Venido a menos implica, como concepto, que antes hubo más.
En 1968 la Galería L nació con cuchara de plata en la boca: Fayad Jamís de padre. Poeta, pintor, llegado de un pueblo mexicano, imantó lo mejor del arte contemporáneo cubano. Exponer en L fue entonces una parada común y un prestigio a la vez.
De esos tiempos es el rito que ha seguido alimentando su patrimonio: dejar una pieza luego de la exhibición. Así lo hicieron Portocarrero, Cabrera Moreno, Mendive. Y García Peña, Carlos García y Nicolás Lara años después. Lo que tal vez comenzó como un gesto amistoso para con Fayad, se extendió hasta nuestros días: un protocolo no escrito.
El edificio que engulle a la Galería fue parte de ese sueño en que La Habana iba a ser otra capital del mundo. En 1953 lo bautizaron Retiro Odontológico e incluso ganó un premio de diseño, cosa que a los habaneros de hoy les da francamente igual. Hoy sus 16 pisos pertenecen a la Universidad de La Habana (UH).
La calle de enfrente es un río de autos y hollín que surcan estudiantes para fugarse a Coppelia, Santísima Patrona de los turnos perdidos. Otra turba de jóvenes sube a las aulas de las facultades de Economía, Contabilidad, Geografía, los centros de investigación, y yo entro con ella.
***
A mi derecha El dolor humano, mural de Mariano Rodríguez; al otro lado un buró, la recepción, tristísima y vacía, sin nadie que pregunte a dónde me dirijo. Subo la escalera al segundo piso y me recibe Israel Moya. La Galería L nació para que gente como él expusieran. Hoy su grupo, Squirla, formado por estudiantes o recién egresados de la UH, inaugura óxido.
Pero ni promociones pegadas por toda la ciudad sacan de invisible a la Galería L.
—Sin entrada propia y dentro de este edificio depende del horario de clases para cerrar y abrir, para inaugurar o no— dice Moya ajustándose el marco grueso y oscuro de los espejuelos redondos.
Empujo las pesadas puertas de vidrio, y los ojos se van para el fondo de la sala. Una pintura me suena a tambores ya escuchados. Blanco el extremo inferior, bordeado en negro, semejando un ataúd. Una mano que entrega, solo eso, rompe la monotonía. Al centro un ser difuso recibe un fusil. La otra mano en la cabeza, a la altura del oído. Sombras marrones gritan mudas a su alrededor.
Todo el cuadro es espectral, puede ser un espejismo. Nuestros muertos. Yo conozco esa tormenta, ese umbroso remate, esa mujer. Es Antonia Eiriz, óleo sobre papel, a metro y medio por dos.
La pieza de 1968 es parte de la heredad de la Galería L. Esquirla la sacó del retiro oficinesco en el que hibernaba, y la recodificó a modo de instalación: al pie del marco añadieron una bala de AK.
—La titulé Ofrenda, pero en verdad importa poco si se nota o no que es instalativo —dice Moya rizándose un mechón—. Queríamos mostrar Nuestros muertos, que la gente pudiera apreciarla, y llamar la atención sobre el rescate de la memoria de las artes visuales.
Se notan en el cuadro colores ajenos al taller de Antonia, desgastes en los bordes y el pigmento, un doblez bien feo al extremo, algún huequito. Moya se excusa, debe saludar a amistades que acaban de entrar y se acomodan cerca de un piano de cola en una esquina. Cada asistente importa.
—Público de galería—, me advertía una amiga como etiquetando la habitual poca afluencia. Algunos invitados dan pasitos entre pieza y pieza, y aguardan un rato escaneándolas. Luego vuelven a andar. Así hasta verlo todo. Uno de ellos, chato y con cara preocupada, me habían dicho era restaurador. Me aventuré y, presentado, le pregunté por cuánto intervendría Nuestros muertos.
—No por menos de 500 CUC —suelta sin pensarlo, y es como un bofetón.
Otra parte de los visitantes abaniquean recio, sentados en banquillos al centro. Imagino una instalación: bandejas con abanicos. Un éxito. La gente interactuaría como con ninguna otra.
Moya me informa con fastidio que debemos ir saliendo. La inauguración se interrumpe. De a poco, sin pedir permiso, entorno al piano de cola aparecieron sillas y muchachas leyendo partituras. El coro universitario tiene ensayo ahora.
Además del Eiriz, la Dirección de Extensión Universitaria (DEU), administradora de la Galería L, atesora piezas de grandes pintores cubanos. Algunas de sus oficinas, y un oscuro pasillo fungen como depósito permanente de las obras. Entre ellas, algunas de los 90.
—Cuando aquello, plena crisis económica, se pintaba con lo que apareciera, mayormente materiales de muy baja calidad. Esos cuadros necesitan un ambiente que los conserve mejor porque la humedad y el calor les ganan la pelea —asegura Moya—.
Salir del edificio es bañarse en sudor. Ya el verano marca 33º Celsius como records de Usain Bolt; y una resolución del Ministerio de Educación Superior prohíbe encender los aires acondicionados entre las 12:00 m. y las 2:00 p.m.
Una recepción ausente, tres vueltas de llave a las oficinas y pocas horas al día de adecuada climatización. Esas son las condiciones que puede ofrecer la UH a esta parte del patrimonio pictórico de la nación.
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Pasa el fin de semana con su domingo somnífero. Leo algo de El patrimonio cultural de la Universidad de La Habana, coordinado por Claudia Felipe y José Antonio Baujín. La compilación de artículos de 2014 es un buen catálogo: páginas cromadas, fullcolor, hojas generosas para ilustrar.
Pero no es un inventario. “Son de diversa procedencia y filiación estilística otras obras pictóricas del siglo XX que conserva la institución académica, de las cuales selecciono algunas de las más interesantes”.
Claudia Felipe redactó el capítulo sobre artes plásticas y decorativas. Un ambicioso texto que pasea más de 200 años a través de murales, copias de esculturas griegas, relieves, bustos, mobiliario, mascarillas mortuorias.
La casa de altos estudios habanera se fundó en 1728 con el pomposo apellido de Real y Pontificia, y fue desacralizada más de un siglo después como Real y Literaria. De aquellos tiempos no quedan apenas objetos patrimoniales. Luego, la subasta del templo dominico San Juan de Letrán —otra antigua sede— se encargó de vaporizar entre la confusión buena parte del patrimonio plástico.
Por decantación, el contemporáneo es el eje de la vigilia universitaria, y más aún el vanguardista, conformado básicamente por el donado a la Galería L. Aunque fotógrafos, escultores e instaladores han expuesto allí, la colección de pinturas roba la atención.
El libro da cuentas de tres Servando Cabrera Moreno (Pan de cielo, 1977; otra de la serie Habaneras, 1974; y un Guajiro, 1981). Habla, además, de una naturaleza muerta de Fayad Jamís; búcaro, flores, libérrimo trazado, evocaciones abstraccionistas. Hay un retrato de José Martí, colores vivos, aparentemente abducido el Apóstol por una fuerza astral: es Carlos Enríquez. La hora de los hornos (1977), de García Peña, es otra de las piezas de gran formato en la Galería.
Cinco Portocarreros están al abrigo del Alma Mater, según la joven investigadora. Dos son fruto de aquella obsesión con los espacios urbanos en los años 50. A la década siguiente pertenece el resto, parte de las series Figuras ornamentadas y Retratos de Flora.
Desde que llegué me hablan mucho de sus cuadros, pero no he visto ninguno. Apenas una foto de Ciudad. Mixta sobre cartulina. Una bonita foto, en el libro cromadito.
Claudia ha trabajado el patrimonio universitario más allá de Cuba. Y me contará en un breve encuentro que los problemas de La Colina son los mismos que los del resto del mundo.
—No sé si es grato o ingrato saberlo —dirá figurando alivio—. Las universidades cuentan con fondos vastos, pero cuando uno piensa en la razón de ser de una universidad no le viene a la cabeza la gestión patrimonial, sino la formación, la investigación…
—¿Encontraste en el inventario para el libro piezas que estaban enrolladas, sin enmarcar?
—Sí.
—¿Recuerdas alguna en específico?
—Un cuadro de Manuel Mendive, algunos Portocarreros. Y hasta que no conseguimos lo necesario para enmarcarlas correctamente se quedaron así.
***
La empresa Subasta Habana, que no hay que explicar a qué se dedica, ofreció cinco piezas de Antonia Eiriz entre 2003 y 2006. Todas pertenecientes a colecciones privadas, todas estimadas en un promedio de 4 mil 700 dólares. Por ahí pudiera estar el precio de Nuestros muertos. Ciertas tasaciones ponen la parada en los 10 mil CUC.
El comercio del arte en Cuba se vive un raro sentimiento de hacer algo indebido; eso invita al secretismo de las instituciones. Con tan poca y desactualizada información pública es difícil saber cuán alto suena hoy el precio de martillo.
Los martillazos que sí me recibieron potentes fueron los de la Galería L. Mandarriazos, comprobé. Tres mulatos de mediana edad, pullovers sudados y recogidos a la altura del vientre, reventaban la unión inferior entre una pared y una columna. La humedad que ha estado adueñándose pacientemente del segundo piso ahora llega al salón. La expo de Squirla fue desmontada en un pronto operativo de evacuación.
Los golpes me siguen por un pasillo estrecho al que dan varias oficinas. Cada vez que una se abre la luz deja ver detalles de los enormes cuadros en el corredor.
La descarga colorida de Moisés Finalé… un estruendo… el minimalismo inmanente de Francisco Bernal… otro estruendo… la saturación simbólica de Nicolás Lara… alguien avanza hacia mí.
Apenas lo distingo. Blanco, alto, peleado a muerte con los años. Viene mochila al hombro. Ya le rozó las narices a Ho Chi Min y a Martí, en un cuadro que es todo muchas caras de los dos.
—Ese tipo estaba “rankeao”, ya tú sabes —y señala Funeraria Rivero, la pieza de Lara—. Pero se fue del país, ya tú sabes —en Cuba sabemos— y me dice: —Yo trabajo acá hace casi 30 años y desde estonces ese cuadro está ahí—.
Bien dice Lizet Hernández que no se puede hablar del arte contemporáneo cubano sin mencionar la letra L. Ella se reparte entre conferencias en la Facultad de Comunicación y el equipo (así, en ese singular tan plural) que mantiene viva la galería. Ya tienen la programación del año cubierta.
—¡Y ahora nos estamos volviendo locos para ver cómo reacomodamos esas inauguraciones!—. Los mandarriazos, al otro lado del pasillo, fragmentan el suave ronroneo de la climatización y su voz.
Lizet revela que están en un proceso de reactualización de los fondos pictóricos bajo su cuidado, para “determinar, detectar, indagar y valorar”. Pero, aclara, ellos no son la entidad patrimonial.
—Dices reactualizar y suena a que ya hubo un inventario anterior, ¿cuándo se hizo?
—No estoy segura… Tenemos que dialogar mejor con la Dirección de Patrimonio.
—¿Y cuándo empezaron ustedes su propio inventario acá, en la galería?
—Desde el curso pasado… pero esta no es nuestra razón de ser. Lo nuestro es la promoción de las artes visuales —añade Lizet—. Restaurar y cuidar las obras llevaría un nivel de especialización —y desmenuza en sílabas la palabra— que supera, incluso, la misión de la Universidad.
Cuando el Rectorado reparó la Escalinata por donde anduvieron Mella, Manzanita Echevarría y Fidel, contrató expertos de la Oficina del Historiador. Igual ocurriría si quisieran renovar los fondos en su interior: esculturas monumentales, murales como los del Aula Magna.
Lizet recuerda que la UH, per se, es patrimonio cultural y arquitectónico de Cuba pero, hasta donde conoce, no tiene niveles de asignación capaces de sustentar labores de ese tipo. Nuestros muertos escucha.
—¿Han pensado en donar obras a instituciones con recursos?
—No me parece, eso es parte del patrimonio universitario.
—¿Venderlas?
—Si de mí dependiera no lo haría —dice Lizet—. Es parte de una memoria histórica que hay que conservar.
