Desde el último balcón de un edificio habanero, un letrero anuncia, en mayúsculas, que ahí vive Enrique Pineda Barnet. El cartel le añade color a la leyenda de un hombre que colocó a Cuba después de 1959 en la historia de los Oscar. La Bella del Alhambra (1989), aunque en su tierra no consiguió los esperados corales (Mejor largometraje y Mejor actuación femenina) y tuvo que contentarse con el de música y el de escenografía, resultó ganadora del Goya en Mejor película extranjera.
“Y todo eso provocó también envidias, rivalidades”. Sucedía, a juicio de Pineda Barnet, “lo que los viejos sabios me habían dicho muchos años atrás, al ganarme el Premio Nacional de Literatura Hernández Catá en 1953. Los que eran mis amigos se volvieron mis enemigos, mis contrincantes. Como me habían advertido los viejos sabios que entonces componían el jurado del Hernández Catá [Juan Marinello, Don Fernando Ortiz, Raymundo Lazo, Jorge Mañach]: cuando uno está en baja, todo el mundo le pasa la mano, le coge lástima; pero cuando uno gana una victoria, ya es más difícil aplaudirte. Celebrar tu victoria es más difícil y los que lo hacen son tus verdaderos amigos”.
A partir de 1989, la relación entre el cineasta –que había sido el primer maestro voluntario en la Sierra Maestra antes de la campaña de alfabetización, interventor de industrias, diplomático acompañante del Che en Punta del Este– y el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) se volvió tensa. El lugar donde le ofreció trabajo Julio García Espinosa a comienzos de la Revolución Cubana y que, sin embargo, él no creía merecer, dejó de sentirse como hogar en la década del 90.
Desde entonces, veintisiete años y un puñado de películas han transcurrido (Angelito mío, 1998; La Anunciación, 2009; Verde verde, 2010, y algunos cortos). “Y ahora, en el 38vo Festival de Cine, me anunciaron que me iban a dar el Coral de Honor por la obra de la vida. Dije: ‘es el momento de resarcir, de curar las heridas que se hicieron antes’. Puse mi condición inmediatamente: ‘Yo voy a recibir el premio si me lo entrega Beatriz Valdés’, y el Festival invitó a Beatriz. Fue un regalo. Son satisfacciones inmensas porque en aquel momento cuando se le negó el Coral a la Mejor actriz, el público pidió justicia a coro y Beatriz, con los ojos aguados, dijo: ‘No se preocupen, todos ustedes son mis corales’. Ahora estamos sanando una herida de veintisiete años y eso nos sirve de consuelo, hoy que seguimos cometiendo errores, que seguimos haciendo leña del árbol caído, de la gente buena, brillante, que existen celos, envidias, persecuciones, censuritas, y todo tipo de cosas mediocres del ser humano que un día se resarcirán, un día decidirán los corales”.
Usted habla de censuras y persecuciones. ¿Cuál es su criterio en relación con las polémicas que ha generado la censura del largometraje Santa y Andrés?
Me parece una película extraordinaria, revolucionaria de verdad, digna, patriótica. Cuando la gente quiere ver mal, ve mal. Cuando la gente quiere generar intriga… lo hace. Ahí no hay nada. Hay que ver la película como lo que es: un acto revolucionario desde el arte, de denuncia de un momento. Además, los realizadores son dos jóvenes muy revolucionarios, muy limpios, incapaces de hacer algo que dañe la Revolución, a tal punto que se han negado a crear una atmósfera negativa. No, ellos quieren defender la película, pero desde posiciones de la Revolución.
En ese sentido, ¿cómo valora la gestión del ICAIC, teniendo en cuenta que las demandas de los cineastas a veces se extienden más allá de los marcos de la institución, a productoras independientes?
¿Y una productora independiente es un más allá? Yo no creo que una productora independiente sea un más allá. Hay muchas cosas que tienen que ser independientes para poder desarrollarse. Si ahora yo tengo que asociarme a una institución para escribir un poema… qué tontería. Hay cosas elementales.
Sí, pero a diferencia de la literatura, que es un arte que se produce en solitario, el cine funciona como industria, requiere de dinero y de equipamiento…
Por eso, si tú no encuentras un productor independiente que te dé plata, no puedes hacer la película. Yo creo que tenemos muchas instituciones alrededor nuestro, simpatizantes incluso de la Revolución Cubana que están dispuestas a ayudar, a apoyar nuestro cine.
¿Usted diría que ese es un fenómeno nuevo?
No, eso es más viejo que yo. ¿Qué hemos hecho con Televisión Española, con Ibermedia, con otros?… Con los únicos que no hemos hecho coproducciones es con los de la industria de Hollywood.
Sin embargo, algunos cineastas recurren a productoras independientes o crean sus propias productoras porque a veces no consiguen el amparo necesario de la industria cinematográfica cubana. ¿Qué opina sobre una Ley de cine que incluya a esas productoras?
En todas partes o dondequiera que haya un cine desarrollado, serio, tienen su Ley de cine. Hace falta una Ley de cine para promover el cine cubano, para que vengan productores a dar, a poner dinero en el cine. Eso es lo que desarrolla una cinematografía.
En Cuba existen regulaciones que de alguna manera sirven como lineamientos para regir la producción cinematográfica…
Pero claro, eso es elemental. Si voy a hacer una casa, tengo que saber cómo hacerla, las bases. Todo tiene sus leyes, todo debe tener sus leyes, sus regulaciones…
¿Considera que aquí están lo suficientemente explícitas?
Yo no te sé decir, ya yo me cansé de oír el mismo bla bla bla hace muchos años. Ya no tengo ganas de oír. Tienen que acabar de hacer la Ley de cine y punto. Hay mucha gente que sabe cómo hacerla.
¿Nos ofrecería una especie de top de las películas cubanas más importantes del cine contemporáneo?
Cada cual en su tiempo y en su época. A mí me parece que son imprescindibles películas que ya hemos visto, que mencionamos siempre, como Memorias del subdesarrollo, Lucía, Memoria del agua. Directores como Tomás Gutiérrez Alea y Humberto Solás, y otros muy silenciados que han muerto casi en el anonimato… Oscar Valdés, Sara Gómez –una de las mujeres iniciadoras–, Nicolás Guillén Landrián –de mucho talento, muy experimental, y que lo tildaron de loco.
Hubo épocas de películas que se hicieron extraordinarias por lo perseguidas que fueron, como Alicia en el pueblo de las maravillas. A veces el favor más grande que le hacen a una película es prohibirla porque entonces inmediatamente ese sabor atrae.
Pasa como en el amor, ¿no?
Sí, como cuando papá te dice no, pero te aferras y dices que ese hombre sí… De las películas más contemporáneas, me parece que las dirigidas por Daranas son muy buenas, las de Fernando Pérez son interesantes. Últimos días en La Habana es una película dura, muy dura, que hace quince años hubiera sido censurada. Las cosas cambian. Fresa y Chocolate abrió un camino para hablar de un cine diferente, de las diferencias, de la sexualidad. ¿Quién iba a hablar hace algún tiempo de la homosexualidad en el cine cubano? Yo mismo hice Verde Verde hablando sobre la homofobia, dura y fuerte. Y nada, ya hoy no es nada.
Es perceptible una saturación de esas temáticas en el cine cubano, ¿cómo lo ve usted?
A veces se peca de exceso de aburrimiento porque todo lo que se reitera demasiado, aburre. A mí no me gustan las cantaletas políticas, moralistas ni tampoco las cantaletas exhibicionistas.
Ahora estoy planteándome una película con el cineasta Carlos Barba (Mi virgen de la Caridad, Selección Oficial de Guión Inédito en el 36to Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana 2014) que tiene mucho de musical, pero también de drama, tiene de todo. No me gusta casarme con una temática ni con un estilo. Es mi virgen de la Caridad, mi visión. Los protagonistas son Beatriz Valdés y Héctor Noas, que todos dicen que es mi actor fetiche. Y no es que lo sea. Primero, lo quiero mucho, es como un hijo para mí, y es un actorazo, de una versatilidad increíble. Ahora está interpretando a un cosmonauta ruso en el espacio. Le traquetea…
Mi virgen de la Caridad es la historia de una devoción, una devoción ciega, consciente, convertida en pasión, en decisión, en lucha. Ya tengo el afiche, de Nelson Ponce. Un afiche precioso.
Resulta innegable su influencia en varias generaciones de cineastas. ¿Qué es lo más agradable de eso para usted?
Cuando me discuten me fascina, porque me discuten y me enseñan. Es saludable, a mí no me gusta el sí sí sí a todo. No. Me parece que el que le dice sí a todo muchas veces te está perdonando la vida. Quiere halagarte. Me gusta que la gente me diga “pero…”. Eso me hace pensar, me obliga a analizar, discutir.
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Ha hablado un Pineda Barnet puente entre generaciones, criterios, y todo cuanto haya de diverso en el mundo. Un Pineda Barnet que no esconde su morada y que mantiene las puertas abiertas –incluso para visitas como esta– aun cuando su nombre está estampado desde 1989 en la historia del cine.
Antes de que me vaya, saca un álbum de fotos y me las muestra. En algunas aparece dirigiendo, en otras actuando, o sencillamente viviendo la vida desde distintos roles. La luz se filtra desde el balcón y otra cámara atrapa este instante en una fotografía. Él sonríe.
Pineda relajese que esta entrevista no es para el Granma