Federico y las Fritas

Salió de Nueva York en tren hasta Tampa, donde tomaría un barco llamado Cuba con destino a La Habana.

Al divisar la costa, y sobre todo el Morro y La Cabaña, sus sentidos le dictaron la diferencia: “Comienzan a llegar, palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la América de Dios, la América española. ¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial? Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez.”

7 de marzo de 1930. Al pasajero Federico del Sagrado Corazón de Jesús García Lorca lo esperaban en un muelle de La Habana Vieja José María Chacón y Calvo (1892-1969), Félix Lizaso (1891-1967), Rafael Suárez Solís (Avilés, España, 1881-La Habana, 1968) y Juan Marinello (1898-1977). Fueron encomendados por la Sociedad Hispano-Cubana de Cultura, la institución que lo había invitado a impartir conferencias –tres al inicio, pero luego extendidas a cinco– que mesmerizaron el ambiente cultural habanero y lo reafirmaron no solo como el autor del Romancero Gitano (1928), una de las obras cumbres del neopopularismo español, sino también como un teórico tan avisado como atrevido en su capacidad de establecer relaciones y asociaciones.

En La Habana, Lorca pudo dar rienda suelta a su personalidad y liberar sus demonios después de la crisis existencial que lo había llevado a la Gran Manzana. Desde el principio, la gente y la ciudad lo encandilaron en medio de innegables captaciones identitarias:

La llegada a La Habana ha sido un acontecimiento, ya que esta gente es exagerada como pocas. Pero La Habana es una maravilla, tanto la vieja como la moderna. Es una mezcla de Málaga y Cádiz, pero mucho más animada y relajada por el trópico. El ritmo de la ciudad es acariciador, suave, sensualísimo y lleno de un encanto que es absolutamente español, mejor dicho, andaluz. La Habana es fundamentalmente española, pero de lo más característico y más profundo de nuestra civilización. Yo naturalmente me encuentro como en mi casa.

Era también para él una fiesta de los sentidos, que desde luego pasaba por mujer y raza: “Esta isla tiene más bellezas femeninas de tipo original, debido a las gotas de sangre negra que llevan todos los cubanos. Y cuanto más negro, mejor. La mulata es la mujer superior aquí en belleza y en distinción y en delicadeza”.

En la capital tuvo varias complicidades, entre ellas la de los poetas Carlos Manuel (1906-1977) y Flor Loynaz (1908-1985) –la más extravagante, la pelada a rape, la bebedora, la del Fiat 1930 en sitios de machangos, la peor de todas.

En lo que bautizó como “Mi Casa Encantada” de El Vedado, en Línea y 14, escribió El público, que concluiría en agosto de ese mismo año en España: “Yo vi una vez a un hombre devorado por la máscara. Los jóvenes más fuertes de la ciudad, con picas ensangrentadas, le hundían por el trasero grandes bolas de periódicos abandonados”, dice en la obra el personaje del Autor. Y en su cuarto del hotel La Unión, en las calles Cuba y Amargura, el “Son de negros en Cuba”, dedicado a don Fernando Ortiz, a quien se debió su presencia entre nosotros.

Iba intercalando la creación poética con incursiones y escapadas a lugares como Santiago de Las Vegas, Guanajay, Mariel, Viñales, Matanzas, Varadero, Santa Clara, Cienfuegos y Santiago de Cuba. Por supuesto, también al teatro Alhambra, solo para hombres, y su cornucopia de gallegos, mulatas, negritos, chinos y cundangos. Y a La Fritas de Marianao.

Hacia los años 20, coincidiendo con el apogeo del son, en ese lugar –a la izquierda de 5ta Avenida viniendo de La Habana, después de la rotonda, en el tramo comprendido entre las calles 112 y 120– comenzaron a nuclearse conjuntos, sextetos y septetos, así como rumberos y en general músicos y bailarinas de extracción humilde, muchos procedentes del interior, y en particular de Oriente. En una estampa titulada “El son”, el joven Jorge Mañach (1898-1961) escribe acerca de los primeros, en plena efervescencia de las cosas africanas, el jazz de Nueva Orleans, las máscaras de Picasso y el Decamerón de Frobenius: “Son nuestros juglares tropicales: truhanes y melodiosos como los de antaño. Esta es una de sus ‘buscas’ confesables. Van de fiesta en fiesta, y a la vez que ‘se ayudan’ conservan los sones de la tierra. ¡Dios los bendiga!”.

Una fotografía de 1936 muestra a uno de esos grupos soneros de la Playa de Marianao: casi todos negros y mulatos, como era la tradición. Un claro indicador de las relaciones raza / pobreza y de la música como método para ganarse el pan y para la movilidad social ascendente. Posan en un escenario que formaría parte de la identidad del sitio: techo de guano y paredes de yagua, a lo bohío agreste, una huella cultural del tipo de población que había llegado a la ciudad huyéndole a lo inevitable.

Quedaba así marcado en el escenario habanero un lugar para la música y el baile. Según Nicolás Guillén, a Federico “le gustaba irse en las noches a ‘las fritas’, a los cafetines de Marianao, donde ya está el Chori, y allí se hizo amigo de treseros y bongoseros”. Su amigo, el musicólogo y crítico Adolfo Salazar (1890-1958) testimonia, en efecto, que el poeta

se había hecho amigo de los morenos de los sextetos y no había noche que la excursión no terminase en las “fritas” de Marianao. Primero, escuchaba muy seriamente. Luego, con mucha timidez, rogaba a los soneros que tocaran este o aquel son. Enseguida probaba con las claves, y como había cogido el ritmo y no lo hacía mal, los morenos reían complacidos haciéndole grandes cumplimientos. Esto le encantaba: un momento después, Federico acompañaba a plena voz y quería ser él quien cantase las coplas.

Regresó a España, luego de tres meses, el 12 de junio de 1930. Cuentan que una vez se puso un vaso frente a los ojos para “ver la vida color de ron”. Por todo eso, y más, escribió: “Esta isla es un paraíso. Cuba. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en La Habana”.

No pudo regresar. Los falangistas lo asesinaron en el barranco de Víznar el 19 de agosto de 1936.

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