Muchos años después, frente a las cámaras, Jacqueline Arenal Farré había de recordar aquella tarde remota en que Pablo Milanés le presentó a su amigo Gabriel García Márquez. Al cabo de décadas, la actriz ha sido elegida para formar parte del elenco de la adaptación cinematográfica de Cien años de soledad, una de las producciones más ambiciosas de la historia de Latinoamérica.
Jacqueline, con quien hablo por teléfono a propósito de su participación en esta producción de Netflix, no puede ni quiere disimular la emoción que siente al haber dado vida a uno de los personajes que pueblan el mítico Macondo. No es un papel más en su exitosa carrera. Es una conexión con el universo literario del Nobel colombiano, y un homenaje personal al legado de García Márquez.
El tono de su voz delata euforia. Aunque no la veo, puedo imaginar la expresión en su rostro: mezcla de orgullo y entusiasmo que, sin duda, ilumina su mirada. Una mirada que ha conquistado tanto al público cubano como a audiencias internacionales, sea desde el teatro, la televisión o la gran pantalla.
Jaqueline Arenal da vida a Leonor, la esposa de Don Apolinar Moscote, quien llega a Macondo como corregidor del gobierno conservador, aunque su autoridad es más simbólica que efectiva. En la novela, el personaje no tiene nombre y es descrita como “una mujer bien conservada, de párpados y ademanes afligidos”.
No obstante, en la adaptación para la serie, se le llama Leonor, como parte de las licencias creativas que caracterizan esta producción.
El matrimonio Moscote tiene siete hijas; entre ellas, Remedios, una niña dulce y encantadora que, a sus 9 años, despierta el amor de Aureliano Buendía, quien la pide en matrimonio. La boda se pospone hasta que ella alcanza la pubertad, momento en el que se convierte en una figura querida dentro de la familia Buendía. Sin embargo, su trágica muerte, embarazada de gemelos y sin haber cumplido los 15 años, sume la casa en un luto riguroso, simbolizado por un daguerrotipo suyo que Úrsula mantiene siempre iluminado.
Leonor Moscote es un personaje complejo que encarna tanto la vulnerabilidad como la fortaleza en medio de un entorno opresivo. Aunque inicialmente puede parecer una esposa aristocrática convencional, su historia revela las tensiones entre las expectativas sociales, familiares y personales que la rodean. A pesar de las imposiciones que enfrenta, Leonor muestra destellos de resistencia y humanidad, y deja una huella significativa tanto en la familia Buendía como en el universo Macondo.
La primera parte de la serie estará disponible en Netflix el próximo 11 de diciembre. Pero antes de su lanzamiento mundial en Colombia, la plataforma de streaming proyectará los dos primeros capítulos en un par de funciones en el Festival de Cine de La Habana. La serie ha tenido proyecciones similares en ciudades importantes como Buenos Aires, Ciudad de México, Madrid, Barcelona, París, Londres, Bruselas, Varsovia y Los Ángeles, lo que refleja el impacto global de la adaptación de Cien años de soledad.
En medio de estos acontecimientos surge la conversación con Jacqueline. Ella habla desde su casa en La Habana, mientras yo la escucho atentamente desde Buenos Aires. Sus respuestas a mis preguntas transforman la distancia en una ilusión, como si compartiéramos el mismo espacio, al mejor estilo del realismo mágico que nos convoca.
Tu vida parece estar tejida por hilos invisibles, donde la literatura y el cine se entrelazan. Tu primer gran protagónico llegó cuando aún estudiabas actuación en el ISA, en la adaptación al cine de El siglo de las luces (1993), bajo la batuta de Humberto Solás. Entonces diste vida a Sofía. Treinta años después, con una trayectoria consolidada, llegas a esta ambiciosa serie…, adaptación de un clásico de la literatura en español y curiosamente también con una evocación a un centenar de años.
Para Cien años de soledad se hizo un casting intenso y multitudinario. Al principio, mi única concentración estaba en prepararme para lograr un lugar en la serie. Luego, cuando fui seleccionada y comencé a estudiar el guión y a grabar, sentí que era como cerrar un ciclo perfecto en mi vida. Empecé mi carrera con una obra de época caribeña, El siglo de las luces, y ahora la cierro con Cien años de soledad, que —no solo para mí, sino para tantas personas en Latinoamérica y el mundo— es un referente esencial y profundamente cercano.
Más allá de tu relación con Colombia —donde no eres una extranjera—, como cubana, hay una conexión particular con el realismo mágico, que en Cuba de una forma muy propia es parte de nuestra identidad. Esa Cuba-Macondo nos marca profundamente desde que nacemos.
(Risas) Así mismo: hemos crecido en nuestro propio Macondo. Es una referencia muy viva. Para los colombianos más jóvenes, que se enfrentan a contar esta historia, puede ser necesario hacer un ejercicio de retroceso en el tiempo. Pero para nosotros, los cubanos, esa realidad mágica es algo que sigue presente.
