Un cine lleno de gente es, a primera vista, un espectáculo de menor alcance que entusiasma a algunos y que otros denostan. Un espectáculo, por más encantos y desaires que lo asedien, de poca envergadura en sí mismo. A no ser que estemos hablando, por ejemplo, de la salita de Emmanuelle Mimieux, la hermosísima judía Shoshanna Dreyfus de Inglourious Basterds, en la que Hitler y Goebbels encuentran tiroteados la posibilidad de un destino ajeno. A veces, sin embargo, confluyen circunstancias independientes del suceso fílmico e, incluso, del suceso social, y el espectáculo, sin alcanzar a explicarse este extraño cariz, se mira desde fuera y se halla traicionado.
Supongamos que es sábado, en La Habana, en el Yara. Supongamos que son cerca de las ocho de la noche y adentro están pasando una película de Hemingway, o sea, claro, una película basada en un texto suyo. Otra cosa sería suponer demasiado. Supongamos que esta película forma parte de un ciclo de adaptaciones de relatos del escritor norteamericano y que la película en cuestión es The sun also rises, y que afuera está lloviendo a cántaros o que está cayendo, al menos, una llovizna pertinaz, supongamos que el que está adentro no se decide por ninguna de estas invaluables frases, en vistas de que no se ha asomado a la puerta. La película, somnífera desde el minuto 50 o 55, desde aquel momento y hasta ahora que está tocando casi el 120 no ha hecho otra cosa que recrear, repasar, rescatar los Sanfermines de Pamplona. Más o menos cosa parecida hace la novela que en 1926 catapulta al muchacho que dos años después comenzaría a venir a La Habana a pescar y a olvidar meterse un tiro en la boca, ya lo sabemos, pero uno pensaría que el arrebato exótico quedó superado si se trata de un cineasta que viene del mudo.
Supongamos que este es el caso y que una multitud -casi en su totalidad muchachos que han sacado a sus muchachas a dar una vuelta por 23, que acaban de salir de alguna matiné, del Tikoa o cualquier otra y corren a sacudirse bajo el portal del Yara la frialdad de los goterones, que ven que la cosa es para largo y le dicen entonces a sus muchachas, mima, mami, hoy sí vamos a entrar al cine- da media vuelta y le pide dos tickets a la taquillera. Y casi al final de The sun also rises, justo en el momento en que Ava Gardner le grita a Tyrone Power -impotente desde la guerra- que la lleve con él, que lo ama a él y no a Pepe Romero, el torero, el cine comienza a inundarse del implacable olor a lluvia que trae en las ropas y el pelo esta turba que va acomodándose en las innumerables filas vacías del Yara. Y cuando la voz en off dice, una generación pasa, otra generación viene y la tierra permanece siempre, ya estos muchachos están apretando contra sus pechos las manos de sus muchachas y prometiéndoles, en silencio, que esta vez no será así. De ningún modo.
Digamos que el que estaba adentro, hasta ahora, estaba más o menos a gusto. Solo en cinco o seis filas a la redonda, esperando la tanda corrida, con la linterna de la veladora haciendo guardia sobre su cabeza cada siete minutos, porque seguro andan estos masturbándose, piensa la veladora como una perra sabuesa, y no está bien masturbarse en el cine, grita mientras encaja la puñalada blanca en la nuca de cada uno y también en la pantalla, como si le pareciera oportuno, de paso, ver de una vez qué es lo que está ocurriendo allí. Pero la cosa pierde ahora el gusto para el que estaba solo en seis filas a la redonda y se le complica a la veladora. Y si uno fuera a explicar con precisión lo que sucede, tendría que enfrentar una verdad escandalosa: nadie, como una veladora, es capaz de tomarle el pulso al cine de ningún lado, al cine de ningún tiempo. La veladora tiene todo lo necesario en su cabeza: Cine del oeste: masturbaciones forzadas, cine asiático: masturbaciones espirituales, cine independiente: masturbaciones alternativas, cine cubano: masturbaciones espontáneas, cine negro: masturbaciones fatales. Lo tiene todo en su cabeza y sabe que Forajidos (The killers), que empieza ahora, es una de cine negro y que por tanto hay una mujer, un animal hermoso que no le hará las cosas fáciles. Pero no contaba con la lluvia la veladora y se le escapan estos muchachitos de cualquier codificación. Un altar debería hacerle el cine al clima en este país, masculla y asecha con la linterna desde el pasillo.
Supongamos entonces que esta es la escena y que ahora la acción se abre como un hilo, como un agujero, como la punta de un iceberg. La pantalla se pone azul y a la derecha se lee Blue-ray Disc. Instantáneamente comienza a correr la película de Robert Siodmak, la adaptación de 1946 de Los asesinos, y dos siluetas negras que antes atravesaban la noche dentro de un carro, doblan la esquina y cruzan la calle hasta una gasolinera. Los rostros son más bien graciosos, hechos para el temor, pero con una materia más inexplicable o más turbia quizás que el miedo. Caminan y entran a una cafetería, cada uno por un lado de la calle y cada uno por una puerta diferente. Cercan en esa operación el lugar, el pueblo, Brentwood, el refugio de Ole Anderson, el sueco.
Y todo el mundo sabe lo que pasa entonces en Los asesinos y si no lo sabe no tiene mucho sentido contarlo tampoco, sobre todo no hay muchas maneras de hacerlo. El caso es que un poco más tarde alguien corre hasta la habitación del hotel del sueco a decirle que quieren asesinarlo. Y en ese instante los muchachos olvidan que vienen de una matiné de 23, que sus cuerpos se habían restregado sudorosos y avasallantes durante un par de horas y hasta hace treinta minutos. Empiezan a entender que, en efecto, es una ironía del destino no poder tocarse, cuando se abre el abismo en la boca de Burt Lancaster: Hice algo malo una vez, dice Burt, y los muchachos entienden que Burt se dejará morir, que no desea otra cosa, que es inútil desear otra cosa, que no importa la aproximación de los cuerpos dos segundos antes, que si has hecho algo verdaderamente jodido, ya nada de eso importará. En el cine no persiste nada, ni siquiera el jadeo de la veladora. El pánico se eleva sobre las cabezas húmedas como la pólvora después de una batalla y la punta del hielo emerge en un puñetazo.
Cuando llegan a liquidarlo, el rostro de Burt se paraliza en la penumbra en una mueca más bien patética entre el miedo y la resignación. El cine entero está paralizado junto a Burt, con la misma contracción simpática atravesando la frente, los ojos, la nariz y la boca. Tras los disparos solo la mano resbala mortalmente desde la cabecera de la cama. Hasta ahí la punta. De ahí en adelante pura dilación cinematográfica. Y estos muchachos son unos listos, como todos los del pueblo de Brentwood, así que dicen, vamos mima, mami, ya no está lloviendo. No está lloviendo, en realidad, desde hace más de diez minutos, pero solo ahora recuerdan que vienen del Tikoa o de cualquiera de los otros sótanos de 23, que la contingencia ha desaparecido. La literatura se tragó al cine en un buche, en un cambio de plano, y aunque no piensen en eso, en cuestión de 40 o 50 segundos el Yara vuelve a quedar vacío. No digamos que un alma en seis filas a la redonda pero sí, al menos, en tres. Porque siempre hay un cándido que espera que algo vuelva a ser como al principio. Pero cuando se ha hecho algo mal, cuando se han saltado las reglas, ya no hay remedio. Y nadie entiende de esto como los muchachos que llegan al cine una noche cualquiera para burlar la lluvia, como el que llega fugitivo a un pueblo para burlar la muerte.