Los distintivos quiebrasoles del edificio suavizan la luz en la oficina, pero lo hacen lucir a la vez como una fortaleza.
—Entonces la UH no tiene recursos para afrontar las restauraciones de Galería…
Ni me deja terminar:
—Es una entidad pública. Tú lo sabes.
***
—En una expo fotográfica, se zafó el marco de abajo, el cristal se hizo pedazos contra el piso y dañó la obra… ¡Tremenda pena con el artista! —me contaba un trabajador de la Galería.
La marquetería que usan es de los años 80. Y se puede llamar afortunada en ese sentido; muchas instalaciones de su tipo en La Habana siquiera cuentan con marcos propios. Las redes que comercializan esa clase de accesorios fijan precios có(s)micos. A veces tiendas especializadas como la que está junto al Cine Yara, a dos pasos de L, ni tienen material por estos días.
Sin embargo, hay un orgullo lindo cuando los galeristas hablan de lo suyo. Pero es suyo, suyo, suyo. Tanto que parece feudalismo institucional, hortelanismo culturoso: ni como ni dejo comer. My precious.
***
—Entonces, ¿crees que no a tan a largo plazo puedan asumir con dinero propio la restauración?
—Lo ideal es tener fondos propios y crear alianzas interinstitucionales —dice Claudia Felipe, y su voz retumba en la oficina vacía, del piso de granito hasta el alto puntal.
—¿No contemplan ceder las piezas en mal estado a alguna otra entidad que pueda atenderlas mejor?
—No es cuestión de soberbia, de que no queramos entregarlas, si alguien puede crear mejores condiciones pues hay que tener la sensibilidad de hacerlo; pero creo que la UH sí puede asimilarlo. Esta es una universidad grande, fuerte.
—Se la asigna un presupuesto anual…
—Sí.
—La UH lo desmenuza para cada Dirección…
—Sí.
—¿Cuánto dinero otorgaron este año a Patrimonio?
—Nooo —y Claudia estira la vocal. Sonríe ampliamente y sale la juventud que había estado escondida los primeros momentos de nuestra conversación—. Es probable que a partir del año que viene la Universidad cuente con un fondo específico para patrimonio mueble.
Claudia Felipe está al frente de la Dirección de Patrimonio Cultural Universitario, la número 21. La única del país. El reciente cambio semántico, de Departamento a Dirección, la subió un escalón en la jerarquía estructural de la UH. A cinco peldaños del Rectorado. Y ahora mismo está participando en la creación de una red global de patrimonio universitario. A Claudia le va bien.
Es cauta a la hora de emprender pasos restaurativos. La mala intervención de una pieza a veces es más dañina que la degradación temporal. Juntemos que los materiales empleados en el arte más reciente son, paradójicamente, menos resistentes que los de hace 100 o 200 años. Eiriz y Mendive, por ejemplo eran fans a esa materia prima deleznable.
—¡El dinero, el dinero! —suelta Claudia— A veces la gente piensa que es solo eso, pero también necesitas el profesional adecuado. No es una cuestión solo de falta de dinero.
Hace poco un convenio con el Instituto Superior de Arte (ISA) desembarcó a alumnos de perfiles de conservación y restauración en la UH. Pasaron sus prácticas laborales acicalando las marmóreas cabezotas de Félix Varela, Ramón Zambrana y de la Luz y Caballero. Un pacto ganar-ganar. Por costos infinitamente menores restauran las piezas.
—Y los profesores que imparten los cursos y supervisan las labores son los mejores profesionales del ramo en Cuba —insiste y sus manos alisan la sedosa cola de caballo.
—¿Y han hecho ese tipo de cosas con las pinturas?
—Bueno, a partir de esa misma alianza con el ISA llegamos al dictamen.
Hasta ahí.
Aunque no encontró ninguna en estado crítico, el examen reconoció la degradación de varias piezas.
—En la Universidad se han hecho cosas muy mal por la premura. Restaurar no puede ser un proceso rápido, acelerado, enloquecido —asegura Claudia—. Pero sí tenemos planes de rescate. Y la Dirección de Patrimonio inventarió las obras como primer paso para ello, porque parte del proceso es saber qué tenemos, identificarlo, divulgarlo.
