No recuerdo exactamente cuándo mi apellido creció y se incorporó Aute a mi “nombre completo”. Está ahí ese lazo tan incorpóreo como tangible y seguro. Los Aute me acogieron como a una hija en un salón con chimenea en la calle Jorge Juan cuando yo era una niña.
A cada rato aparezco por ahí, por un motivo u otro, seguramente engañoso porque los motivos son ellos mismos, somos nosotros, esos momentos de estar juntos cada vez que la vida nos lo permite. Los aprovechamos atravesando océanos, nubes, celajes y estrellas, desafiando el espacio y el tiempo, para hacer de Aute y Rodríguez un apellido compuesto.
Bajo la manta luminosa y cálida de esa esquina de Madrid por donde pasean pavos reales sorteando los carros, donde los lagos acogen patos de colores mustios, donde acechan festivas nevadas imprevistas, o recalientan los soles; he crecido de todas las maneras posibles, impredecibles, esperadas, insospechadas, contundentes.
Crecí en tamaño, solo un poco, y en estatura, aunque no lo parezca: cumpliendo años, que de eso no se libra nadie, experimentando vivencias tan variadas como excepcionales, apoderándome de un poco de sapiencia y alimentando de linduras mi corazón.
Me ha hecho crecer tanto La Habana como la calle Jorge Juan en Madrid. Allí he podido ser cuanta Violeta se me ha antojado, ellos me lo han permitido y alimentado. Les gusta ver que me desdoble en otras dimensiones de mi propia “mismidad”, en meditaciones sobre lo absurdo y lo certero, en querellas sobre Izquierda, Derecha o Centro, en payasadas e imitaciones de otras Violetas, en llantos y alegrías por amores queridos, tenidos y perdidos.
Ellos gozan mis luces y mis desvaríos, anhelan con ansias mis carcajadas como el mejor regalo y me despiden con lagrimones y una apretazón en el pecho que no se cura nunca.
He vivido tanto aquí, en esta casa, conmemorando fiestas, eventos, tradiciones, proyecciones de clásicos del cine cuando es verano y sacan la tele a la intemperie del patio cada noche en plan “cine de verano”. Cenas abundantes de bebidas y ambrosías desconocidas y también inciertos y frugales platos (porque la cubana come mucho y siempre tiene hambre). He presenciado inesperados actos de magia, tan perfectamente montados por Eduardo y Maritchu, que aún, siendo una mujer tan curiosa como sabichosa, no logro descubrir sus subterfugios y trampas. Me he hartado de esencias milagrosas traídas del Moro, que fluyen embriagando cada habitación de esta casa, que salen, estoy segura, de sus propios poros. He guardado mis ropas en muebles de antepasados ilustres y con linaje, y también en chungos y desvencijados plásticos de Ikea. Me he llevado la comida a la boca lo mismo con cubertería de plata y vajillas de añejas porcelanas, que con la mismísima mano porque de pronto, puede que no haya algo mejor disponible. Los he visto salir ataviados de gala y también deambular por casa desnudos como venimos todos al mundo porque ellos son así, y tienen calor, y las prendas de vestir son incómodas y están en su casa y no hay nada malo y mucho menos feo en ello y al que no le guste pues que no mire.
Me han llevado a conocer grandes ciudades, incomprendidos mares y pintorescos pueblos: horizontes nuevos de playas imprevistas, de arenas oscuras, gruesas, frías y profundas como La Bahía de La Concha en Donostia, donde el Cantábrico, con ímpetu, se confiesa hosco y seductor; Ibiza, vestida siempre con guirnaldas de fiestas, creyéndose de aguas muy templadas, que no conoce las horas ni los días, donde el sol va con una copa en la mano, y que es el único lugar del planeta donde el sueño es radicalmente aniquilado por el jolgorio y a uno no le importa. O Chichón, ese pueblito en La Comarca de las Vegas donde la Edad Media se alza a menos de 50 km de Madrid. Es el paseo preferido de Eduardo, y también el mío, aunque me aterrorizo cuando vamos en el carro y él surca al volante sus pequeñajas y laberínticas carreteras a todo meter subiendo y bajando lomas que giran de golpe, estrechas, terroríficas como montaña rusa. Pero cuando ha pasado el susto y logro poner los pies en la tierra, el sobresalto se convierte en idilio porque Chinchón es como un set de cine, un decorado teatral histórico y muy artístico, donde los restos más lejanos pertenecen al neolítico, por donde también pasaron los romanos, los musulmanes y donde finalmente y gracias a un Dios en el que no creemos, se consolidaron los cristianos. Y yo allí, atrapada en el sortilegio empedrado de castillos y fortalezas, flotando en medio de una placita que me circunda repleta de balcones que me envuelven en la espiral del mito, lo verosímil y siempre La Belleza. Así, por unas horas, hasta que ya es tarde y hay que regresar a Madrid otra vez por las carreteras que ahora me ponen más nerviosa porque hemos bebido vino, comido abundante, estamos cansados, ¡la luna es engañosa y hay que estar alerta!
Si sigo contando no tendría para cuándo acabar, no terminan nunca sus muestras de amor. Hay tantas historias juntos, tantos eventos familiares: lanzamientos de libros, inauguraciones de exposiciones de arte, entrega de títulos, premios, ciudadanías, celebraciones de cumpleaños y bautizos, casas en la playa, hoteles, santuarios, teatros, hospitales, entierros. Hemos visto llegar a unos y hemos despedido a otros.
Son Los Aute también mis padres. Sus hijos mis hermanos, mis hijos sus nietos. Son el privilegio que me dio la vida, porque los amados propios me tocaron, pero ellos me cayeron como “de otro planeta fuera de circulación”. Siempre juntos como una AUTEntica familia. Cubanos, españoles, filipinos, ecuatorianos, catalanes, ciudadanos del mundo que alguna deidad decidió unir, desde cualquier lejana latitud. Debíamos pasar por esta vida juntos.
Esta familia Aute española es como una suerte de alter ego de los Rodríguez cubanos y viceversa. Confirmado está cuando escuchamos la historia de cómo se conocieron Aute y Rodríguez, a principios de los años 70, traficando del Caribe al viejo continente, en ida y vuelta, sus canciones en cintas, llevadas y traídas por mensajeros dignos de la Antigüedad.
Así fueron las primeras semillas que sembraron estas dos familias y que luego echaron prolíferas raíces. Fueron juntándose hasta enredarse en comunión absoluta y se erigen en un árbol genealógico sin precedentes, robusto, resistente, inaudito y necio. En nosotros la lunática cordura del amor prevalece sobre cualquier plaga imprevista, ante cualquier sanción indiscreta, frente al más mínimo atisbo de la furia del tiempo, o de alguna traicionera y disparatada intención de algún diablillo malintencionado. Es imposible vencer a La belleza.
He estado en Madrid hace pocos días en el concierto de homenaje que sus muchos amigos le hicieron a Eduardo en el WiZink Center. Lo que he narrado hasta aquí fue lo que viví y sentí en ese teatro, en ese momento: una gran historia de amor vista a través de un caleidoscopio de emociones. La propia historia de amor de cada uno de sus amigos/participantes con Eduardo, cantada, recitada, bailada y profesada en un escenario. Porque es imposible conocerlos, tenerlos cerca, convivir con ellos y no enamorarse.
https://www.youtube.com/watch?v=WcPwrT2WVEQ
Linda cronica..y me dejas con los deseos de conocer CHICHON.
Hermoso relato de amor y amistad, la belleza y la ternura se funden en dos apellidos y una sola familia.
Me ha emocionado este texto. Llevo horas pensando en Aute, quizás porque “siento que te estoy perdiendo…” y encontrarme esto ha sido como una señal de los dioses. Lo conocí personalmente en Gibara -porque ya éramos amigos, cómplices y confidentes por sus canciones- , y fue como lo había soñado; guardo hermosos e inmemoriales instantes junto a él. Y nunca perdonaré a mi amor que un ataque de “guajirez” lo inmovilizara de tal forma que no fue capaz de decirle ni una palabra, tan especiales ambos y con tanto que decir. Mil gracias por ayudarme a conocerlo más, Violeta. Deposito en ti mis mejores deseos hcia él, por su salud, por su familia, por LA BELLEZA..