“Wait a minute”, dice la mujer y avanza veloz, dando salticos en puntas de pie, hasta donde Benny Moré contempla inmutable a sus visitantes. Toma la mano derecha del cantante y mira a la cámara con una sonrisa triunfal, feliz por tomarse la foto infaltable en un lugar infaltable de Cienfuegos.
Minutos antes, la mujer había desembarcado de un enorme ómnibus junto a otra veintena de turistas, a unas cuadras del Benny en el Paseo del Prado cienfueguero. A medida que se acercaban, la guía les iba contando sobre aquel ante el que se detendrían en instantes, el legendario músico retratado en la escultura de bronce más fotogénica del centro sur de Cuba.
Los visitantes, canadienses quizá, o estadounidenses llegados en un crucero, asentían ante cada frase, como si de veras aprehendieran algún sentido profundo de aquella explicación exprés, estilo Wikipedia, o tal vez como disimulada indiferencia ante el prontuario básico de Bartolomé Maximiliano Moré, el lajero de voz prodigiosa, que les recitan mecánicamente.
En cuestión de minutos conocieron, por una sucinta biografía, que el Benny había nacido en Santa Isabel de las Lajas, que mereció el apelativo de “El Bárbaro del Ritmo”, que les cantó a varias ciudades de la Isla pero que Cienfuegos –esa que en un mes cumplirá 200 años– era la que más le gustaba, que triunfó dentro y fuera de Cuba al frente de su Banda Gigante, y que murió apenas a los 43 años por culpa de una cirrosis hepática.
Y también: que su escultura la hizo José Villa Soberón, el mismo autor del Caballero de París y el John Lennon de La Habana; que mide 1,82 metros como Benny Moré, que viste el traje ancho y el sombrero que acostumbraba a usar el músico, y que, muy importante, tocar la punta del bastón que lleva bajo el brazo dicen que buena suerte. Por eso, de tanto roce, luce más brillante.
Finalmente, los turistas vuelven a asentir, al parecer admirados, y se apuran a llegar junto a la escultura, a tocar la punta del bastón y tomarse fotos sonrientes, salvo unos pocos escépticos o desanimados, que de esos nunca falta. La guía también sonríe, comprensiva, casi maternal, hasta que el tiempo, ese aguafiestas que es también oro, rompe su celofán encantado, y la guía sopla su silbato, hasta ahora en silencio, y anima al grupo, casi ordena, a regresar al ómnibus.
Entonces, solo entonces, la mujer que había esperado en un banco mientras los demás se fotografiaban, dice “Wait a minute”, y avanza veloz, dando salticos en puntas de pie, hasta Benny Moré. Toma la mano derecha de la escultura y mira a la cámara con una sonrisa triunfal. Un cienfueguero que pasa se detiene un momento a mirarla, como un turista más. Solo un momento. El clic y el silbato de la guía ponen fin a la escena.
***
El barco se acerca lentamente, como si arrastrase cadenas. Lo vemos venir desde la orilla de enfrente, en Pasacaballo, con la paciencia de un condenado a las 3:00 de la tarde. Tal vez porque son las 3:00 de la tarde.
Mientras se acerca al pequeño embarcadero del Castillo de Jagua –el pueblo, no la fortaleza–, el grupo que espera rompe su marasmo y se va haciendo más y más compacto en torno al punto de atraque.
La mayoría son lugareños, gente del pueblo que irá a Cienfuegos o gente de Cienfuegos que estaba en el pueblo, pero también hay varios turistas, alrededor de una docena, que visitaron el Castillo –el pueblo y también la fortaleza– y almorzaron filete de pescado o enchilado de camarones, y tomaron cerveza y café criollo en alguno de los restaurantes privados del lugar.
Los turistas, con su calma y su llenura de turistas, no se apresuran a ocupar la vanguardia. Solo sacan su peso convertible para pagar el pasaje –para los lugareños cuesta un peso cubano– y se acomodan en la periferia del grupo. Por eso, cuando el barco llega y se produce el rápido intercambio de personas que suben y personas que bajan, están entre los últimos en subir y, también, entre los últimos en alcanzar asientos. O entre los primeros en no alcanzar.
Solo que, a diferencia de los cubanos que no alcanzan, no lo toman a mal. Se sientan en los escalones interiores o van hasta la popa y se tiran al piso o se apoyan en las barandas, dispuestos a disfrutar del paisaje. Incluso, algunos que sí alcanzaron asientos no duran mucho en ellos y cuando el barco arranca pesadamente, se levantan cámara en mano en busca de un mejor sitio para fotografiar la bahía.
Los lugareños, acostumbrados a estas invasiones periódicas, no les prestan demasiada atención, como tampoco la prestan al entorno. Para ellos, es el mismo paisaje día tras día: el mismo mar con los mismos peces, las mismas gaviotas y alcatraces, los mismos cayos y paradas en los que el barco se detiene y luego arranca como con hipo, los mismos botes y veleros que pasan a su lado con otros turistas, más aventureros o adinerados, los mismos edificios que van creciendo en la distancia hasta el muelle final.
