En una de esas galerías de Buenos Aires donde coexisten dispares establecimientos, desde una tienda especializada en teléfonos celulares a un cine soterrado exclusivo para adultos, de una sastrería al sex shop, llegué a lo de Ricardo Esquivel, “Ricki” informan los volantes sobre la mesa de trabajo: “Arreglos de todo tipo de calzado”.
Ricardo tiene una intensa conexión con Cuba, lo avisan las paredes: una foto del Che Guevara, el cartel de una muchacha que promueve viajes turísticos a Cuba y la carta que sacará en algún momento posterior a nuestra presentación mientras farfulla: “Tengo que responderle, y enviarle unos pesos a esta amiga”.
Vivió en La Habana, Matanzas y Varadero como exiliado en los setenta. No hay que hacer mucho para provocarle conversación. Mientras habla, descubro un pequeño retrato detrás.
Es la imagen de una muchacha hermosa y sonriente. Viste biquinis y zapatos de tacones. Tiene las piernas ligeramente recogidas en su pose de mirar pícara a la cámara que la retrata. Encima, con tinta negra, manuscrito un nombre y una dedicatoria.
Por esa mujer, todavía sin que lo sepa Ricardo, he llegado yo hasta allí.
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El retrato que llama mi atención (o los retratos, porque son tres) pertenece a la cantante y bailarina Amelita Vargas.
El 29 de marzo de 2017 ella misma firmó sobre uno de los papeles donde Ricardo tiene su cuerpo juvenil estampada como el de una virgen: “Para el amigo Ricky”.
“La conocí por las piernas. Eran las piernas más preciadas del teatro”, advierte.
Luego evoca cuando a Amelita vivía en este barrio, Recoleta, y llegaba por arreglos para sus zapatos. “Ya era grande entonces. La luz en el teatro se cae a los cincuenta”, afirma, refiriéndose a que el teatro es muchas veces despiadado con las actrices, sus días de gloria suelen pasar muy deprisa, salvo excepciones.
Amelita Vargas es Amelia Graciela Vargas Ipaneca, una de esas cubanas famosas en el mundo del espectáculo por bailar y cantar ritmos cubanos, llevando las gracias de esta cultura a los escenarios más importantes, como hicieron por la misma época Blanquita Amaro, María Antonieta Pons o Ninón Sevilla.
Habanera, nacida en 1928 en el Vedado, donde su padre tenía una joyería, a los doce, aprovechando que un tío le había comprado un vestido nuevo, Amelita Vargas se presentó a la Corte Suprema del Arte para compartir con la radioaudiencia el don con el que había nacido.
Aquella chica cantaba y bailaba como tal vez tantas veces por esos días viera hacerlo a Joséphine Baker. Esta vocación la haría famosa poco después.
En 1946, filmaba en Hollywood una película dirigida por Edward H. Griffith que la ponía junto a estrellas como Pat O’Brien y Ruth Warrick.
Un año después llegó a Buenos Aires para instalarse y filmar por lo menos 23 película, a la vez que mantendría una activa vida teatral con musicales como el que le abrió las puertas, Se acabó el jabón, tema musical que canta en el filme Novio, Marido y amante, de Mario Lugones.
De esa época, de los años en que Amelita era todavía una jovencita, son estas fotografías que Ricardo atesora en las paredes de la zapatería situada casi en una esquina de Santa Fe y Callao.
“No sé dónde estará ahora”, dice él, con una de estas en la mano. Y yo, sacando mi cámara fotográfica, le respondo: “Mírela aquí”.
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En la fotografía Amelita Vargas está sentada en un sillón mullido de color cardenal. Buenos Aires amenazaba con convertirse en un horno afuera, aunque por la ventana solo se ven edificios y la copa de los árboles y el brillo de un día hermoso.
Sonríe a la cámara, con una sonrisa cálida, espléndida, intacta. Tomé esa foto mientras recordábamos su intenso pasado, algo que hicimos pese a que ese día no estaba demasiado reconciliada con sus recuerdos.
Habló poco y no importó. Descubrir a siete mil kilómetros del país una coterránea famosa, para cualquiera mínimamente sensible es un acontecimiento satisfactorio. Ya el hecho de haberla ubicado se convertía en una verdadera suerte.
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Pueden adquirirse decenas de fotos suyas, afiches, portadas de revista y hasta clippings de prensa en Mercado Libre, la plataforma de ventas online. Con todo y eso no hubiera sabido nada, o me hubiera demorado en estar al tanto, de no ser porque un fotoperiodista amigo y andariego había visitado la galería donde Ricardo antes que yo.
Hablando con él salió el tema de una cubana, la mujer que había enseñado a los argentinos a moverse con la música cubana. Habló de una estrella de los espectáculos musicales y el cine de los cincuenta.
Teniendo en cuenta este dato, aun cuando han habido decenas de escuelas de salsa e, incluso, tal vez se cuenten por cientos los cubanos dedicados a la enseñanza de los bailes cubanos, ninguno es tan famoso aquí por bailar salsa, rumba o lo que fuere como la habanera Amelita Vargas.
Pero, ¿dónde estaba?, ¿quién sabía su paradero?
Dar con sus coordenadas en la ciudad de Buenos Aires resultó relativamente fácil. La gente, sobre todo los más adultos, la recordaban. “¿Amelita Vargas?”, ¡Ah, sí!
