Charo Guerra tenía que escribir Limpieza de sangre.
Hay poemarios que se escriben de oído; la melodía está en el viento, y el roce de las hojas en los árboles canta las palabras. Hay poemarios meditados, regidos por el cartesiano mandato de encajar en concierto las ideas tremendas que asolan a la especie. Y hay poemarios que se imponen, voluntariosos, manando de las oscuras habitaciones del alma, que te doblan el brazo, te sujetan la cabeza, y te obligan a pulsar el dolor, a puntear sus cuerdas retorcidas al tacto, a cifrar su música difícil, a mirar, a mirar, pero, sobre todo, a ver.
Ninguna de estas modalidades es, per se, garantía del éxito. Todas necesitan del médium, el/la poeta sensible que carga la cultura nutricia de su idioma, el/la que posee la sensibilidad espejeante donde los otros ven lo que sienten y saben, pero que no pueden decir, el/la que tensa el idioma hasta la caricia o el grito, el/la que por todos canta.
Pero, ¿qué es el éxito para un poeta? ¿El premio en un certamen? ¿La cuidada edición? ¿Qué los académicos lo impartan y traduzcan a otras lenguas? Algo hay de inefable en la poesía, que viene de una época prelógica, mucho antes de que intentaran constreñirla a un género literario. El éxito del poeta es, a mi modo de ver, su autoperfeccionamiento, subir un peldaño cada vez en la escala de la comunicación humana, y fijarse ahí, donde la marea de los días y las noches no oxidan sus visiones. El poeta no puede sino contender consigo mismo. Todo lo demás son vanidades.
Charo Guerra tenía que escribir (o armar) Limpieza de sangre, porque ya no le cabía un doloroso recuerdo más a sus arcas, porque tenía que pasarse en limpio como ser sensible, porque ya la estaban asfixiando las visiones que el tiempo superpone y funde.
Su libro más reciente es un ejercicio de desgarrada sinceridad, una práctica espartana de la verdad, un acto de conmiseración aún con aquellas personas, creencias y circunstancias que hendieron su carne mortal de niña, muchacha, joven madre, eje de la familia en el más rancio esquema patriarcal.
El título alude a ideas tan ponzoñosas y perversas como “adelantar la raza”, “mejorar el cabello”, “parecer, ya que no puede ser, blanca”… Habla de los esfuerzos denodados del padre “adelantado” por que la hija “no baile ni coma en casa de los negros”, siendo su propia madre, Rosario Pérez Owen, descendiente directa de africanos. Se entiende que el padre intentaba labrarle un destino a su progenie en una sociedad milimétricamente estratificada, aun a costa de negar/esconder a la mujer de la cual la nieta tomó el nombre:
“Ella parece menos negra que su madre / quien, a su vez, fue menos negra / que la suya y otras madres/ cuyas pieles perdieron brillo/ por la salinidad y la nostalgia / quien sabe de qué sitios, / que vahídos…” (…) “Una por una, / en el recuerdo los labios encogidos, / todas ellas fueron las madres de mi padre. // Una por una/ rogaron borrarse de expedientes/ que podían entorpecer la versión futura de la historia / de la historia de él y, por consiguiente, de la mía. // De ahí esta voluntad, / este antojo (pidiéndoles perdón) / porque quiero que sean publicados los informes y datos omitidos”. (Atavismos)
En el poema “Limpieza de sangre”, la autora, “un ser no apto por impuro” a pesar de su tez blanca, vuelve a nombrar al padre “que extrae el corazón de los pigmentos, / los rebaja con cantos y danzas / como aconsejan los mayores, / y separa y guarda en algún agujero de la tierra/ lo que oscurece, /lo que sobra, /lo que debe irse al fondo, al fondo, / hasta internarse en el subsuelo/ bajo revestimientos de tierra pedregosa”.
El oficio de Charo es, según sus palabras, “practicar la duda”. El conocimiento se funda en buenas preguntas, que parten de saberes anteriores. Así, en un largo poema en nueve cantos reconstruye su casa en los fragmentos, con los sempiternos muñequita de biscuit y el cuadro con la escena de caza. Ahí vive junto al hombre que, llegada la hora de la mayor incertidumbre, “…le pide embozados favores / a los venerados dioses de su madre”. (“La casa. Detalles”).
No voy a detenerme en cada uno de los textos, que lo merecerían. Señalaré los que me parecen aportes monumentales al corpus literario del país: “Holograma del trópico”, “Oración”, “Oyendo a Barbra Streisand”, y el esencial “Argumentos”, bitácora de una madre de familia, con todo lo que eso entraña en una sociedad sexista como la nuestra.
Alerto al lector no avisado que el sujeto lírico no es el poeta, aunque sus voces se fundan en más de una ocasión. Sé que es difícil discernir cuál es cuál en poemas tan viscerales, pero esa necesidad de esclarecimiento, ese vicio de “sucedió en realidad” nada tiene que ver con la literatura ni, mucho menos, con la poesía. El poema es un cosmos en sí mismo, y lo que importa es cuanta sustancia trascendente porte, que tan alta es su capacidad de emocionar, cuán eficaz es para desatar los resortes de la evocación y de los recuerdos ficcionales. Todo poema tiene de déjà vu inédito, aunque parezca contradictoria la expresión.
La mujer que se duele porque “los ladridos, los gritos y las quejas taladran / los mediodías, las tardes y las noches / y yo sigo, patética, / frente a mi máquina Singer / de mil ochocientos veinticinco”. La que no quiere “escuchar este ruido / el perverso silencio de la máquina esclava / el ritmo del reloj de mil ochocientos veinticinco”. Pues la “…aterran y amenazan los dos confabulados en esa sincronía”. Ese sujeto hablante, doliente, que ve fugarse su existencia en la invisibilidad de su condición de mujer, no es la autora, aunque también padezca de un “automatismo desafiante”.
En “Oración” la hablante poemática invoca a la Virgen de Loreto. Cada estrofa aquí es una joya. Destaca la familiaridad con que trata a la madre de los cristianos y la radiografía de la lenta cotidianeidad, fuente de mediocridades varias, aderezada con penurias y sueños definitivamente rotos. Cito casi al azar, pues todo es citable: “Tú que sabes cómo/ convivimos en esta incoherencia, / este orden en caos, / y vamos haciendo con cálmalo que llamamos vida: aleja la oscuridad, / expulsa el tufo a carroña con que hemos envilecido nuestro inocente paladar”. (…) “Haz que desconfiemos del decorado primoroso, / de las palabras pulcritud, glamour, felicidad, / de quienes solo colocarán alguna luminaria en la pradera/ para ganar la paz. / Y de otros que seguirán lucrando a merced de tu imagen. // Todo lo que pedimos sea ahora. / Sea hoy. / Obsérvanos y déjanos enmendar/ con provisionalidad el horror de este mundo”.
Quisiera decir más, hablar de los ex jóvenes que se reencuentran al final del túnel que una vez estuvo sembrado de promesas, de la mujer que agradece a otra que la tenga en cuenta en medio del dolor seguramente fingido, parte de una estafa, pero que aún así la visibiliza momentáneamente, del largo sacrificio que representa aprender a matar el tiempo en los andenes… Pero no tengo intención de enturbiar la lectura con palabras que, en resumen, no pueden develar la recóndita almendra del gesto poético.
Mediante este intenso poemario Charo Guerra realiza su propia limpieza de sangre, pero no en la acepción canalla de la frase, sino como acto liberador de toxinas y concepciones que vienen rodando desde siglos y atenazan a la mujer, sin que aún se vea su fecha de caducidad.
Celebro en Charo Guerra la grandeza de la poesía cubana. Su voz es original, profunda, necesaria.
Qué: Limpieza de sangre, Premio Julián del Casal 2020. Ediciones Unión, 73 pg.
Cuánto: 15 CUP.
Dónde: Venta en la librería de la Uneac, 17 y H, El Vedado.