Recuerdo conversar con otros actores, en especial con las actrices muy jóvenes que interpretaban a mis hijas, explicándoles cómo entender la profundidad de lo que ocurre en la novela, porque lo que sucede ahí tiene una conexión directa con nuestra historia cotidiana.
¿Recuerdas tu primer acercamiento a Cien años de soledad?
¡Claro que sí! Y tengo una anécdota muy linda. Antes de estudiar actuación, me formé en ballet clásico. En los últimos años, en la Escuela de Ballet, compartimos con varios alumnos latinoamericanos. Tenía 16 o 17 años. Uno de ellos, colombiano, era mi novio en ese momento. Él me regaló Cien años de soledad. Fue la primera vez que lo leí, y quedé fascinada. Todavía conservo ese ejemplar, una edición preciosa con una portada de cuero.
¿Cómo conociste a Gabo en persona?
Tuve el placer de compartir y conversar largo y tendido con él, en la casa de Pablo Milanés. Siempre fue muy cordial y amable. Una noche, incluso, bailamos salsa en el cabaret Tropicana. Cuando lo conocí, corrí a contarle a mi padre [el escritor Humberto Arenal]. Fue una emoción enorme. Esa posibilidad de estar cerca del hombre y comprobar su grandeza fue realmente conmovedora.
Es imposible pasar por alto tus raíces. Por un lado, tu madre, la actriz Marta Farré, quien dejó una huella en las tablas, y por el otro, tu padre, el escritor y dramaturgo Humberto Arenal, Premio Nacional de Literatura. Con ese legado, parece casi natural que tu camino artístico se haya forjado entre letras, escenarios y cámaras. ¿Podría decirse que, entre la Jaqueline del Siglo de las luces y la de Cien años de soledad, también pasa un poco el legado de tus raíces familiares?
¡Pasa mucho! El hecho de que haya podido acercarme intelectual y emocionalmente a ese mundo, tan temprano en mi vida, tiene mucho que ver, por ejemplo, con el hábito de lectura que mis padres me inculcaron. En mi casa la televisión tardó en llegar. Mientras ya era común en Cuba que muchas familias tuvieran un televisor, incluso en blanco y negro, en la mía no había ninguno. Crecí en un hogar lleno de libros; mi mundo eran los libros. Incluso, cuando era muy joven, sentía que mis padres insistían demasiado en que leyera. Con el tiempo, les agradecí por ello, porque hoy, como entonces, prácticamente nada me llena más que sumergirme en la lectura de un buen libro. Eso sigue siendo una maravilla, un momento mágico.
Y es curioso porque recuerdo que para interpretar mi papel de Sofía en El siglo de las luces, me apoyé profundamente en el universo que había imaginado al leer la novela de García Márquez años antes. Increíblemente, sentía que ese mundo literario me servía como un referente cercano.
Tiene sentido. Carpentier introduce el concepto de “lo real maravilloso”, que antecede al “realismo mágico” de García Márquez y se convierte en una influencia clave para los escritores del boom. ¿Cuán compleja puede resultar la prepración de una actriz para interpretar un personaje salido de la literatura, y más de un libro célebre?
Es un proceso muy complejo, no solo para los actores, sino también para los directores, guionistas y todos los involucrados en la adaptación de una novela al cine. Cada uno tiene su propio imaginario de los lugares, los personajes y las situaciones, moldeado por sus lecturas y su interpretación personal del libro.
En Cien años… se realizó un trabajo excelente. Los diálogos escritos, por ejemplo, son muy pocos. Cinematográficamente, esto implica que la descripción de la época, los personajes y los conflictos debía ser mucho más detallada. También estaba el desafío de cómo hablarían esos personajes. Estos, aunque están maravillosamente descritos en el libro, no tienen una forma específica de hablar, lo que deja un espacio abierto a la interpretación.
¿Te pidieron algo específico en cuanto al trabajo del acento para tu personaje?
El trabajo sobre el acento fue un aspecto fundamental en la construcción del personaje. La mayoría de los actores eran costeños o tenían cierta cercanía con ese acento colombiano, lo cual facilitó el proceso. Sin embargo, se hizo un esfuerzo conjunto para que todos lográramos una forma coherente de hablar, adecuada a la región, considerando la diversidad de acentos que existe en el Caribe. El objetivo fue acercarnos a un acento más próximo al samario, propio de Santa Marta.
Para ello, contamos con el apoyo invaluable de un equipo de coaches de acento que nos acompañó durante los ensayos. Mientras estudiábamos a nuestros personajes, podíamos consultarles constantemente. Además, estuvieron presentes en el set de grabación para corregir cualquier detalle en tiempo real.