Pese a esto, nadie lograba ubicarla en el presente.
Hasta que una dramaturga amiga me conectó con otro periodista que el año pasado escribió un reportaje para el periódico La Nación, a propósito de los noventa años de la artista.
Escribí, y ese periodista me pasó el contacto de un actor, amigo de Amelita y coordinador de algunas de sus entrevistas.
Por Alejandro Ojeda, al fin, llegué la tarde del 20 de enero al barrio de Belgrano, donde Amelita Vargas.
Estaba sentada en aquel sillón mullido. Parece hacerlo habitualmente para mirar la televisión, a la ventana, o fingir que hace ambas cosas mientras, tal vez, solo repasa su vida, su carrera, la gente que había conocido y los lugares donde había estado.
“Nunca quería hablar de Cuba”, dice Ricardo, en la zapatería, porque le pregunté.
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“Yo siempre fui a lo mejor”, dijo Amelita Vargas.
No estaba totalmente a gusto consigo misma esa tarde, aunque se mostraba amable y colaborativa. “¡Ché, que macana que estoy mal!”, dice, y no le doy importancia porque quién a los 91 años no tendrá días de sobra para sentirse contrariado.
Ya bastante con que hubiera aceptado recibirme para charlar un rato; no de Cuba, porque Cuba es un lugar del que, por alguna razón relacionada con los sentimientos o la memoria, evitaba hablar.
“Yo he estado en muchos lugares… no sé”, repite en el momento en que hojeo uno de los álbumes que alguien ha tenido el cuidado de ordenar con recortes de prensa, fotos, entradas a espectáculos.
Su rostro juvenil ocupa la portada de revistas. Se le ve compartiendo con directores y actores como el comediante Alfredo Barbieri. “Con Barbieri la pasé bien.”
Hablamos también de su paso por México, adonde llegó acompañada de sus padres en 1941.
Se presentó en El Patio, que entonces era reconocido como el mejor centro de espectáculos de la ciudad; conoció y trabajó con Pedro Vargas y Mario Moreno (Cantinflas). “Me ligaba con todas las artistas grandes”, dice.
Poco después viajó a los Estados Unidos para presentarse en diversos espacios. El club Copacabana le abrió las puertas. “Me gustaba mucho San Francisco. Hice muchas cosas, trabajé en la cárcel de San Quintín. Fueron muchas artistas. Una experiencia terrible.”
Un día, ya en Hollywood, escapó de la filmación para irse a conocer a uno de sus iconos, la actriz Rita Hayworth que se encontraba en un espacio contiguo. “Me ligaba con todas las grandes.”
“Todos me querían”, advierte al rato: “El actor Tito Guizar estaba en San Francisco y me ayudaba mucho”.
Hay una foto suya de esos años publicada por la revista Carteles debajo de la cual se lee el pie: “Notable bailarina cubana que actúa con éxito en Nueva York”.
En Cuba ya se había relacionado con Chano Pozo, un buen amigo que la visitaba en su casa habanera. “El me enseño muchas cosas”, dice.
Muy cerca de donde hablamos hay un estante con las películas argentinas en las cuales trabajó. También allí encuentro una foto grupal. Ella y Chano Pozo, acompañados por dos desconocidos. Por el sello, la foto pertenece a la colección de Gladys Palmera, la célebre Radio Gladys Palmera detrás de la cual está la española Alejandra Fierro Eleta.
Otros cubanos con los que tuvo gran relación Amelita Vargas fueron Celia Cruz, quien la visitaba algunas veces en su departamento porteño, y Blanquita Amaro, radicada por cortos años en Argentina antes de decidirse por Miami.
Amaro y Vargas fueron, según los periódicos, “dos de las vedettes más convocantes” en Buenos Aires durante los años cincuenta. Con Amaro, realizó una gira en los setenta que la puso de regreso a los escenarios de los cuales llevaba pocos años retirada.
Después llegaron los homenajes: en 2005, por el Museo de Cine Porteño, junto a Mirtha Legrand Amelia Bence y Elsa Daniel; en 2006, junto a Enrique Pinti, por la Asociación de Actores.
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Amelita no tuvo hijos y en Argentina tampoco la acompañan familiares. Estuvo casada con dos directores de cine, Mario Lugones y Tulio Demicheli.
Ya forma parte de la leyenda sus amoríos, el nombre de algunos pretendientes famosos o el misterio de los desconocidos.
“Su historia es bastante picante”, dice Ricardo: “Un hombre iba a verla todas las noches al teatro solo para mirarle las piernas”.
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Todavía puede sentirse en Amelita Vargas la exigencia del espíritu de la danza sobre un cuerpo; a la hora de esquivar cierto tambaleo, al ponerse de piel, al reírse o mirar cuando estábamos en la mesa compartiendo un café. “El café con leche me gusta mucho”, dijo ella, con ese acento que no deja de ser habanero, pese a la distancia.
Una de las entrecalles del departamento en el que vive lleva precisamente el nombre de Cuba, de manera que aun hoy, y pese a evitar el tema, sin recordarlo, sin evocaciones, Amelita Vargas va resguarda por el nombre del país del que partió para conquistar el mundo cuando empezaba a dejar la adolescencia.
“La verdad que yo tuve un paisaje, querido… ¡bárbaro!”, exclama, orgullosa, poco antes de despedirnos.
Excelente nota, hecha con mucho respeto y cariño.