Maestro

Foto: cubanartsconnection.blogspot.com

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“Tengo cáncer”, me dijo una mañana casi con euforia y dejó caer su mano en mi hombro. No me dio tiempo a decir nada. Con sus pasos de siempre, se perdió en su natal Santiago, en sus sombras luminosas.

Nunca dejó de pintar. Fue un acicate. Y le vi volar en la tela, en alas de una libélula. Le vi remontar campanarios con ojos de girasol. El Caminante, como él mismo se bautizó, no dejó que nada le cerrara el camino. Se despedía a lo grande.

El maestro José Julián Aguilera Vicente era una leyenda. Como alumno, en los años cincuenta, fue de los que protestó contra el no reconocimiento de los títulos de la Academia José Joaquín Tejada a la par de la San Alejandro en La Habana. Hubo bancos tirados para la calle, hubo candela. También sobrevinieron las sanciones, mas aquel capítulo era uno de sus orgullos.

Como profesor de la propia institución, formó durante décadas seres humanos para el arte. Recia disciplina y pensamiento propio. Entregó su experiencia a manos llenas, sin guardarse nada. Pocos pintaron como él los callejones de Santiago de Cuba, su espíritu.

Un día me mandó llamar. “Tiene cosas que decir y quiere que seas tú”, me dijo su hija Josefina. Todo se me embrolló. Hice lo que pude. Y de mis notas emergió aquel artista que había descubierto en la madera el sonido de cello. Emergió el grabador de excepción.

Estuve en 2013, cuando dejó inaugurado en el Cardiocentro de Santiago de Cuba, el proyecto “Para colorear el corazón”. Ningún nombre más apropiado. La exposición permanente junto a otros creadores de calibre, fue su manera de agradecer. Sus trazos habían escapado de la tela para tocar a sus semejantes.

Despedí su duelo, el 30 de agosto de 2014 en su propio taller. Me lo había pedido. Aguilera siempre me las ponía difíciles.

Una tarde puso en mis manos una reproducción de su célebre grabado “La lluvia en Padre Pico”. Había vivido la lluvia en la escalinata antes de grabarla. Era una obsesión que llegaba a su fin. “Es tu regalo de Navidad”, me dijo.

Lo tengo en la pared de mi cuarto. Lo coloqué frente a mi cama. Es lo primero que veo al abrir los ojos. Todos los días una muchacha me cobija bajo su paraguas. Todos los días me da la mano para atravesar la vida.

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