Mi hija tiene ocho años y vista de águila. Me ha sorprendido decenas de veces mientras caminamos: ¡Mira Mamá, una Elsa! Dónde. ¡Allí! Dónde. ¡Allí! Y no se imagina nadie en qué pequeñísimo rinconcito del mundo circundante mi niña puede ver cualquier seña, silueta, detalle, amago de Elsa de Arendelle, o de su hermana Anna, o del muñeco de nieve Olaf. Todos ellos activan en Sofía una sensibilidad especial desde que, con cinco años, conoció la superproducción de Disney, ganadora de dos Oscar y convertida en pocos meses en un ícono global.
Cuando al fin vimos la película, se le encendió un asombro feliz frente al poder de la princesa Elsa, capaz de desatar con sus manos los inviernos más intensos, ráfagas de fractales congelados, palacios de hielo… Durante meses quiso emularla, pero fracasó. ¡Hay mucho calor en Cuba, mamá!, se justificaba.
Desde aquel alumbramiento con Frozen compartí también con ella la melancolía que provoca el ruego de amor de la princesita Anna: “Hazme un muñeco de nieve, anda vamos a jugar…” Esa pequeña díscola con trenzas café le conmovió el alma a mi niña desprovista de hermana. Y a mí también. Nunca más hemos podido ver esa escena sin sentir que nos adherimos más.
Let it go ha sido parte de nuestra vida, es un track principalísimo en la banda sonora de mi familia. Sofía la canta en español a toda voz y la chapurrea en inglés, con el pecho abierto y con la misma actitud insurrecta de Elsa: “The cold never bothered me anyway!”
Entiéndase que describo un persistente encantamiento de más de tres años que cada vez depende menos de la puesta en escena cinematográfica. Elsa y Anna han dejado de ser trazos inasibles en una pantalla electrónica y pasaron a ser corpóreas a través de los más diversos y hasta extravagantes soportes.
Mi Sofía princesita de hielo, durante todo este tiempo, acumuló incontables objetos derivados de la película. Llegaron de aquí y de allá; de amigos y amores que conocen su devoción: además de las muñecas –de tela, plásticas, articuladas– un universo extendido de Frozen colma nuestros espacios: los personajes estampados en carteras, disfraces, hebillas, jabones, trusas, envases, lápices, sábanas, libros… son parte de un multimillonario tráfico que no tiene fronteras en este mundo y ha tenido más permanencia que ningún otro que yo recuerde.
Un libro de dibujar fue lo primero que pude regalarle. Y fue, por cierto, un inoportuno lance que todavía me fastidia.
Era verano y por una inesperada buena fortuna estábamos en París. (La primera mañana.) A punto ya de tomar el metro que nos llevaría al Museo del Louvre, esa ciudad de París de 2015 saturada de elsas, annas y olafes en plena apoteosis publicitaria, nos emboscó.
Allí, en la boca, antes de bajar al subterráneo, en un superpoblado kiosko se ofrecía en siete euros un cuaderno de gran formato para colorear. Compré y pequé. Cuatro horas estuvimos esa mañana en el Louvre. Cuatro horas duró la caminata por el gran palacio, la fabulosa pinacoteca, el ápice del arte mundial. Y allí, durante cuatro horas seguidas, Sofía tuvo sus ojos posados en las princesas de Arendelle mientras yo le rogaba que levantara la vista para disfrutar esa fiesta de luz. No logré casi nada.
El intento de ilustrar, mi vocación para entrenarla en la crítica y el examen profundo del sentido de las cosas, pareció aquel día un chiste, una payasada de madre autoritaria, un propósito demodé, sin futuro. Elsa de Arendelle venció y vence todos los días. Solo que ahora sé que no puedo ser su contrincante sino su aliada. ¿Cómo, si no, unos diminutos padres podremos retener a nuestros hijos y evitar que sean carne molida por la gran industria del entretenimiento que suele abaratar la vida?
Soy la compinche de Elsa desde aquellos días preliminares en que reconfirmé que un niño de los nuestros, de cualquier latitud, expuesto como está a estímulos fantásticos, se vale de poderosos recursos paralelos a la familia y a la escuela para conformarse una idea del mundo. Para evitar que “se críen solos”, como solían decir las abuelas, uno tiene que meterse en “su” película.
Por eso, Elsa de Arendelle es hoy una de mis mejores amigas. Ella nos ha permitido a Sofía y a mí descubrir juntas frases intraducibles de sus versos en inglés; comprender los diseños caprichosos de los copos de la nieve que todavía no conocemos; descubrir la dramaturgia que organiza el relato; explorar el ámbito de las ilusiones de amor entre un hombre y una mujer o dicho de otra forma: cotillear en femenino.
Y, en el colmo de su simpatía, Elsa de Arendelle nos ha llevado al colosal danés Hans Christian Andersen y su hermoso y acaso insuperable relato La reina de las nieves, escrito en 1844 e inspirador de la película. Allí, en el texto, donde las auroras boreales se dibujan con precisión y el frío y la nieve son mucho más que atrezzo, allí donde la poesía mayor protagoniza el eterno conflicto entre el bien y el mal; allí donde la complejidad de las relaciones humanas se abre paso, está sembrado el corazón tierno de mi niña princesa, y ni siquiera Disney puede evitarlo.
Otro tanto sucede con la historieta cubana: los niños reconocen al instante a Spider-man, Superman, Hulk, Capitán América, et., etc., etc. Vivir para ver: llegará el día en que la Walt Disney nos venda una película protagonizada por Elpidio Valdés.
Disney, una de las más sofisticadas armas de la guerra cultural. El día que no haya visas y pasaportes habrá globalización. Mientras tanto, es un cuento para imponer sus valores a los demás como si fueran verdades universales.
Hermoso escrito Milena y tan cierto. Me encantó.
Y luego algunos no quieren saber de “imperialismo cultural”.