Ni de política, ni de economía, ni de literatura, ni de Hemingway. Esta vez lo más sísmico que ha dicho Leonardo Padura es sobre béisbol, otra de sus pasiones.
“¡Quiero que pierdan los Industriales!”, exclamó, abjurando de una máxima de su amigo Manuel Vázquez Montalbán, según la cual todo se puede cambiar en esta vida –la casa, el partido, la pareja, los gustos; todo, absolutamente todo– menos el equipo del que eres fanático.
Para fortuna del autor de Pasado perfecto, su deseo maldito no fue proferido en el templo de la novena azul, el estadio Latinoamericano, sino en un adusto salón de la embajada de España en La Habana, donde presentó a su par, el novelista Lorenzo Silva, ahora mismo “el rostro del crimen en Madrid y un autor prácticamente desconocido en la Isla”.
Tête-à-tête
No fue una pelea, sino un mano a mano de más de una hora entre dos gallos siempre dispuestos al combate con el peor de sus enemigos: las espuelas de la página en blanco.
El cubano, con una blasonería protectora: premio nacional de Literatura, princesa de Asturias y Roger Caillois, entre otros; el español, con el linaje que dan galardones como el Planeta y el Nadal, tenidos entre los más codiciados lauros editoriales de Hispanoamérica.
Ambos narradores debutantes en los 90. Ambos con una sensacional producción libresca, de proporciones bibliotecarias, que se derrama hacia el periodismo, el ensayo y el guion audiovisual, y que en el caso del hispano se extiende a la literatura infantil y juvenil. Ambos con personajes fetiche que, pese a la diferencia de contextos, se rozan en sus visiones e ideales de policías atípicos, con un título de psicología engavetado, en una época donde el decoro no está de moda y cruzar la raya entre el bien y el mal tampoco trae crisis de conciencia.
“Se vinculan a esa profesión que no han elegido y que no es su vocación por una misma idea: si hay alguien con un poco de rigor y decencia en el lugar donde deben estar, algunos de los canallas que van por ahí causando daño a los demás, pueden encontrar algún contrapeso”, explicó Silva (Madrid, 1966), a lo que Padura (La Habana, 1955) calzó con que se trata de “un código ético muy personal y semejante” entre Mario Conde y Sergio Bevilacqua.
“Ellos accidentalmente encuentran un lugar en la vida y no son policías autoritarios, ni abusivos”, caracterizó Silva, autor de ocho novelas en las que aparece su héroe anti castizo, Bevilacqua –un uruguayo con apellido italiano y pasaporte español– junto a su partner Chamorro. Pero… ¡sorpresa! No es un, sino una colega: Virginia Chamorro.
Ahora ya cuarentona –principió en la saga siendo veinteañera– Chamorro es guardia civil por tradición familiar y con más de un atractivo –otra sorpresa– nunca ha ido a la cama con su compañero de armas como apetece a un bando de lectores, aunque el otro se amuralla en lo contrario.
Silva ha esquivado esa encrucijada que describe como “la historia más banal y manida del mundo”, porque lo que interesa al autor de El alquimista impaciente y La marca del meridiano, (Nadal y Planeta, respectivamente) es explorar un nuevo tipo de relación entre un hombre y una mujer, más allá de disipar la consabida tensión sexual no resuelta.
“Esa camaradería” permite al escritor simbolizar lo que ha sido, a su juicio, el principal resultado social de la democracia española: la emancipación femenina en un país machista donde hace tan solo cincuenta años no existía ni una sola jueza y hasta hace veintiocho, las chicas brillaban por su ausencia en la Guardia Civil.
El policiaco como coartada
Alérgico a los moldes, Silva ha procurado con el catálogo de Bevilacqua-Chamorro supera la “siniestra imagen anclada” en el estereotipo lorquiano de la guardia civil, en tanto Padura ha hecho otro tanto con su Mario Conde, un pésimo policía que “actúa con premoniciones, sin saber nada de investigación criminal, y que se emborracha la mayor de las veces”, para alejarlo de la narrativa policiaca local de los 70 y 80, en la que los agentes de “tan perfectos” terminaban siendo “personajes completamente imperfectos que no funcionaban literariamente”.
De acuerdo con el autor de Máscaras, “en el caso cubano el error fue confundir el arte con el reglamento”, pretendiendo elevar este último a la categoría de “sustancia artística”.
Sea por las coartadas que fuesen, en su novelística ambos escritores se sirven del género para llevar un corte de la sociedad a la mesa de disecciones.
Es un difícil equilibrio. Es un arte de proporciones y cruzamientos, pero sin recetas. Lo episódico puede verse aplastado por el peso indagatorio de lo social o viceversa.
“Esa democracia suprema del homicidio –cualquiera mata, cualquiera muere– te permite viajar a cualquier espacio social por la vía de la víctima o del victimario y meter en el radar a toda la sociedad”, estimó Silva, cuya última novela de la saga es Tantos lobos (Destino, 2017).
A través de sus novelas, Padura ha ido dejando las marcas del cambio en la dialéctica ocupacional de Mario Conde. Primero policía, luego marchante de libros viejos, después investigador de lo que sea con tal de ganar “algún dinero” que inmediatamente se evapora “por sus disparates económicos” y las parrandas con sus amigos.
“Trato de dar en mis novelas un mundo en el cual aparentemente la cosas no cambian, como no hay grandes cambios en las estructuras políticas; pero en realidad se producen muchísimas mutaciones dentro del organismo social”, evaluó Padura y anunció que su próxima novela de la saga es La transparencia del tiempo, que la editorial española Tusquets, siempre con la primicia de la obra paduriana, llevará a los anaqueles en enero próximo.
“Espero que en algún momento se publique en Cuba, y no demasiado tarde”, aspira el escritor.
Para esta última historia, envía a Mario Conde a “un viaje a los infiernos” al penetrar uno de los barrios de emigrantes orientales en la periferia habanera, llamados por la jerga oficial asentamientos, “otro eufemismo”, dijo Padura y sueltó un “¡uuuf! heavy, heavy” para ilustrar su propia experiencia como investigador in situ en una de tales colonias en el municipio capitalino de San Miguel del Padrón, al que muchos de sus moradores refieren, sin eufemismo, como… San Miguel del Ladrón.