Para 1992 y desde hacía mucho tiempo, Dulce María Loynaz ya era una leyenda dentro y fuera de Cuba. Vivía los últimos años de una vida, en gran medida, consagrada a la poesía. El mismo camino de sus hermanos Flor y Enrique.
Las malas predicciones para la economía cubana empezaban a ser reales y el deterioro, inminente. Desde su casona del Vedado habanero, aquella señora hija del general mambí Enrique Loynaz, casi ciega y enclaustrada por voluntad, recibiría la noticia: entre 38 candidatos era la ganadora del prestigioso Premio Cervantes, el más alto galardón de la literatura iberoamericana.
Quince años atrás (1977) ya lo había obtenido el célebre novelista Alejo Carpentier y casi al final de la década lo recibiría otro cubano de talla internacional: Guillermo Cabrera Infante (1997).
Dulce María era la autora viva más importante de la isla caribeña en esos momentos. Escasos autores se le podían igualar, aunque por momentos y como consecuencia de políticas mediocres, instauradas en el campo de la cultura, no se le reconociera en toda su dimensión. “Ni bien ni mal. La revolución me ha respetado”, afirmaría categórica cuando se le preguntó sobre cómo había sido tratada a partir de 1959.
Al recibir el Premio Cervantes, el 23 de abril de 1993 de manos del Rey de España Juan Carlos I, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, Dulce María agradecería emocionada el alto reconocimiento al quedar unido su nombre, de algún modo, “al del autor del libro inmortal”.
“Unir el nombre de Cervantes al mío, de la manera que sea, es algo tan grande para mí que no sabría qué hacer para merecerlo, ni qué decir para expresarle”, dijo.
A partir de aquel momento comenzaron a reeditarse en España varias obras poéticas de la autora, su única novela, Jardín, y dos exposiciones presentaron manuscritos, pinturas, fotografías y objetos personales de la excelsa intelectual cubana. Cinco años después se despediría del mundo una de las voces más importantes e influyentes de la literatura escrita en español.
Treinta años después de aquel reconocimiento, la obra de Dulce María Loynaz continúa abrazando a los amantes de la poesía y guiando, de algún modo, a quienes empiezan en el oficio. Todavía hoy es imposible mantenerse inmóvil ante estos versos:
Amor es amar desde la raíz negra.
Amor es perdonar;
y lo que es más que perdonar,
es comprender…
Amor es apretarse a la cruz,
y clavarse a la cruz,
y morir y resucitar …
¡Amor es resucitar!