me asombro con esos rostros lívidos que van en el tren y de los paisajes que van quedando atrás.

Pero en el tren no se puede pensar en un solo tema, porque el movimiento te lleva a muchos lados y el silbato te desvía de los pensamientos largos. En uno de los viajes hasta Punta Brava me pregunté quiénes eran los encargados de mantener los vagones limpios y la puntualidad tan exquisita del tren del Mariel. La tripulación la componen: el maquinista, que se encarga de la conducción de la locomotora, el conductor, que es el jefe del tren, el auxiliar de maquinista y dos auxiliares del conductor que realizan el resto de los trabajos.

Esta tripulación tiene una pauta de 15 x 15. Trabajan dos semanas y descansan igual cantidad de días. Luego hacen la rotación con el otro equipo. Cualquiera diría que es un vacilón descansar quince días; pero para ellos es duro, porque son de San Cristobal y tienen que quedarse albergados en un motelito en Angosta, lejos de su familia. Como todo trabajo, tienen sus pro y sus contra.

Son un equipo unido, que se conoce, se respeta y se quiere. Al terminar el servicio diario, en la Estación de Angosta, hay compañeras que se encargan de limpiar el tren todas las tardes. Para hacer el relevo cada quince días se entrega la locomotora limpia y el cambio de la tripulación se hace con mucho rigor.

“Cuidamos mucho la locomotora, porque es la que brinda el servicio a la población y la que nos da trabajo. Es la que nos da el dinero y la que resuelve el problema de la gente que necesita transportarse a esos lugares, porque sabemos que por otras vías es casi imposible hoy día”.

Así habla Pedro González, quien lleva treinta años trabajando en los trenes, y le encanta. “Por eso es que estoy aquí. De no ser así, ya me hubiera ido a otro lado”. Habla con una elegante parsimonia y mira atento por la ventanilla porque se acerca la parada de El Cano y ahí siempre se sube una mujer con dos niños y un perro.

Tren del Mariel en Cuba. Foto: Jorge Ricardo.
Foto: Jorge Ricardo.

Pedro es auxiliar de conductor y llegó a los trenes por tradición familiar. Desde niño le gustaban mucho porque su papá era maquinista y tenía un hermano conductor y otro auxiliar de maquinista. Me cuenta con mucha nostalgia que, en una época, la tripulación fue de padre e hijos. “Aquí pienso retirarme, ya solo me quedan siete años”. me revela y se ríe mientras mira hacia el fondo del vagón, como si encarnara una ilusión heredada por su padre y sus hermanos.

Cuando nos despedimos de Pedro, porque tenía que seguir trabajando, llegó Eusebio. Nos miró con cara seria, intrigado por tanta preguntadera y nos dijo: “Buenos días, yo soy el conductor del tren”. Después de brindarnos, muy profesionalmente, toda la información sobre el vehículo, su funcionamiento y el buen estado de las líneas, le pregunté si siempre le gustaron los trenes. No se esperaba la pregunta y no la tenía comprendida dentro de su discurso estructurado de jefe del tren. Entonces se le iluminó el rostro y nos dijo: “A mí lo que me ha gustado toda la vida, desde que nací, es ser músico”.

Empezó tocando en conjunticos callejeros y creía que ese era su futuro. Pero pasó el servicio militar en la Marina de Guerra en una lancha cohetera. Allí estuvo tres años de cohetero. Cuando salió, comenzó a buscar trabajo. “Yo soy del interior, de una zona que no es de pueblos grandes”. No tenía entonces muchas opciones, y encontró un trabajo como auxiliar de conductor. Pasaron los años y Eusebio se fue enamorando de la música de los trenes. Pasó la escuela de conductor y lleva más de cuarenta años en el mismo puesto de trabajo.

La otra música ha tenido que dejar de practicarla, aunque le gusta bailar bastante si va a una fiesta. En los trenes ha transportado combustible, contenedores, viajeros, caña, ha hecho de todo lo que se hace en el ferrocarril. Está contento y orgulloso de su experticia.

Aprovechamos la confianza, después de varios encuentros breves, para pedirle que organizara a toda la tripulación para hacerles una foto. Nos preguntó si éramos “particulares”. No nos esperábamos la pregunta y tampoco la teníamos comprendida dentro de nuestra charla jovial y cariñosa. Casi nos tocaba bajar del tren y le dijimos que sí, que éramos “independientes”. Hizo un mohín y nos explicó, con mucha pena, que no podían salir en esa foto, porque a la jefatura podría no gustarle eso.

Solo queríamos tener un gesto amable y de gratitud hacia el equipo de trabajadores que “ostenta” —como dirían las arengas de la jefatura— la medalla José María Pérez Capote, por el servicio de más de veinte años en el Ministerio del Transporte. Queríamos que la gente viera más allá de los lustrosos asientos del vagón, a los hombres que trabajan día a día por mantener el tren sobre las líneas.

Le dimos las gracias y nos bajamos sin la foto que queríamos. Camino a Cangrejera nos preguntamos qué haría Eusebio en sus quince días libres, lejos del ojo mágico de la jefatura. Y lo imaginamos bailando con los Van Van, La Aragón, Pupi y La Revé, reviviendo su sueño musical.

 

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