Mi nombre es Arneldy Cejas Herrera y soy titiritero del grupo de teatro La proa. En mi familia no hay ningún artista, mucho menos titiriteros, pero tuve dos abuelos maternos campesinos que me regalaron vivencias útiles para mi vida de creador. Mi abuela me hacía cuentos, décimas e historias de guajiros y del campo. Unas veces inventadas y otras muy serias, que despertaban mi imaginación. Sentada ante su máquina de coser, sin proponérselo me enseñaba a coser, mientras hablaba. Gracias a eso hoy puedo hacer las ropas de mis títeres.
Mi abuelo hacía maravillas con sus cuatro herramientas, tenía habilidades manuales asombrosas. Mi primer títere de juguete fue una vaca. Cuando de tanto usarla perdió la ropa de tela, él le hizo un cuerpo de madera y la convirtió en un buey con carreta y todo. Ahora en mi nueva obra yo hice una carreta igual a aquella. Han pasado muchos años pero el recuerdo siempre me regresa a la infancia, de ella me alimento cuando quiero ser niño nuevamente.
Aunque mi título de graduado dice: “Actor de teatro para niños y de títeres”, me siento titiritero, ya que durante mis 21 años de carrera profesional han sido más los trabajos que he realizado con muñecos que sin ellos. Los títeres me han atrapado. La mayoría de los titiriteros puede actuar en cualquier género pero no cualquier actor puede ser titiritero. Es una especialidad. El titiritero debe saber dominar su cuerpo, su voz, sus emociones y, además, poder trasmitirlas al cuerpo inanimado de un objeto, convertirlo en un títere vivo.
De niño, cuando vivía en Cabaiguán, quería ser artista de circo. Eran los cirqueros los únicos artistas que visitaban mi pueblo cada verano. Yo veía las funciones una y otra vez. Luego, cuando se iba el circo, armaba mis propias carpas y montaba mis números de payasos, de trapecios, de magia, junto a mis amiguitos del barrio. El desaparecido Circo Atenas, de Matanzas, era el que más nos visitaba. Estudié Agronomía aunque sabía que no era mi camino. Comencé haciendo los carteles de promoción de las obras en un grupo de aficionados al teatro, en la ciudad de Matanzas. Luego el grupo de teatro Papalote necesitaba un rotulista y para allá fui, a sugerencia de una amiga. Papalote fue mi gran escuela. De rotulista pasé a tramoyista, luego atrezista y, finalmente, me evalué como actor. Afortunadamente ese tránsito me hizo comprender mejor el mundo del teatro.
Los títeres tienen la ventaja de hacer cosas que ni el mejor actor puede lograr, como por ejemplo arrancarse la cabeza, descomponer su cuerpo, crecer de momento, achicarse, transformarse en lo que se desee, usar animales de todo tipo y hacer que hablen, que se comuniquen… esas posibilidades hay que aprovecharlas. Además producen la magia de la sonrisa de los niños, que es el aliento y el impulso para salir a escena, incluso cuando no tengamos ganas.
Aunque trabajar con muñecos parezca un juego en el que, en escena, nos convertimos en cualquier personaje, lo hago con la mayor seriedad y el mayor respeto del mundo. Después de mi familia no hay nada más importante para mí. Yo mismo diseño y construyo las escenografías y los muñecos de todas las obras de mi grupo, así que más que un artesano me siento el padre de esos muñecos. Cuando los estoy gestando no hago más que pensar en ellos hasta que los termino y, una vez terminados, los cuido y defiendo como un padre a sus hijos.