La fascinación por el pasado nunca ha sido privativa de las personas mayores. Es algo tan inherente al ser humano como la tendencia a trazar hipótesis sobre el futuro. La armonía entre el testimonio fidedigno y las exigencias del lenguaje audiovisual, así como la combinación de intimismo y aliento histórico, se verifica por lo menos en el largometraje de ficción que sirvió de pórtico a la Muestra Joven del ICAIC y a cuatro documentales incluidos en concurso.
Tanto La obra del siglo, dirigido por Carlos M. Quintela, como La paz del futuro (Leonardo Rego), El retorno y el fin (Yoel Suárez), Nostalgia de trovadoras (Alberto Santos) y Los amagos de Saturno (Rosario Alfonso Parodi) enfrentan con osadía los desafíos de un género tan voluble, ilustre (y abusado) como el documental historiográfico y de archivo, para restituir memorias, aportar razones poco conocidas, persuadir o inquietar al espectador.
La obra del siglo comienza con las localizaciones espaciales, temáticas y temporales que le permitan al espectador entrar en sintonía: “Esta historia transcurre en la Ciudad Electro-Nuclear (CEN), residencia construida para los futuros trabajadores de la Planta Nuclear de Juraguá”. Una hora y treinta y cinco minutos más tarde, aparece el epílogo, que me niego a contar aquí y ahora, pero al final-final leemos otro texto diciendo que “el plan original del proyecto nuclear era la construcción de doce reactores ubicados a lo largo de la Isla”. Pocas veces, en el cine cubano, una catarsis conclusiva proveyó semejante sensación de alivio. Y de inmediato, como para suscribir soberanamente su compromiso con la Historia, que es lo mismo que apostar por un presente y un futuro habitables, aparece en pantalla la dedicatoria de la película a Sara Gómez y Yuri Gagarin.
Entre el primer y el último letrero se relatan no solo los paroxismos de la utopía termonuclear en versión caribeña, sino que se descubren los más esenciales secretos, traumas y soledades de tres hombres que viven juntos (abuelo, padre e hijo, interpretados respectivamente por Mario Balmaseda, Mario Guerra y Leonardo Gascón) en un fantasmagórico edificio de microbrigadas de la mencionada Ciudad Electro Nuclear. Sin embargo, a pesar de que la narración, y las imágenes, alternen sobre todo la cercanía intimista, con las distantes panorámicas de luminosos espacios abiertos, la cámara registra una larga galería de personajes —igual de ansiosos, ilusos y jadeantes que los tres machos-alfa protagonistas— porque la voluntad de collage de los creadores (director, guionista, editor, productor) amalgama abundantes fragmentos documentales en colores (desde el delirio constructivo de los años ochenta, en Cuba, hasta ciertos sintomáticos triunfos en la olimpiada de Londres) que explican, legitiman, comentan y re-significan la historia de ficción, concebida en blanco y negro, desde el presente, y expuesta de modo más bien cronológico.
En términos de la funcionalidad y potencialidades expresivas de una estructura dramatúrgica muy abierta, que permitiera comentar pasado y presente nacional, a la luz de una ficción que de-construyera un patriarcado ungido a sempiternos ciclos de arbitrariedad, pérdida y retorno, Machado Quintela y sus colaboradores optaron por remitirse, todo el tiempo, al periodo de clasicismo vanguardista del cine cubano en las décadas del sesenta y setenta. Desde el compromiso con discursos que se comprenden y asumen a un nivel visceral, La obra del siglo se apropia afectuosamente de las estéticas del cine imperfecto, de la ironía que jamás renuncia a la objetividad —tal y como la entendía Nicolasito Guillén Landrián— y por supuesto se apropia de los experimentos de Sara Gómez en cuanto a la vinculación entre testimonio y puesta en escena.
En cuanto a los documentales mencionados al principio, La paz del futuro emplea una frase entresacada de Canción del elegido, una de las más hermosas que compusiera Silvio Rodríguez, y la aplica al relato de las experiencias de dos venerables ancianos que participaron en la Segunda Guerra Mundial, reclutados por el ejército norteamericano. Tal vez algunas imágenes de archivo, y ciertos momentos musicales, están seleccionados desde un criterio que privilegió la prolijidad espectacular en lugar de atender al respaldo y la legitimación detallada de las experiencias narradas (algunas estremecedoras), pero el realizador consigue descubrir personajes sorprendentes, referir un capítulo de nuestra historia apenas explotado en el documental, y todo ello lo sortea con notable agilidad y gracia.