Los turistas, en cambio, lo quieren ver todo, fotografiar todo, capturar todo. Pasan todo el viaje por la bahía de Jagua caminando de un extremo al otro del barco y apretando el disparador. No les interesa que la bahía sea de bolsa o cartucho, ni que tenga tantas o más cuantas caletas, cayos y ensenadas, sino el contorno de sus costas, la paciente faena de los pescadores, el impudor de los pelícanos frente a sus lentes, la vista de Cienfuegos que se acerca en la tarde.
Disparan, disparan, disparan, y cuando tienen lo que querían, enfundan las cámaras, cargan sus mochilas, y se disponen a esperar la llegada. Entonces los lugareños, hasta ese instante imperturbables en sus asientos, se activan como muelles y, cuando el barco finalmente atraca, salen raudos con sus jabas, sus cajas y hasta sus bicicletas. Los turistas, en cambio, con su calma y su condescendencia de turistas, se hacen a un lado y los dejan pasar. Luego, satisfechos, se pierden lentamente en la ciudad.
***
Bolsos, sombreros, pulóveres, tallas de madera, collares, vestidos, banderas cubanas, llaveros, maracas, muñecas de trapo, y más, se apiñan en las mesas y quioscos de la calle Santa Isabel. Los vendedores se esconden bajo grandes sombrillas o se sientan detrás, esperando a la sombra la llegada de algún posible comprador. Que apenas llega.
“Esto está lento hoy”, me comenta uno de los vendedores, un joven con sombrero y camisa de mangas largas para protegerse del sol. Me vio llegar en short y sandalias y me tomó por extranjero, pero rápidamente le enmendé su error. Igual me muestra lo que vende, souvenirs y otros productos habituales en cualquier punto de venta para turistas desde Viñales hasta Baracoa.
“Ayer era un mejor día –me dice–, por el crucero. Pero el barco se fue tempranito, y hay que pescar entre los que quedan. Veremos qué cae en el jamo.”
En una tierra de pescadores, la metáfora es exacta.
Santa Isabel, también llamada 29, es una de las arterias principales del Centro Histórico y también una de las favoritas de los visitantes. Una auténtica zona de pesca. Si hay turistas en la ciudad, y siempre hay, en algún momento pasarán por allí. Nace cerca del Muelle Real y pasa frente al Parque Martí, dibujando uno de los trayectos más turísticos de Cienfuegos, una urbe bicentenaria con varias casas de renta por cuadra y “paladares” con precios como los de La Habana.
Los extremos de la calle son, sin embargo, las verdaderas atracciones.
El Muelle regala una postal única de la bahía, de su maridaje con la ciudad. Es varios sitios repartidos en uno, un pequeño universo que comparten lugareños y visitantes, donde se besan los enamorados, los turistas leen sentados en los bancos, los amigos conversan en el suelo, y los pescadores lanzan sus anzuelos al mar a la vista de los pelícanos.
Todos esos mundos, en apariencia dispares, pueden colisionar entre sí sin explosiones fulgurantes. Una pareja de turistas puede bajar hasta el suelo, a conversar interesada con algún pescador, o dos enamorados compartir con sus amigos en los bancos abandonados por los turistas. Como en las matemáticas, todas las combinaciones son posibles.
El Parque Martí, mientras tanto, es el corazón de Cienfuegos. Nadie se marcha sin escuchar sus latidos. No se trata solo de los hermosos edificios que lo rodean –el Palacio de Gobierno, la Catedral, el Teatro Terry, el Museo Provincial–, sino del propio parque, de la amplísima extensión pavimentada con sus estatuas, sus árboles, sus fuentes, su Glorieta, sus leones de piedra y su Arco de Triunfo.
Los turistas van hasta él como moscas a la luz. Resulta inevitable. Quienes viajan en grupos tienen allí una parada obligada, guía mediante. Quienes andan solos, igual terminan frente al monumento a José Martí, atrapados en la red de calles rectas, de manzanas perfectamente cuadriculadas, que tarde o temprano conducen hasta este lugar.
En una de sus esquinas está el Palacio Ferrer. Muchos suben hasta su terraza, pero no todos lo hacen –a través de una escalera de caracol– a su torre, un mirador de dos niveles que ofrece una vista en 360 grados de todo Cienfuegos: de la bahía, los barcos y la costa; de los edificios cercanos y lejanos; de los techos y sus tanques de agua; del propio Parque Martí.
Para quien ya ha desandado la ciudad, esta torre es como un Aleph cienfueguero, un resumen de lo vivido. Para quien aún no ha ido mucho más allá, es un prólogo perfecto para lanzarse a caminar, una invitación a lo posible. Por eso, a pesar de cualquier vértigo, cuesta abandonarla.
Los más intrépidos intentan una pose y se hacen un selfie, los más sensibles tratan de atrapar todo el paisaje con la mirada. Pero todos bajan con Cienfuegos grabada en la retina. Y así se marchan.
La realidad vista atravez del lente de un profesional. Deseo ver más de tu trabajo. Tu fotos inspiran amor, sencibilidad y sobre todo humanidad. Con tus fotos he aprendido más de la vida de nuestra gente. Gracias hermano, gracias oncuba.