La entrevista es una novela minimal

La entrevista es beber de un suspiro el aliento de una vida. Famosos y desconocidos aparecen cada día en programas de televisión, en las páginas impresas de algún periódico, en la pantalla del ordenador.

La entrevista, claro está, no es patrimonio exclusivo de periodistas o conductores. Todos somos alguna vez  entrevistados o entrevistadores: trámites, investigaciones, consultas, intimidades. Estamos rodeados, vivimos en medio de ellas.

No es la mera alternancia de preguntas y respuestas, sino un intercambio de saberes: ¡hay tantas preguntas anodinas, que deberían ser jubiladas! Una entrevista es un toma y daca. Una oportunidad. Un diálogo al que se va, no a enterarse de la vida de la persona; sino a compartirla.

La poesía

Una mañana increíble me hallé, en pleno corazón del Vedado, frente a Dulce María Loynaz. Un lirio a punto de quebrarse, pero con su mente de ceiba. Fui buscando al personaje y hallé a la persona. Procuraba una entrevista y hallé un camino. Su cubanía quemaba.

“La poesía se siente, hay que llevarla en el oído; sacarla si es preciso del más allá. Sajadura y espera es la poesía”, respondió la Premio Cervantes a una de mis interrogantes. Y en una generosidad sin límites me entregó, en la despedida, un ramo de olivo: “Gracias a ustedes [los periodistas] seguiremos viviendo, aún después que la tierra nos cubra”.

No hay mejor oráculo que un poeta.

A Carilda Oliver la entrevisté en Pinar del Río, en un homenaje a la Loynaz. Su condición de poeta, me obligaba a volver: “La poesía no hay que buscarla en la envoltura de un libro. La poesía se aparece inesperadamente en un gesto, en una frase. Sin matemáticas no habría puentes ni pirámides, ni las habría sin poesía. Lo único que no se puede hacer en materia de poesía es ignorarla. Poesía es lo que nos salva”.

En el extremo de Cuba, en Guantánamo, conversé con Florentina Regis, la hija del poeta Regino Boti. Me dijo que no, tres veces; mas yo toqué cuatro. Llevaba unos versos como amuleto.  Fui su amigo hasta el último de sus días, y viví la inusitada dicha de escuchar cómo se voceó el periódico local, a partir de aquella entrevista. Durante dos meses, la desgranó frente a mí.

¿Qué legado esencial le dejó a usted su padre y qué mensaje a los cubanos de hoy? Era mi última interrogante. Se apretó la sien antes de lanzar la saeta:

“Soy una hija cumpliendo un deber sagrado, y si tuviera otra vida, se la dedicaría a la obra de mi padre. Para mí, su legado es que los principios ni se venden ni se cambian.  Y a los cubanos, que un hombre puede hacer una obra que traspase sus fronteras y su tiempo, incluso viviendo en un medio hostil e indiferente; que solo el trabajo salva de la estupidez y la inercia”.

La vida

A la Fornés la asalté en su casa.  Proclamada Mejor Vedette de América en los años cincuenta del pasado siglo, y ya nonagenaria, todavía es reclamada en programas y espacios. Premio Nacional de Teatro, Televisión y Música. Sin embargo, no hallé oropel ni pose alguna en la señora que me invitó a pasar. Su sinceridad me desarmó:

“Cada vez que me dan una ovación o la gente se pone de pie, doy gracias a Dios porque eso suceda. Algunos han querido negar calidad a mi arte, verlo como algo menor; pero en cambio, yo nunca subestimé a nadie. Quisiera que me recuerden no por una imagen estereotipada, sino como una artista que lo dio todo. Eso sí, nunca sucumbí a modas o a vulgaridades. Actué, sobre todo, por el placer de hacerlo. Yo nunca me tarifé”.

La más insólita entrevista de mi vida la hice al Doctor Luis Beltrán, de la Universidad de Alcalá Henares. Temblaban sus labios sonrosados al explicarme sus investigaciones en el África profunda, por las cuales había sido declarada nada menos que “Negro honoris causa”.

Una de las más dramáticas, la hice al pintor holguinero Marcos Pavón, ya desaparecido. La poliomelits inutilizó sus manos. Aprendió a escribir y a pintar con la boca. Me hizo la demostración con su caballete móvil,  cuando me encontró incrédulo. Entrevistarle fue duro:

“El pincel se me ha caído muchas veces, pero no me detengo por eso. Soy un hombre afortunado, porque tengo una familia que me quiere. Y no sé pintar las desgracias, no me salen. Siempre pinto sobre la esperanza”.

Pero tal vez, ninguna como la visita a un Centro de Rehabilitación para personas con VIH. Tienes que comer con nosotros si quieres una entrevista, me exigieron. Después, a tropel, llegaron las confesiones: “Cuando me enteré que la muestra había dado positiva, sentí que había saltado un abismo, sin poder llegar a la otra orilla”.

Todavía escucho el tono de aquel joven, todavía estoy mirándole:

Eufemia Rojas tenía 111 años cuando la conocí. Un uno al lado de otro y todavía otro más. Se acordaba de la Reconcentración de Weyler. Conocerla fue un regalazo del destino. Su familia es numerosa, pero cuando indagué sobre sus hijos, me devolvió una pregunta sin regreso: “¿Sabe usted lo que es la muerte de un hijo, lo sabe?”

Sobrevino un silencio como del principio del mundo. Las lágrimas de un centenario, abren la tierra; pero insistí, me tocaba insistir en las razones para llegar a semejante edad. Me esquivó. Me dio vueltas con su sabiduría, hasta que ya no pudo más:

“Pero, ¡ay chico!, ¿de verdad tú quieres estar así?…  Estoy conforme con lo que Dios me ha dispuesto, yo no hice nada especial. Lo único es que de buena me he pasado. No le hice mal a nadie ni se lo he deseado jamás, si no ¿usted cree que Dios me permitiría todavía estar aquí?”.

Las respuestas nunca van a parar solo a la letra impresa. Se prenden. Uno acaba bebiendo muchas vidas, hasta mejorar la propia.

La entrevista es una novela minimal. No vale la pena si el entrevistado no abre las puertas de su vida, hasta derramarse. Entrevistar es tocar.

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