Por más que intente loablemente el retrato de Humberto Arenal, cuya obra de escritor, director de escena y periodista gravita hacia el centro del más representativo panorama cultural cubano en los años sesenta, El retorno y el fin se enreda en el empeño de aportar el supuesto lirismo de olas y vientos a la complejidad intelectual de las circunstancias, queda indeciso entre la relatoría cronológica y los testimonios más impresionistas o íntimos, y presenta una información dispersa y no siempre medular, pero de todos modos valiosa. El documental despierta muchas más incógnitas que argumentos incontestables, y tal vez en esa honradez de propiciar el acercamiento cuestionador radique su mayor virtud.
A través de fotografías, breves fragmentos de entrevistas, periódicos de la época y sobre todo material de archivo que registra actuaciones en vivo, Nostalgia de trovadoras restituye el papel que en la música camagüeyana, y por extensión cubana, ocuparon, o debieron ocupar, las hermanas Floricelda y Cándida Faez. De corte televisivo (dicho sea sin espíritu peyorativo) dentro de un canon estructural que acumula opiniones legitimadoras, el documental se ampara en un espíritu historiográfico-musical que ojalá prosperara en todas las provincias cubanas en tanto resguardo del patrimonio cultural inmaterial. En Camagüey suelen reconocerse los talentos locales cuya trascendencia artística, por cierto, no siempre debería validarse en función del reconocimiento capitalino.
Pero entre todos los documentales de sesgo histórico que veremos en esta Muestra, el más extenso, ambicioso, pormenorizado y profundo es Los amagos de Saturno, que trasluce una investigación de años, y una loable manipulación audiovisual que potabiliza, mediante montaje, superposiciones sonoras y de imágenes, centenares de entrevistas (recientes y registradas hace cincuenta años), artículos de periódicos, documentos significativos en un corpus que aúna el rigor de la pesquisa con la sugestión, las respuestas suspendidas, y un ritmo informativo que en ocasiones pudiera abrumar a quien desconozca la estela de interrogantes en torno a la traición y el crimen de Humboldt 7.
Sin que le tiemble la mano o la voz, con una osadía y una responsabilidad dignas de encomio, Rosario Alfonso Parodi atraviesa instancias de la más alta política, antes y después del triunfo de la Revolución, y rescata las potencialidades del documental histórico de ensayo, que estipula tesis, antítesis y conclusiones. Pero en cuanto al tercer segmento, el conclusivo, Los amagos de Saturno se niega a reconocer alguna verdad como definitiva, y así se aleja, por suerte, del tradicional “contenidismo”, trasmisor de ideología o instrumento de adoctrinamiento.
En sucesivos estratos de opiniones personales de los numerosos entrevistados, a través de las ausencias de todos aquellos que se negaron a declarar ante cámara, y mediante la exposición minuciosa de hechos consumados (y registrados) en la memoria de este país, Los amagos de Saturno se construye en tanto obra eficaz y convincente, que pudiera devenir referencia obligada a la hora del intercambio provechoso entre los códigos del documental de tesis y el más riguroso rescate de los derroteros por donde caminaron nuestros predecesores, en un pretérito nunca lo suficientemente distante como para ser olvidado.
Si todos aquellos que tildan al audiovisual juvenil de enajenarse de la Historia, de las tradiciones fecundas y predecesoras del ICAIC, estuvieran atentos a lo que ocurre al interior de estas Muestras, sabrían que algunos documentales de los realizadores noveles intentan restituir los signos y la vocación indagadora de paradigmas al estilo de David (1967, Enrique Pineda Barnet), Muerte y vida en El Morrillo (1969, Oscar Valdés), La primera carga al machete (1969, Manuel Octavio Gómez), Páginas del diario de José Martí (1971, José Massip) y Viva la República (1972, Pastor Vega) por solo mencionar algunas restituciones histórico-audiovisuales de las que habitan en la llamada Edad de Oro del cine cubano.
Por supuesto, para todos es evidente que entre los jóvenes realizadores se registra un cambio de óptica respecto a la mayor parte de sus antecesores. Pero es que semejante dialéctica constituye la piedra angular del desarrollo, y verifica la inalienable búsqueda de verdades relativas. Al menos eso aprendimos casi todos en las clases de Marxismo. ¿O no?
Estimados colegas:
He tenido la oportunidad de comprobar durante el Festival de nuevos realizadores del ICAIC, los alcances estéticos y conceptuales del largometraje ‘La obra del siglo’ y el documental ‘Los amagos de Saturno’. Como bien se expresa en el artículo, ambos retoman los mayores aciertos de la cinematografía política latinoamericana. Auguro que tanto ‘La obra…’ como ‘Los amagos…’, serán acogidos de manera satisfactoria por el público, cuando se ‘pasen’ por el circuito de cines de estreno de la capital. Cordialmente,
Gloucester