Quizás por esa misma condición que le exige a los demás, sin reparar en jerarquías –es decir, agarrar al lector desde el primer párrafo–, la escritura de Laidi Fernández de Juan (La Habana, 1961) es una de esas que logra precisamente eso: engancharlo a uno, motivarlo a seguir leyendo hasta el final, a no abandonar, tanto en el mundo de su narrativa como en el de sus crónicas.
A falta de una mejor palabra, se trata de una escritora absolutamente vivencial que en cualquier género despliega una dosis muy bien balanceada de observación y distanciamiento. Este es, a mi juicio, su modo de ser. Y lo logra apegándose a la norma coloquial, en particular habanera, finamente decantada y sin restarle ni sustancia ni identidad propia.
Los premios no son indicadores omniscientes de buena literaturidad, pero la trayectoria de Laidi obliga a contradecir el aserto. Habiendo roto el hielo a mediados de los 90, de entonces a la fecha ha publicado once libros de cuentos, una novela e innumerables artículos de costumbres. Ha obtenido en dos ocasiones el Premio de Cuento “Luis Felipe Rodríguez” de la UNEAC por sus libros Oh vida (1998) y Sucedió en Copperbelt (2013). También el Premio de Cuento “Alejo Carpentier” por “La hija de Darío” (2005), el Premio Internacional de Minicuentos “El Dinosaurio” por “Naderías de hoy” (2014) y el Premio de Cuentos “El Hilo y la Cuerda” por “Títere fue” (2015).
Pero nuestra entrevistada ha sido también una promotora cultural. De 2011 a 2016 dirigió y condujo el espacio “Miércoles de Sonrisas”, del Centro Dulce María Loynaz, dedicado al estudio y divulgación del humor en la cultura cubana. Y durante varios años mantuvo en La Jiribilla la columna costumbrista “Hablando en plata”.
Fue columnnista en OnCuba y actualmente colabora con el sitio digital del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau con dos columnas: “Hoy por hoy” y “Letras afines”.
El año pasado obtuvo la distinción Crónica de Oro en el encuentro nacional Cronistas Crónicos.
Su libro más reciente, La Habana nuestra de cada día (Ediciones Boloña), acaba de obtener el premio anual de la crítica literaria.
En medio de ese importante premio, de sus trajines cotidianos y de golpes sucesivos que le ha dado la vida, OnCuba le agradece de todo corazón haber hecho un aparte para responder nuestras preguntas.
Ejerciste la medicina hasta que decidiste dedicarte por entero –si cabe– a la literatura. Mirando hacia atrás, narradores cubanos como Miguel de Carrión fueron médicos y después –o paralelamente– escritores. ¿Qué te llevó a cambiar el estetoscopio por la computadora?
Durante veinte años logré conciliar ambas profesiones, hasta que llegó un momento en el cual resultó incompatible llevar la medicina de la mano de la literatura, y viceversa. El director del centro de salud donde yo ejercía mi especialidad dejó de permitir mis ausencias por diversos compromisos, y yo entendí sus reclamos, de modo que me aparté de ese camino.
Muchas veces me han preguntado si no echo de menos la práctica médica, y siempre respondo lo mismo: no. Tengo pacientes que aún me consultan, y me encanta compartir mis experiencias con estudiantes. Sucede que la medicina es un sacerdocio que jamás se abandona completamente y, como todo sacerdocio, exige que se le dedique todo el tiempo. Yo asumí dirigir el espacio “Miércoles de Sonrisas” durante cinco años, he sido jurado en muchos concursos, y participo en ferias del libro, además de escribir diariamente, de manera que aunque lo intenté, resultó imposible congeniar dos profesiones muy demandantes. Al cabo de veintiocho años de trabajo como internista, consideré que ya no me era posible ajustarme a horarios, ni responder adecuadamente a esquemas de consultas mientras adquiría compromisos literarios. Me fui de la medicina sin recibir ninguna contribución material, pero con enormes satisfacciones espirituales.
¿Significado del verbo “escribir” para Laidi Fernández de Juan?
Escribir textos literarios propiamente dichos es un ejercicio de exorcismo muy íntimo. Es desnudarse privadamente sabiendo que quedaremos expuestos ante un público al que no conocemos. Escribir es correr riesgos, sentirse a merced del otro y, a la vez, es el acto de conversar con nosotros mismos, de sacarnos demonios, de sufrir y de gozar cuando nadie nos observa.
