La ciudad también podría ser contada por sus puertas. Ellas, como nosotros, heredan del tiempo arrugas, achaques, dolores y, justo como nosotros, intentan maquillarlos, aunque no siempre lo consigan.
Sus cicatrices narran las victorias y las derrotas de la gente, en una suerte de amasijo de carne y madera donde es muy difícil encontrar el inicio o el final. Sí, terminan por parecerse un poco a sus dueños. Sí, terminan por añadir a la banda sonora de la ciudad unas notas agudas, de bisagras herrumbrosas o unas graves, de portazos coléricos y vientos arremolinados.
Pero, a diferencia de sus habitantes, tan dados a cambiar de sitio, las puertas permanecen. Se quedan a cuidar lo que en el interior crece, ya sean sueños o desesperanzas. Fieles a su encomienda, tratan de establecer los límites entre lo público y lo privado; entre lo legal y lo ilegal; entre lo ajeno y lo entrañable.
Al final, todo, o casi todo, podría ser definido por una puerta. Incluso nosotros. ¿Somos de los que las abrimos o de los que las cerramos?