Toda esa información acabó en un sistema automatizado para bienes culturales. No es público. Claudia teclea su usuario, su clave. Enter. Esperamos hipnotizados por un ícono de tiempo, y en cada ventana que se abre hay un mundillo secreto. Las obras están descritas, acompañadas por una fotografía, su ubicación, su tasación. Miro y me siento muy malo.
—Entre 2011 y 2012 comenzamos a inventariar en serio y a crear esta base de datos en serio —Claudia repite la frase como remarcando cierta solemnidad, un compromiso angustioso.
—Aquel inventario, ¿tenía algún antecedente? —indago.
—Partimos de copias de las planillas del Registro Nacional de Bienes Culturales; es decir, un inventario que se hizo fuera de la Universidad.
En el Registro la UH tiene inscritas más de 500 piezas. Cada silla, por ejemplo, del Aula Magna. Pero lo de registrar no era ni es a diario, es algo que queda a conciencia. Si una entidad o un privado lo solicitan llegan hombrecillos que miden, numeran, valoran, describen y llenan formularios a modo de retrato hablado. De la información resultante solo recibe copia el propietario.
A partir de ese colchón de duplicados, transcribiendo, la Dirección de Patrimonio armó su base de datos actual. Sumó después el levantamiento de 2012.
—Pero mucho de lo que hay en Galería L no está ni siquiera en el Registro, porque se reconoce como Colección institucional y no como obra patrimonial —advierte Claudia—. Con los nombres que hay allí ¡quién va a decir que no lo son!
La diferencia la hacen los años. Lo viejo es patrimonio, lo nuevo no. Para mi interlocutora esa es una jerarquización artificial, que desentona con las nuevas teorías.
—Los técnicos del Registro a veces vienen y llegan solo a dos o tres facultades. No pueden pasarse aquí tres semanas inscribiendo —dice, y un gesto de cansancio le atraviesa el rostro—. Además, el personal que tienen es poco. ¡Y ellos atienden a toda Cuba! A veces hay que ponerse en la cola.
Una pieza inscrita en el Registro Nacional de Bienes Culturales es una pieza que existe para el Estado. Es la constancia de que estuvo, y si se pierde facilita la posibilidad de iniciar una acción legal. Brinda esa clase de seguridad al menos.
***
—Aquí tuvo su primera exposición personal Nelson Domínguez. Pero como él también pasaron los grupos Volumen Uno, de Tomás Sánchez; Hexágono; Arte Calle.
Lizet sabe que la historia es grande. Y de vez en vez recibe alguna pieza de jóvenes que años más tarde serán pesos pesados. De modo que la historia se estira como un chicle. Y sonríe Lizet.
—En 2013 escribí para un catálogo, y cito: “mucho le debe la Galería a la cultura cubana, pero mucho también es deudora la cultura cubana de la Galería L”.
***
Marta Limia fue directora-curadora-publicista-programadora-barredora de pisos en Galería L entre 1980 y 1992. Entre 1980 y 1992 el arte visual fue más osado que nunca. Osado es igual a audaz, acá también a imprudente. Texto, contexto y subtexto. Este es, en resumen, el último episodio de Marta Limia en Cuba.
Cuando llegó no la recibió mucha gente, solo una veladora y el montador Fernando Torres. Tampoco muchas obras. Algunas habían llegado como parte de una exposición en la que los pintores trabajaron in situ. Ese día L se volvió Taller; el Taller de Wilfredo Lam, de Carmelo González, y un par de estrellas más. A Marta le gustó la idea y organizó otro evento con igual filosofía.
—Fijábamos papeles craf, gruesos, a los espacios entre las columnas o nichos de la Galería, y los artistas pintaban directamente allí. De esa ocasión quedó otro grupo de cuadros de Osmani Simanca, Tonel, Modesto Braulio.
—Y en el caso de las donaciones, ¿cómo procedían? ¿Tenían registros de eso? —pregunto.