No se trataba simplemente de interpretar de manera personal cómo podría hablar un costeño de Santa Marta o Cartagena, sino de asegurar que todo el elenco mantuviera uniformidad en el acento. A esto se sumó el reto de reflejar, a través de la pronunciación y entonación, las diferencias sociales entre los personajes, que también influyen en su manera de hablar.
Uno de los pasajes más tensos y polémicos de Cien años de soledad tiene como protagonista a Leonor Moscote, cuando Aureliano Buendía, adulto, acude a la casa de los Moscote para pedir la mano de Remedios, una niña de apenas 9 años. ¿Cómo abordaste la interpretación de tu personaje en un pasaje tan controvertido?
Mi personaje es una mujer profundamente tradicional, coherente con la cultura de su época. En ese contexto, lo que ella hacía forma parte de un comportamiento habitual, incluso visto como un acto que aseguraba el futuro de su hija. Sin embargo, esta perspectiva entra en contradicción con la visión que tenemos hoy día, una visión con la que me identifico plenamente como madre.
Fue fundamental entender las motivaciones de la época y las de cada personaje. Leonor es una mujer que cría a sus hijas lo mejor que puede, una mujer inteligente que está al tanto de todo lo que trama su esposo, pero que, a pesar de eso, no tiene una voz poderosa frente a él. Está profundamente inmersa en su rol, representando de forma magistral lo que puede parecer menor: la mujer que se dedica a criar y, en última instancia, a proporcionar las herramientas más importantes para la vida.
En este sentido, su rol cobra una enorme importancia. No obstante, yo misma experimenté contradicciones, en especial al justificar su apoyo al matrimonio de su hija siendo tan pequeña. Aunque la decisión la toma Remedios, Leonor la respalda, ya que, en su época, era una práctica común. Además, este acto también lleva un poco de paz y se ve influenciado por los acontecimientos políticos del momento. [No debemos olvidar que José Arcadio Buendía y don Apolinar Moscote mantienen una relación de antagonismo, marcada por diferencias tanto políticas como personales].
Se ha dicho que el pueblo de Macondo, construido a tamaño real para la serie, es impresionante, algo pocas veces visto en este tipo de producciones. ¿Cuáles fueron tus impresiones? ¿Qué sensaciones te despertó estar allí?
Nunca he vivido algo así en mi vida. Esto es un sueño hecho realidad, porque generalmente, debido a problemas de producción o cualquier otro factor, jamás se construye un pueblo entero a tamaño real, con sus casas, la iglesia, las plantas naturales… solo para filmar.
Nos llevaron a ver el pueblo una semana antes de comenzar a rodar. Cuando llegamos y vimos aquello, Marlyeda Soto —quien interpreta a Úrsula Iguarán de adulta— y yo nos echamos a llorar. A pesar de nuestras carreras y toda la experiencia que teníamos, aquello fue tan emocionante que no podíamos creerlo. Fue un momento absolutamente impactante.
Debo destacar que todo esto fue posible gracias al rigor profesional con el que se trabajó. Cada departamento, ya fueran los técnicos, el de arte, el de vestuario, la fotografía o la dirección, hizo un trabajo impresionante. Los directores [el argentino Álex García López dirigió los episodios 1, 2, 3, 7 y 8, y la colombiana Laura Mora estuvo a cargo de los episodios 4, 5 y 6], cuando dirigían, te dabas cuenta que no solo se habían estudiado la novela, sino que conocían la historia y el contexto en detalle.
Te confieso que el hecho de estar en esa ambientación, en Macondo, representó una parte fundamental de nuestra inspiración para trabajar. Incluso cuando veíamos en el monitor las escenas que habíamos terminado de grabar, la emoción no solo provenía de lo que mostraba la pantalla, sino de lo que nos rodeaba. Tengo una fe enorme en la serie.
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El “ángel garciamarquiano” parece haber estado siempre presente en la vida de Jacqueline Arenal. Con la llegada de la serie a La Habana, su público natural, la actriz se siente honrada. La presentación de los dos primeros capítulos en el Festival de Cine tiene un significado especial. Gabriel García Márquez siempre mantuvo una relación estrecha con el cine latinoamericano y una profunda amistad con Cuba y su gente.
“Me gustaría mucho que mis padres estuvieran vivos y poder entrar al cine de la mano de ellos para ver el estreno de Cien años… en La Habana”, confiesa Jacqueline casi al despedirse. Mientras lo dice, no puedo evitar, como al inicio de nuestra charla, imaginar otro acto de realismo mágico: Pablo Milanés y Gabriel García Márquez apareciendo juntos desde algún rincón, entrando al cine para tomar asiento entre el público, sonrientes, aplaudiendo al ver a Jacqueline, a una cubana, en el corazón de Macondo. Al final, lo irreal parece tan posible como lo cotidiano, en especial cuando el universo macondiano cobra vida en la pantalla y en el alma de quienes lo habitan y lo llevan consigo.