Durante la Décima Bienal, en 2009, el artista José Emilio Fonseca Fuentes, JEFF, invadió las calles con su escultura más popular: la manada de elefantes que, un tiempo después, pasó a ocupar la plaza del Centro de Negocios de Miramar. Si uno mira con detenimiento, en la ciudad hay otras esculturas suyas, fáciles de reconocer por el uso de la técnica de metal inflado.
En una de las paredes de madera de la casita –la casita que en realidad se llama Coco Blue y la Zorra Pelúa– cuelga un cuadro. Un lienzo con fondo blanco donde aparece él, vestido con un batón amarillo, más grande que un árbol, y mucho más grande que una casa. Bien podría decirse que ese cuadro lo pintó un niño.
José Emilio Fonseca Fuentes está sentado y apoyado encima de la mesa de cristal. Sobre la superficie están esparcidas varias esculturas. Está la manzana que es, de todas, su pieza más pequeña. Me mira tranquilo y dice: “El centro de mi vida está en este lugar”.
En 2015 JEFF escuchó hablar de un terreno que había en la calle 14 de El Vedado, entre 11 y 13. Casi 500 metros cuadrados. Solo quedaban en pie dos habitaciones de la antigua casa. En ella vivían unos borrachos a los que la gente iba y les pagaba cinco pesos a cambio de tirar allí sus escombros. JEFF dice que tuvo que sacar la suma de todos esos cinco pesos. Al final se quedó con un espacio vacío, que es como decir un lienzo en blanco.
“Lo que he hecho durante estos cuatro años –dice– es ir depositando un poco de energía”.
JEFF empezó a llenar el vacío con sus propias esculturas. Colocó un asta y una bandera. Guardó en las habitaciones: acero, chatarra, madera y toda la recortería que le fuera útil. Llevó la bicicleta roja, la Niágara, y la dejó allí a la intemperie. Armó por piezas y con paciencia su carro, un Willys. Plantó un cartel: La Finca # 112.
“Una finca en medio de El Vedado”, dice. Hay árboles, matas de plátano, piso de tierra. Hay una escultura que es una barca para asar cerdo, y un pequeño trapiche para extraer guarapo –bebida azucarada que se toma bien fría– de la caña. Hay también un colador para hacer café carretero, típico de las zonas rurales de Cuba, y lo sirve luego en vasos que son botellas de cerveza picadas.
Siempre logra la misma estética: rústica, inacabada, funcional. La estética a la que ahora está muy de moda llamarle vintrash: mezcla de vintage y algo que un día fue basura.
La Finca es una gran escultura conformada por otras tantas, un work in progress. No hay un solo objeto que JEFF haya colocado solo por azar.
Coco Blue y la Zorra Pelúa, por ejemplo, está levantado a base de tablitas de madera y vigas de hierro. Tanto las tablitas como las vigas antes fueron desechos, cajas donde vienen los elevadores de Rusia, hierros que retiran de los viejos ascensores cuando instalan los nuevos. El reciclaje es la solución ante la escasez de recursos, la del país y la suya propia.
“Esta es mi oficina, mi espacio, mi retiro. Yo desde aquí puedo emitir hacia otros lugares del mundo, y así, como eso, como una gran base de operaciones, me estoy organizando”, dice.
Pasa un rato más o menos largo. Un rato que en realidad transcurre en silencio sin ánimo de aportar drama a esta historia, y sigue: “A ver, cómo explicarte. Me pasé tanto tiempo sin taller, sin poder producir, que una vez que tengo esto aquí me olvidé del mundo, de las fiestas, de las jodederas, de los bares, de las exposiciones. Yo no salgo a ningún lugar, este es mi refugio”.
El Coco y la Zorra –llamémosle así– es solo uno de los espacios dentro de La Finca. En algún momento, JEFF –quien dice que la primera lección del arte es saber desprenderse de las cosas– lo convertirá en un bar.
Con los ingresos que genere el bar, JEFF podrá financiar otro de sus planes, las becas de creación para artistas, académicos o autodidactas, de cualquier nacionalidad, da igual, siempre que sean coherentes con la línea que intenta defender: nada extremadamente conceptual. “La idea, solamente por la idea, no me interesa. Creo más en un tipo de obra donde haya algo que llevarse más allá del recuerdo, de la idea, del performance. Algo que quede. Yo abogo por el arte tangible”.
Cuando era niño JEFF quería ser médico, piloto o pintor. Ahora es un hombre que pinta como un niño. “Detrás de esa aparente ingenuidad puedo decir las cosas que pienso como adulto. Además, todos fuimos niños, todos conocemos esa iconografía, ese lenguaje. Entonces es más directa la comunicación”, dice.
Luego se hizo escultor y, desde entonces, todo lo que interviene, de algún modo, deviene pieza.
La Finca es una gran escultura conformada por otras tantas, un work in progress. No hay un solo objeto que JEFF haya colocado solo por azar.
La Niágara, roja, oxidada, vieja, está a unos metros de la entrada. Le pregunto por ella y me responde que es tan solo una bicicleta. Pero no. Hace varios años JEFF tuvo una, la dejó en casa de un amigo y la perdió. Un poco empecinado, creo, JEFF compró otra y terminó regalándosela al hermano. Su hermano vendió luego la Niágara para irse del país. “Él ahora no está, así que me compré esa. Es como un acto de presencia, y se tiene que deteriorar sola”.
Cuando JEFF se casó –porque claro, se casó en La Finca–, la Niágara recibía a los invitados con una cesta cargada de flores.
Trabajar, casarse, hacer fiestas, recibir a sus amigos, organizar exposiciones, atraer a futuros becarios es, para él, como llevar el mundo a su espacio. De otra manera, cree, no existiría. “Aquí es al revés”, sentencia: “la montaña viene a Mahoma”. Dicho así, suena un poco contradictorio. Un mismo lugar que sirve de retiro y a la vez de encuentro (con las gentes, con el estado del arte, con la ciudad).
“Que yo esté solo ahora, retirado, produciendo, para que mañana esto se convierta en un lugar donde la gente quiera venir a pasarlo bien no es contradictorio. Yo disfruto el proceso de hacer cada cosa aquí dentro, de ir cambiándolo todo el tiempo, de ver cómo cada espacio va cogiendo su propia energía. Y me hace feliz saber que todo el que llega siente el cambio y esa energía, por muy sencillo que sea”.
Este texto pertenece a la edición 51 de la revista OnCuba Travel: