Como si una muerte fuera poco hemos conocido de dos. Dos guadañazos directos al cráneo de una estirpe, la de los intelectuales críticos. Porque más que escritores eran estos finados conscientes de algo que otros no deberían olvidar: escritor será quien logre multiplicar cuartillas haciendo que sus personajes lloren o rían, se mueran de infelicidad o gozo; pero intelectual, solo el que toma partido de su circunstancia política, social, cultural… Y no debe temerle al poder. Al menos, si le teme, deberá disimularlo con palabras.
Y aunque quisiera decirlo por compatriotas nuestros, ahora se debe a la muerte del alemán Günter Grass (1927-2015) y Eduardo Galeano (1940-2015), el uruguayo. Uno mejor novelista que el otro, según mi punto de vista lector; uno más directo y metafórico, lo que se dice un prototipo germano, aspecto que le hace tomar ventaja en esto de la escritura, a veces una carrera de caballos donde el favorito puede desplomarse a pocos metros de la meta cuando medio hipódromo ha apostado por él. Todo depende del galope y eso que decimos: la bomba.
El europeo galopaba con fuerza, firme de paso y respiración. Nunca demasiado dulzón ni siquiera en la poesía. Quizá agridulce se le pueda decir y manteniendo ese gusto, valiéndose de los mismos condimentos, hasta recibió el Nobel.
El latinoamericano en cambio prefería el néctar a la hora de acomodar palabras, fueran de lo que fueran y no importa si desde el periodismo. Para relatar lo del fútbol o lo del dolor de los pueblos originarios en estas selvas del sur, dulce. Estilo le llaman. Y está bien porque son diversos los gustos.
Un día de 1959 se apareció quien había nacido en Dánzig con su libro sorprendente titulado El tambor de hojalata. Oscar Matzerath, negado a crecer lanzándose por una escalera, sacaba redobles de tambor y arrojaba gritos contra ventanales de castillos e iglesias mientras alrededor suyo emergía un mundo sórdido de cruces suásticas, sexo e hipocresía. La sociedad lo condenó por pornógrafo, pero el creador no se detuvo y prosiguió.
Doce años después, en 1971, salió de imprenta la obra del uruguayo. Las venas abiertas de América Latina, ensayo que si habrán leído los adolescentes, discutido los militantes, hojeado los aburridos y escrutado los de derecha; porque, más que una errata se le quería encontrar la mínima debilidad, la zona más vulnerable a través de la cual traspasar el agujón y desinflar la balsa con la principal hipótesis.
Hugo Chávez, muchos años después, agarró este libro y con él en una mano se fue directo a donde esperaba el presidente Obama. Un regalo, le dijo, y el norteamericano lo recibió con una media sonrisa. Quizá desconociera de aquel libro-biblia, como desconocen algunos que de él su autor llegaría a expresar la inconformidad de su recuerdo. “Nunca volvería a leerlo”, confesó. Consideraba que aquella escritura pertenecía un momento pasado de su vida y que, no obstante, no podía renegar de él por completo.
Es necesario tener valentía para dinamitar el pedestal de un libro asumido como estandarte por la izquierda latinoamericana, esa izquierda que más de una vez embistió contra el autor cuando se hacía consciente de eso de lo cual debe hacerse todo intelectual: urge ser ente pensante, conciencia crítica, ciudadano con opinión, voz y voto. Decisión.
Tampoco a Grass lo perdonaron. Había soltado una confesión más que valiente, temeraria. Que había estado ligado a las SS nazis no era conocimiento público. “En mi adolescencia el nazismo producía mucha atracción”, dijo Grass mirando al interlocutor por encima de sus ovalados lentes de pasta como queriéndole decir que en los sistemas totalitarios lo que a la larga parece aborrecible llega a ser motivo de curiosidad y embullo, y que viceversa. Pero debe ser uno demasiado sincero en este mundo. La gente no entiende de conexiones directas con el alma. Prefiere toparse con la caricatura, la del hombre que acusa desde la impoluta tribuna, cómodo en un mullido sillón y adormecido por las trompetas de la propaganda. Habrá de criticar el capitalismo, pero nunca la izquierda ni siquiera por la izquierda.
Si para Eduardo Galeano la condición crítica le costó instantes tensos con la burocracia cubana, a Günter Grass no le fue mejor cuando se puso al lado de un poeta disidente. Entonces, cada cual a su tiempo, recibió las embestidas de nuestro toro nacional que en dependencia del color de la capa, y hasta del torero, brama o bufa, y si llegara a animarse hasta raspa el suelo con su patica de oportuna tauromaquia.
Ante semejante animal no se intimida el intelectual verdadero, prosigue en lo suyo que es lograr que la voz se escuche, y mejor, respete, y aún mejor, quede impresa en una obra que impresione por su sinceridad y consistencia, a la larga el único valor literario.
La escritura de Grass y Galeano, cada cual desde posiciones broqueladas en la experiencia en sus no cortos años de vida, sigue siendo sincera y luminosa pese a la desaparición de sus cuerpos. Novelas, cuentos, artículos y entrevistas se agolpan ante el lector y el escritor, el veterano y el que comienza. Para los dos, sin distinciones, es el ejemplo de lo que fuera una voz crítica. Verdadera y fiel. Aún en la muerte.
wow, holguinero de pura cepa, gracias por tanta agudeza!!!!
Excelente homenaje a estos dos grandes que se nos han ido: Günter Grass y Eduardo Galeano. Gracias por tan merecida aportación !
Un lindo homenaje a dos excelentes escritores