Me gusta mucho la osadía de aliviarme a través de la escritura, práctica que adquirí en África, en condiciones escabrosas. En aquellos años encontré la verdadera utilidad de la literatura; me mantuve a flote gracias a mis desbordes escriturales, y de entonces a la fecha sigo en las mismas. Si me siento apesadumbrada, algo me disgusta, se comete un acto que no me parece bien, o si por alguna razón me inunda cierta dosis de felicidad, me dispongo a narrarlo. Ya no me es posible dejar de hacerlo. Estoy demasiado enviciada con la literatura.
¿Por qué te decidiste por la narrativa?
Suelo leer mucha más narrativa que poesía, género este que me ha sido negado por los dioses, a quienes no es conveniente contradecir. Mi necesidad de contar, ya sea a través de cuentos, de crónicas o de artículos, no se relaciona con la exquisitez milimétrica de la poesía, ni con el desborde intelectual del ensayo.
¿En qué medida influyó en ti el boom de narradoras que se produce en Cuba en los años 90? ¿Te sientes parte de este proceso? En caso afirmativo, ¿qué es lo que te une a esas mujeres? ¿Qué te diferencia?
Las mujeres de eso llamado “boom de los 90″ tenemos en común el momento en que fuimos dadas a conocer. Nosotras encontramos espacio para nuestra voz en medio del descalabro de esos años. En ello influyó, como es habitual, el azar y también la buena voluntad de ciertas editoriales que se interesaron por lo que escribíamos. Hasta ese momento teníamos nuestros textos engavetados: no eran tiempos fáciles ni para publicar ni para nada, en absoluto. En mi caso, no puedo dejar de agradecer a los argentinos Juan Carlos Volnovich y Aurelio Narvaja, artífices de lo que se convirtió en la colección Pinos Nuevos. Corría el año 1994, yo esperaba el nacimiento de mi segundo hijo, y se lanzó la primera convocatoria de dicha colección. Tuve la suerte de resultar incluida en esa primera hornada (una de las exigencias era la ineditez) y así se publicó mi primer libro, Dolly y otros cuentos africanos.
Luego de dos años, se despertó curiosidad en varias partes del mundo por saber qué escribíamos las mujeres cubanas, y llegaron editoras alemanas, españolas, francesas. Así comenzó lo que luego se ha considerado un boom. A pesar de que todas vivíamos la misma problemática, ni los temas ni la forma de narrar fue igual. No me siento parte de un grupo literario específico, aunque el asunto de las generaciones es innegable, gústeme o no. En este caso, a varias mujeres nos une la sombría década de los años 90.
¿Tienes algunos modelos a la hora de rayar la página? ¿Quiénes son y por qué?
Reconozco influencias, como todo el mundo. Puedo citarte varios nombres, aunque yo misma no pueda saber si mi admiración llega al punto de considerarlos modelos a copiar. En todo caso, prefiero la literatura que logra utilizar eficazmente el humor, y también aquella que me aporta historias de la Historia, sea cual sea. Solo por mencionar algunos: Mark Twain, Alejo Carpentier, Soler Puig, Elina Berro, Juan Madrid, Almudena Grandes, García Márquez. Me atrapa la obra de muchos narradores latinoamericanos contemporáneos como Luisa Valenzuela, Miton Fornaro, Fernando Butazzoni, Ana Quiroga, Vicente Battista. También me gusta la narrativa de Isabel Allende, a pesar de no ser muy favorecida por la crítica.
Mis preferencias no se relacionan directamente con la opinión de críticos y estudiosos. Nunca me ha impresionado lo que se considera “un clásico”. En literatura, como en la vida, no soy proclive a permitir linderos. Leo desaforadamente desde mi niñez, y de forma muy ecléctica. Salto de libro en libro, y si uno no me atrapa desde el comienzo, lo abandono sin contemplaciones, aunque sea escrito por alguien muy reconocido a nivel mundial. No me impresionan las etiquetas ni el qué dirán ni el qué dijeron.
¿Novela o cuento? ¿Qué te atrae más?
Como lectora me atrae más la novela, pero como escritora me siento más cómoda con el cuento, y desde hace varios años prefiero la crónica. La novela exige una cadencia diferente al cuento, un universo mucho más amplio. En cambio, el cuento requiere de contundencia, del famoso nocao que conocemos. En sentido general, mi vida ha sido agitada, tendiente a la turbulencia, a lo urgente, y quizás la inmediatez de todo explique mi poca aptitud para crear ambientes, personajes, entornos dilatados. No puedo acompañar a un personaje desde su nacimiento hasta la muerte, por ejemplo. He tenido que encontrar soluciones veloces, urgentes, como si estuviera al mando de una terapia intensiva. Como ves, Alfredo, sigo siendo médica hasta en la literatura que produzco. Me siento cómoda con la rapidez y la velocidad del apuro. Funciono mejor bajo presión.
