De difícil de digerir pudiera calificarse la más reciente entrega de Pablo Trapero; entiéndase bien, no por mal hecha ni mucho menos sino por lo brutal y realista de las imágenes e historias que se nos descubren en 110 minutos.
Elefante Blanco presenta las condiciones de vida de una villa argentina “construida”, si es que se puede llamar así a intentos de casas de madera, tejas, laminas de cinc en el más profundo estado de deterioro e insalubridad, alrededor de un hospital gigantesco sin terminar.
Narra la historia del sacerdote francés Nicolás, quien fue testigo de la matanza de una tribu indígena en la amazonia, lo cual lo dejó profundamente trastornado psicológicamente. Su amigo el padre Julián párroco de la villa Elefante Blanco le rescata y lo lleva a trabajar con él y sus colaboradores.
A raíz de esto se muestra el devenir diario de un espacio poblacional donde confluyen casi 30 000 personas; la vulgaridad innata, la crisis extrema que producen dos pandillas de drogas en la pelea por mantener sus “territorios”, la endeble acción del Obispado para terminar la obra de construcción del hospital, la ira y el miedo de los más jóvenes, las reflexiones acerca de la vida, los milagros, de Dios…
La relación entre Julián y Nicolás se hace cada vez más estrecha; este último se juega mucho más interactuando con los habitantes, ayudándolos en sus problemas, incluso hasta jugarse la vida, y manteniendo una relación con la asistente social del lugar.
De tan real que se muestra, el largometraje indigna por el irrespeto por el sacerdocio al ser baleado Julián a manos de un guardia incoherente, por la fuerza injustificada de los policías gauchos contra las personas y por los conflictos y la ceguera de autoridades, dígase episcopales y civiles ante la situación.
Una cinta que intenta mostrar el lado humano y crudo de una parte de la población argentina. Basada en hechos reales, Elefante Blanco conlleva un mensaje de acción, de preocupación y ocupación de estos problemas.
Por otro lado no da espacio al cansancio visual por sus constantes cambios y rejuegos con los planos; que la dotan de una dinámica y riqueza dramatúrgica interesantes.
Actuaciones convincentes de Ricardo Darín en el rol del padre Julián (repite con Trapero tras Carancho); de Jeremie Renier como Nicolás y Martina Guzmán como la asistente social. Asimismo inteligente el uso de personas comunes, tal vez del propio lugar, que le inyectaron a la historia un realismo que conmovió a muchos, si no todos, los que la pudieron ver.
Fuerte candidata a los Corales en esta 34 edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano…