I
Blonde no es un filme biográfico, un biopic (biographical picture), sino algo bien distinto: la ficcionalización de una vida a partir de la novela homónima de Joyce Carol Oates, que aquí no voy a discutir. Este es el botón de ignición a la hora de emprender cualquier acercamiento al filme del director neozelandés Andrew Dominik que acaba de estrenarse en Netflix el pasado 28 de septiembre. Advertirlo supone avisar al lector sobre una especie de carta blanca para fabular que, al final de la jornada, termina como el gran talón de Aquiles de un filme genéticamente torvo, brusco y viscoso acerca de la dualidad Norma Jeane/Marilyn Monroe (MM), uno de los iconos más poderosos de la cultura popular estadounidense de todos los tiempos.
En 1984 el director Milos Forman pudo fabular/ficcionalizar en Amadeus con la figura del músico Wolfang Amadeus Mozart imaginando/proyectando zonas de sombra e incluso de envidia y criminalidad sobre el compositor italiano Antonio Salieri (1750-1825), hecho sin mayores consecuencias sobre los receptores, excepto naturalmente en los casos de conocedores, estudiosos y musicólogos. Pero en Blonde se ha cometido la pifia de tratar de hacer lo mismo con un mito viviente, leído, investigado, interpretado y sentido desde prácticamente todos los ángulos posibles, un freno a la asimilación social positiva de los presupuestos con los que opera el filme.
Dos de esos presupuestos lastran, a mi juicio, la propuesta que nos entrega Dominik después de un largo proceso de laboriosa gestación y hechura de su filme. El primero es el exagerado peso que le concede a constructos psicologizantes que terminan por distorsionar, a veces de manera grotesca, a una figura como MM, difícilmente reductible a un padre desconocido, una madre con esquizofrenia paranoide y tres maternidades frustradas. El mal es de fondo: el propio realizador ha reconocido sin ambages que “no estaba interesado en la realidad sino en las imágenes“, y que “hay muchos procesos psicológicos que están dramatizados en Blonde, muchas ideas lacanianas y freudianas“…
El segundo se origina en la traslación al celuloide del Me Too a la hora de exponer a una MM victimizada por la cultura patriarcal y tenida como objeto del deseo, es decir, en la idea de que era solo un pedazo de carne, vehiculada en una escena en la que dos individuos la arrastran contra su voluntad al templo del sexo. Esto mismo conduce a otros momentos lamentables, acaso ninguno tan mal facturado como la felación del presidente, lo cual para colmo se produce en un cuarto con la puerta abierta y con un miembro del Servicio Secreto a la entrada y rodeado de verdaderos pastiches fálicos (¡horror, horror, dizque Hitchcock!) como un cohete despegando en una pantalla de TV al otro lado de la cama. Sin dudas uno de los lastres de la entrega, pero no por consideraciones éticas o morales, sino por su maniqueísmo y torpeza.
Y también sin dudas una acción que, junto a desnudos prescindibles y escenas de violencia sexual, debe haber aportado bastante para que el filme se clasificara NC-17 (No One Seventeen and Under Admitted). “La calificación más severa de la Motion Picture Association se conoce desde hace mucho tiempo como un asesino de taquilla y un regalo publicitario”, comenta una crítica, “pero esta película del director Andrew Dominik (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, Killing Them Softly) “no tiene que preocuparse por las entradas al cine. Después de todo, será vista principalmente por las personas en sus casas a través de Netflix”.
Pero hay más. El filme llega incluso a especular sobre la existencia de un triángulo amoroso de MM con los actores Charles Chaplin Jr. (1925-1968) y Edward Robinson Jr. (1933-1947), de lo cual no existe evidencia histórica. Tampoco la hay de que la madre de Norma Jeane intentara asesinarla al echarle la culpa de la separación del padre (el guión distorsiona declaraciones de Arthur Miller, quien una vez aseguró que la madre de MM había amenazado con matarla tres veces).
En breve, hay en este filme una verdadera licencia para matar a lo James Bond. Por esa madriguera de Alice in Wonderland cae. Y por eso termina presentando la imagen de una MM al otro lado del espejo.
II
Uno de los escasos méritos de Blonde es la actuación de Ana Celia de Armas Caso, una cubana nacida en 1988 y criada en el pueblito de Santa Cruz del Norte, a una galaxia de Hollywood, y hasta ahora solo conocido, si acaso, por su fábrica de rones. Es ya la nueva adquisición de la industria en filmes como No Time to Die (2020), donde interpreta el papel de una cubana agente de la CIA junto al James Bond de la hora, el actor Daniel Craig. O esa muchacha que trabaja junto a Keanu Reeves en Knock, Knock (2015). Con su actuación en Blonde, de Armas supera la labor de actrices que antes han encarnado a MM en el celuloide, en particular a Mysty Rowe (Goodbye Norma Jean, 1976) y Michelle Williams (My Week with Marilyn, 2011).
Y no es de poca monta haberlo logrado a pesar de su etnicidad, desafío que productores como Brad Pitt aceptaron desde el inicio. La decisión hay que verla en el contexto de un movimiento dirigido a romper los roles tradicionales de las minorías en Hollywood, en particular de los latinos o hispanos, visible en los protagónicos otorgados de un tiempo a esta parte a actrices como la española Penélope Cruz o la mexicana Salma Hayek y los españoles Antonio Banderas y Javier Bardem. De Armas en efecto no es ni estadounidense, ni bilingüe, ni bicultural y a pesar de ello le dieron la tarea de encarnar a uno de los mitos más poderosos no solo de Estados Unidos sino del siglo XX.
Pero el hecho de seleccionarla ha incidido de manera negativa sobre un sector de la crítica y sobre todo del público, en los que a veces resulta difícil separar el esencialismo clásico de los prejuicios antinmigrantes que caracterizan a buena parte de los Estados Unidos de hoy. Típicamente, el golpe se ha solido concentrar en la manera como la actriz cubana habla inglés, hecho que ciertamente no le marcaron ni por asomo a Mel Gibson cuando en Brave Heart hizo aquella extraordinaria caracterización de William Wallace, el héroe nacional escocés que por supuesto no hablaba American Standard English sino el inglés con la norma fonética y fonológica característica de Escocia.
Mi juicio sobre la cubana tampoco se sustenta solo en la caracterización física, magistralmente lograda por horas de maquillaje antes de la filmación, ni en la captación de los movimientos y la peculiar manera de hablar de MM en los escenarios (breathy speaking) gracias al trabajo de los couches, sino en algo que va más allá: la captación de los rasgos conductuales de una mujer que en vida, según Jane Fonda, “irradiaba luz y vulnerabilidad”.
Y por descontado que no hay chovinismo alguno en el aserto. Como botón de muestra, baste recordar que su labor actoral ha sido avalada por reconocimientos, nominaciones y premios para nada contaminados por el origen nacional, entre ellos el Hollywood Rising Star en el Deauville America Film Festival (2022), el de Mejor Actriz en un filme de acción, otorgado por Saturn Awards (2021), y el de Mejor Actriz en una Producción Internacional, del Actors and Actresses Union Awards (2020).
“Parece poseída por el espíritu de MM“, sentenció un crítico. Ana de Armas entró entonces a su protagónico por la puerta grande, a reserva de ser en un filme de esos que fue por lana y salió trasquilado.