Quien te lee, se da cuenta de inmediato del papel que le confieres al humor y a la ironía, a veces centralmente, a veces como brochazos. ¿Te propusiste hacerlo o te salió así y luego le cogiste el gusto?
Escribo digamos seriamente desde hace veinticinco años, y desde entonces llevo el humor a casi todo lo que escribe. O quizás sea al revés: el humor me acompaña. Ni me lo propongo, ni es impostado, ni le he tomado el gusto. Cuando se fuerza la mano para generar situaciones humorísticas, de inmediato se ven las costuras, se nota, se sabe. Creo firmemente en la valía del humor genuino, auténtico, bien utilizado como vehículo de expresión en cualquier formato o sostén (me lo enseñó mi madre).
Así como intento ser optimista en la vida, aunque se diga que un optimista no es más que un pesimista mal informado, me resulta natural encontrar el costado menos solemne de cuanto acontece. El resultado salta a la vista: si me dejo abatir, si la pesadumbre me gana la batalla, simplemente no escribo. No soy capaz de crear. Ahora mismo, con el duelo inmenso por el cual transito, me encuentro en un momento de improductividad. Con los años –y confieso que de forma irracional–, he llegado a creer que los lectores esperan de mí textos hilarantes, vividos o recreados. Y como respeto tanto al público, me repliego, me escondo y espero mejores circunstancias. Nadie quiere saber de tragedias, de lutos. Y como cubana al fin, disimulo mis sentimientos, como bien explicó Mañach en su antológico e insuperable ensayo “Indagación del choteo”. Por suerte, el bendito humor nunca me abandona del todo, así que espero volver a la carga más pronto que tarde. Eso querrían quienes hoy no pueden acompañarme, y a ellos rindo tributo levantándome a trabajar.
¿Como ves la relación entre ética y literatura? ¿Tiene límites? De ser así, ¿cuáles serían?
Más bien veo relación entre ética y vida. Los límites entre ética y literatura no difieren, a mi juicio, de lo que enmarca eso tan en desmoda que se llama decencia. Uno de mis defectos –que son varios, como es natural–, radica en no poder desligar al autor/a de su obra. Un ser humano deleznable podrá crear una sinfonía magistral, por ejemplo; pero seguirá siendo deleznable. Lo mismo ocurre con la literatura. Que me perdonen los dioses de la Escritura, pero yo prefiero aprender la historia del trujillismo leyéndome La breve y maravillosa vida de Oscar Wao, de Junot Díaz, antes que La fiesta del chivo, de Vargas Llosa. No digo que esté correcta mi elección: es la mía. Fui educada con altísimos valores en términos culturales y de vida, de manera que mis lealtades no hacen más que fortalecerse con el paso del tiempo.
He escuchado decir que eres una de las escritoras cubanas más habaneras, no solo por tus temas sino también por tu lenguaje. ¿Estarías de acuerdo con esta afirmación?
Yo no he escuchado esa afirmación, pero la considero un honor. Escribo justo como soy: mujer, latina, madre, socialista, anti violencia (y casi anti todo), y, claro está, habanera. No entiendo a qué le llaman lenguaje propio de La Habana, pero en todo caso, mi ciudad está presente en todo cuanto escribo. De hecho, varios libros míos llevan su nombre en el título (La Habana en dos tiempos; La Habana nuestra de cada día), así como cuentos y estampas (“Orgullo habanero”; “Añoranzas habaneras”; “Enfermedad de La Habana”; “¿Qué significa La Habana?”, entre otros). Obviamente, me encanta mi ciudad, y por ello la defiendo y me duele su estropicio. Mañach habló de una “habanidad esencial, inmanente” y a eso me refiero. Se ha criticado mucho el “habanocentrismo”, que es real, pero también existe un falso provincianismo tras el cual se escuda mucha mediocridad.
No hay que olvidar que La Habana es una provincia más, una parte del archipiélago Cuba. Si bien es cierto que La Habana es nuestro París, nuestra Manhattan, también resulta falso encaramarse en el peldaño de “soy mejor porque soy habanera”, que viene siendo tan tonto como acomodarse en el rellano de “pobrecito yo, que soy de provincia”. Es justo reconocer en la práctica que vivir en La Habana es más conveniente para un artista, habida cuenta de las dificultades eternas con las que hay que lidiar, pero el verdadero talento siempre refulge, sin importar los mandatos del destino. Si así no fuera, nunca habríamos leído al maravilloso José Soler Puig, por ejemplo. Su obra, universal, inimitable, nace y se desarrolla en Santiago de Cuba. Es su Komala, su Macondo, como lo es para mí la ciudad cortesana del Sol.
Así de simple, sin más vueltas.
Gran narradora!