Acostumbrados nos tiene el Ballet Nacional de Cuba, dirigido por la Prima Ballerina Assoluta Alicia Alonso, a sorprendernos con lecciones de buen gusto escénico, técnico y danzario.
Su más reciente presentación en la sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana fue un derroche de talento y de concepciones dramatúrgicas de alto vuelo.
Con el ballet La leyenda del agua grande, coreografía del joven Eduardo Blanco, la compañía mostró sus potencialidades para sobrevolar los estilos más etéreos del clasicismo y lo corporal expresivo de la danza contemporánea. Blanco supo combinar en esta historia de leyendas aborígenes latinoamericanas una balanza de técnicas y actuaciones que pasaban de un estilo a otro casi imperceptiblemente.
Basado en la historia legendaria de la creación de las Cataratas del Iguazú en el centro sur de nuestro continente, La leyenda… narra coreográficamente el rito de sacrificio que anualmente los pobladores de aquella región realizaban a Mbói Tu’i, monstruo con cuerpo de serpiente y cabeza de loro, en plegaria en mejoras para las cosechas y el buen curso de las aguas y las lluvias.
La historia – conformada por un prólogo y dos actos- se sitúa durante la preparación del sacrificio de la joven india Naipí, de quien el héroe Tarobá, feroz cazador de un jaguar, se ha enamorado. El joven se enfrenta al Cacique, su esposa e hijo, con tal de evitar que su amada sea asesinada por el monstruo. En la roca del sacrificio, cuando ya escapaban juntos, Mbói Tu’i los avista y al intento de atraparlos causa con fuerza inverosímil una grieta en la roca por donde cae en cascada el agua del río separando a los enamorados para siempre. La aberración convierte a Tarobá en una palma y a Naipí en una roca.
Grande el diseño escenográfico y de luces – a cargo del maestro Salvador Fernández y Pedro Benítez respectivamente- los cuales supieron trasmitir en todo momento la carga de lo que estaba pasando: ya fuera el centelleo de los relámpagos, el verdor de la selva, la roca del sacrificio: el realismo impregnaba cada uno de los espacios sobre la escena del Coloso de Prado.
Asimismo el vestuario – con creaciones de Frank Álvarez- y la música – compuesta por Miguel Núñez- completaron la crudeza y naturalidad de una puesta que nos es más cercana culturalmente que los grandes hitos clásicos europeos donde lo contemporáneo, lo clásico y algunos bailes indígenas se dan la mano para crear un trinomio interesante.
De los bailarines que decir… los roles principales fueron asumidos por jóvenes exponentes de la compañía, fieles seguidores de una tradición de talento danzario.
Naipí fue llevada a escena por la Bailarina principal Amaya Rodríguez (viernes y domingo) y por la Primera bailarina Yanela Piñera (sábado). La Piñera demostró gran trabajo dominando giros y extensiones, luciéndose en un idílico pas de deux en que traslució la potencia de su técnica, aun en constante desarrollo. Supo proyectar una interpretación con gran carga emotiva por el dolor y sufrimiento del primer acto contrastada con el amor pincelado de temor del segundo, acorde a las exigencias de la obra.
El corifeo Luis Valle (viernes y domingo) y el primer solista Arián Molina personificaron al héroe enamorado Tarobá. Arián es de esos bailarines que impone en escena por su presencia física y sus poderosos giros, que logra cambiar de ritmo con una facilidad impresionante. Técnica poderosa sin duda posee el joven Molina, con grandes saltos y extensiones que dotan al personaje de vitalidad y juventud, en cotejo con un trabajo de interpretación fluctuante que desarrollándose le daría un mayor impulso a su virtuosismo como bailarín.
Sorprendió el joven solista Alejandro Silva en su interpretación de Ñuatí, hijo del cacique, donde demostró madera para convertirse en un seguro pilar del futuro de la compañía tanto técnica como interpretativamente. Fuerza y arrojo, en conjunción con grandes saltos, pirouettes y acrobacias fueron las cartas de presentación de este jovenzuelo.