Aquel closet de mampostería dividido por armazones de cabilla había sido uno de los mayores empeños y orgullos de mi madre. Con mil trabajos, como casi todo en Cuba después de 1990, había conseguido el cemento. Y la arena. Y el acero. Mi padrastro se encargó de la albañilería y listo. Un anaquel enorme para mis cientos de libros. Lo mejor: nada de madera, para evitar las polillas.
Pero el cajón de piedra y metal tenía un pequeño problema: no tenía puertas.
El ciclón no era de juego: en la Isla de la Juventud había destrozado hasta a María Santísima y, antes de que se cortará la electricidad, los pinareños –entre ellos mi mamá, mi padrastro y mi hermano– supieron que lo que les venía encima era una bestia. Gustav se llamaba. El más potente de aquella dura temporada de 2008.
Sábado 30 de agosto. Pasado el mediodía. Yo estaba a 150 kilómetros de la casa, en preparativos para un nuevo curso escolar en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Allá en Pinar mi gente, suponía, se cuidarían bien: nada debía ocurrirles. A fin de cuentas los cubanos, y más los pinareños, les sabemos a los huracanes hasta la última ventolera.
Pero el Gustav no creía en costumbres, ni en preparativos, ni en Defensa Civil. Mi casa, aunque de mampostería, tenía un techo de canalones de fibrocemento que no se pintaba demasiado resistente. A media tarde comenzaron las rachas.
Mi padrastro y mi hermano sacaron los bienes más frágiles y valiosos para la vivienda-búnker de un vecino. Y empezaron a convencer a Mamita de que, antes que arreciara el viento y la lluvia, los tres debían mudarse también a esa casa.
El techo comenzó a estremecerse. Las persianas, calzadas con palos y piedras, se abrían solas. Los golpetazos de agua y aire sacudían el ambiente como si correas gigantes castigaran el poblado. Todo se zarandeaba y las voces, perdidas ya en el retumbar del ciclón, casi no se entendían. ¡Había que irse!, convinieron mi hermano y mi padrastro. La cubierta, hecha filosos pedazos, podía caerles encima.
Pero mi mamá, a esas horas, solo tenía una preocupación: los libros.
¡Había que irse!, alertaron también los vecinos. Y ella, parada frente al librero, que de allí no la sacaba nadie. “¡¿Y si se cae el techo y se mojan los libros?!”, repetía casi mecánicamente.
En medio del turbión, ya con pedazos de zinc y pencas y tarecos volando por el vecindario, mi padrastro logró llegar donde otros vecinos y buscar una manta grande de nylon encerado y un par de ladrillos para improvisarle una cubierta al dichoso estante. Lo aseguró lo mejor que pudo, por si efectivamente el techo volaba en trozos, y le repitió a la mujer la orden imperante. “¡Hay que irse! ¡Ya!”.
Ella, con los ojos desorbitados, seguía dudando. ¿Y si la manta no resiste? ¿Y si al final, después de tantos años comprando y guardando libros se mojan y se echan a perder? Esos libros, decía, eran mi vida.
El primer trozo de canalón restalló en el piso. Los demás se estremecían como si no estuvieran unidos con cemento y ganchos de hierro al esqueleto de la casa. Y el viento, el torrente de viento con agua y tierra y seco y loco, parecía que iba a levantar de raíz las paredes.
Mi padrastro y mi hermano casi la cargaron en peso y se la llevaron a la fuerza, bajo el temporal, a la casa segura. El Gustav, según supimos después, a unos pocos kilómetros de allí estaba rompiendo el récord de velocidad de viento para un ciclón tropical. El equipo de medición de la estación de Paso Real de San Diego, en Pinar del Río, se quebró cuando la aguja marcó 340 kilómetros por hora.
El techo de mi casa, astillado por tramos, desencajado de sus anclajes, con un par de huecos por donde cabía una persona, resistió el vendaval. Al otro día, cuando la gente del barrio, y del municipio, y de la provincia, aún comentaba el desastre y lloraba entre sus pérdidas ventanales, paredes, colchones, equipos electrodomésticos, pude al fin hablar por teléfono con mi madre.
Me dijo con alivio: “Los libros están bien”.
Ella, que jamás ha leído más de 10 páginas juntas.
Si los libros son tu vida y tú eres la vida de tu madre, no importa que ella nunca haya leído ni 10 páginas seguidas. Gracias por lo imprescindible. Te quiero.
Bieeeeen.
! Jésus, después del comentario de Sayli, hago mias las palabras de ella ! Bella cronica, Carlos de Freitas desde Brasil.
¡Magnífica, como siempre¡
Muy buenno. Excelente relato, me sentí identificado. Lloro cuando mis libros cojen polillas y he tenido que botarlos, pero es que mi librero es de madera. Mucha salud y recuperación para su madre. Saludos
JESUS, EL AMOR DE UNA MADRE ESTÁ EN EL CUIDADO DE AQUELLAS PEQUEÑAS COSAS QUE AMAMOS. HERMOSO RELATO, AÚN SIENTO EL RUGIR DEL VIENTO!!!