—Los artistas a veces dejaban trabajos, pero no eran propiedad de la galería, nosotros los almacenábamos y los cuidábamos, y si venían a buscarlos los devolvíamos —me explica—. Una donación establecida no existía; no sé si en tiempos de Fayad era así, pero nunca encontré un documento que recogiera eso. Tampoco se hacía ningún registro porque usábamos los cuadros durante eventos en las facultades, una visita o algo así, y después los retirábamos.
En 1989 visitó a Manuel Mendive. El maestro experimentaba en su taller: migraba de obras más pequeñas y con fuerte intención narrativa a una pintura más líquida, de contornos menos filosos. Le obsequió una tempera a Marta. Era de casi metro y medio por dos sobre un craf bien fino. Hoy aún reside entre los fondos de L.
—Recuerdo también varios dibujos de Portocarrero para la revista Universidad de la Habana, que estaban en una cartulina con cierto grano y dibujados con plumones, solo blanco y negro —asegura—. Aunque la técnica del marcador de agua no me parece la mejor eran unas floras muy lindas.
Pero las floras no tenían firma, y más que lo lindo valía el garabato de Portocarrero en una esquina cualquiera. Marta ni se cuestionaba sobre el valor real del arte, sobre el esnobismo que enfoca al firmante antes que la obra en sí, y tantas otras cosas que me cuestiono escribiendo.
—Yo misma fui a su casa pero no me abrió la puerta.
Marta también coordinó una expo fantasma.
—Fue de Carlos Alfonso, y no se llegó a inaugurar porque él se largó al extranjero. Cuando me fui estábamos intentando entregarle las piezas a su familia, pero no sé en qué paró eso.
Cuando ella se marchó dejó atrás una verdadera arca de pintura contemporánea cubana. Cuando ella se marchó dejó atrás un incendio que la asó en la pira de los atrevidos. La época dorada de Galería L: abundancia y castigo.
—No sé si sabes de la expo de los Arte Calle…
—No —responde mi foto de Facebook en su tablet.
—Caminaron sobre un gran trabajo que reflejaba al Che, se formó un escándalo porque uno de la Juventud [Comunista], que por cierto estaba borracho, abofeteó al pintor, y varios participantes se aglomeraron en la puerta de entrada del edificio pidiendo explicaciones.
Hubo buena bataola; una acusación: agente enemiga, de la CIA. Gravísimo.
—Gracias a que me juzgaron en un tribunal laboral no acabé en la cárcel —escribe Marta—. Pero después de eso nada fue igual y en la primera oportunidad me fui.
Se excusa y me asegura que podremos charlar de nuevo en uno o dos días; debe irse a trabajar. En las horas de viaje al John F. Kennedy Airport ha leído más que toda su vida. Ahora ve ir y venir los aviones con nostalgia de ciprés. De la semilla a la selva. Hacia Estados Unidos para nunca regresar.
***
Vía email contacto otra vez con Claudia Felipe. ¿Sabrá algo del Lam del que me habló Marta Limia? Devuelve apenas unas líneas preocupadas —preocupantes— por el rumbo del reportaje. Cierra asegurándome reenviará a autoridades de la UH el diálogo web. Insistí en la pregunta; y solo hubo silencio durante semanas. Días antes del callejón sin salida yo le había preguntado:
—Cuando las piezas se mueven al interior de la UH, ¿queda algún registro?
—Se cambia en la ficha del inventario —aseguró Claudia.
En los últimos años se han movido poco las obras. Es parte de su política. Solo algo tan extremo como reparaciones inmobiliarias obligan las permutas.
—Es un principio de conservación —dijo como si cantara una línea bien sabida— Nunca una pieza cuando se mueve regresa mejor que cómo se fue.
—Básicamente salen de los locales de Extensión Universitaria porque este es un espacio limitado— me había explicado Lizet.
Cuando en los 60 se crea el Departamento de Actividades Culturales (antecedente del DEU), le fue asignado el piso decimoquinto del edifico. Luego bajó al tercero, y en los 70 se le sumó también el de abajo. Un paso lógico. En el segundo se encuentra la galería que fundó Fayad y aledaña la Sala teatral Talía, que ya cumple su séptimo aniversario de encierro, humedad y desgano.
Si el reducido hábitat de las piezas no fuera suficiente queda un mal mayor. La Universidad de La Habana no es la Autónoma de México, ni la de Santiago de Compostela. Y no lo es, por ejemplo, a causa de la dispersión.
Veamos: 17 facultades y 13 centros investigativos lo mismo en el Vedado que en el extremo oeste de la capital, en la periferia el Jardín Botánico, y un barco, ¡sí, un barco!, que anda por Batabanó. Mansiones, fincas de recreo, y clubes para ricos antes del 59. La UH administra unos 70 edificios.
Los fondos de Extensión salen —cuando salen— para acabar en otros lugares de la universidad que, ya hemos visto, podrían estar en casi cualquier latitud de la ciudad.
En ese mapa desparramado la Galería L es un punto en rojo.
***
Tomaba apuntes y fotos, y merodeaba por la Galería.
Claudia me recibió preocupada por cuánto revelaría este reportaje. El libro que ella armó disolvía ubicaciones. Era como si hablara de un sitio gaseiforme que solo existe en y por su historia, sobre y desde sus fondos. Laberinto sin paredes.
—Felizmente no hemos tenido ningún robo —enfatizó—, al menos desde que estoy aquí.
—¿Y antes?
—Hay mucha leyenda. Leyendas de mis mayores.
El tema sale frecuentemente en las reuniones del Consejo Universitario porque de acuerdo con Claudia, sin dar más detalles, “ha habido incidentes de seguridad en los últimos años”. En este caso acepta que la ausencia de recursos golpea. La alternativa ha sido una reconcentración de obras en sitios con mejores condiciones; alarmas, por ejemplo. Pero no hay espacio para todas.
—Al final, una oficina no se creó para almacenar piezas como estas —digo.
—Las obras de arte tienen vidas particulares —arguye y se reclina en una silla gimiente.
Para ella lo principal es que el cuadro ocupe un espacio donde sea visto.
—Creo que bien gestionado no me genera ningún conflicto que haya uno en una oficina donde se reciben estudiantes, visitantes extranjeros —dice Claudia—. Si los ocupantes, sin ser especialistas, conocen el valor y los rudimentos para proteger la pieza, no creo que sea un infierno.
***
Fernando Torres comenzó a trabajar en la Galería a los dos años de fundada, en 1970, cuando sus brazos aún no estaban llenos de manchas. Fue montador, curador y director en distintos momentos. Ahora es como una sombra, espíritu protector, que vaga con una brochita, sacando el polvo de cuadros que él mismo recibió. Los custodia con celo, son los cuadros de su casa. L es su casa. Lástima que la casa necesite algo más que espantadores de polvo.
Se olvidaron de mencionar a Liana Río que hizo un trabajo excelente durante los setenta. Me parece lamentable lo que ocurre con la Galería L, donde se desarrolló una parte importante del arte entre los setenta y los ochenta
Me gusto mucho el reportaje sobre todo porque me trajo muchos recuerdos de mi facultad de contabilidad y finanzas y de las muchas horas que pasamos mis compañeros y yo sentados en esas escaleras frente a la galería esperando un turno de computación. Nosotros entramos unas pocas veces a la galería y nunca se me hubiera pasado por la mente que hubiera tal colección de arte pues en ella solo se cuelgan habitualmente un puñado de obras. Encuentro preocupante que no se haga nada por atraer al estudiantado de las tres facultades a la galería para conocer un poco del patrimonio pictórico de la nación. Si yo que estudie 5 años en ese edificio apenas entre un puñado de veces que quedara para el resto de la humanidad. Si no tienen ni las condiciones ni el espacio porque no donarlas al museo de bellas artes o crear un museo tal vez en el ISA o en San Alejandro especialmente para ellas. Yo sé muy bien que el segundo piso del mella resuma humedad ,si hasta chorreaban las paredes y no me gusto ver cómo está de deteriorado el edificio que es una parte importante de mi historia personal.
tronco de pincha! felicidades a OnCuba!
Muy lilindo trabajo. Aunque respondi a tus preguntas, se siente distinto. Gracias por desmpolvar la galeria L a la que si el arte cubano le debe bastante.
este es el mejor reportaje de investigación que he leído en los últimos meses. felicidades!