Celia Cruz y la bandera

Foto: Billboard

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El tupido bosque de la música cubana se fue llenando, a lo largo del siglo xx, de músicos populares de la mayor valía, de tal modo que a partir de los años cuarenta no era muy fácil sobresalir, sobre todo en la capital de la Isla. En la seductora ciudad estaban los nacidos en ella y los de otros puntos del país que llegaban a probar suerte. En ese ambiente estrenó su juventud Celia Cruz, quien durante la segunda mitad del siglo pasado se convirtió en una de las más importantes voces de la canción nuestra.

Celia nació en un hogar humilde de la barriada capitalina de Santo Suárez. Algunos afirman que el 21 de octubre de 1924; otros dicen que cuatro años atrás, y no falta quien asevera que fue en 1925. Su padre, Simón Díaz, era fogonero de los ferrocarriles y su madre, Catalina Alfonso, ama de casa. Era la segunda hija del matrimonio y tenía tres hermanos: Dolores, Gladis y Barbarito. Siendo todavía una niña, se advirtieron sus  facultades para cantar. Lo primero fueron las nanas aprendidas, o inventadas, para dormir a sus hermanos; después, gracias a la radio, canciones que siempre estaba dispuesta a cantar: incluso una vez un desconocido le regaló un par de zapatos como premio a su desempeño, a lo cual contribuyó escuchar a su madre, que tenía una voz tremenda.

A pesar de los pocos recursos familiares, pudo asistir desde pequeña a la escuela. Vencidos los primeros niveles entró a estudiar magisterio, tal como le habían pedido en la casa, pero cuando le faltaba muy poco para graduarse, abandonó esa faena y matriculó en el Conservatorio Nacional de Música para educarse en la disciplina que siempre le interesó más.

Desde esa época cantaba en la radio, incluso fue premiada en el popular programa La Corte Suprema del Arte, por su interpretación del tango “Nostalgia”. En ese período de formación se acercó a la impronta de Paulina Álvarez y Joseíto Fernández. Se inició en el mundo del espectáculo actuando en clubes y cabarets habaneros.

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En la década del cuarenta del siglo pasado, ya Celia Cruz era una figura muy reconocida en los más disímiles sitios de La Habana, dueña de un amplio repertorio donde abundaban las guarachas y los sones, sin que faltara el bolero, que sabía expresar con elocuente sensualidad. No muchos conocen que cantó acompañada por la orquesta de Obdulio Morales e interpretó música afrocubana, lo que le permitiría años después grabar un disco en la década del cincuenta con ese repertorio. (En este 2015 acaba de salir de los archivos de la EGREM una antología donde aparecen algunas grabaciones de Celia, con otras de Merseditas Valdés). Grabó con la destacada orquesta de Ernesto Duarte, ese incansable músico cubano autor de “Cómo fue”. En 1951 Celia graba en estudio por primera vez. Fue una placa de 78 revoluciones por minuto. Allí aparecen los temas “Cao cao” y “Mata siguaraya”.

Durante la década del cincuenta, Celia protagoniza acciones que van a ser de la mayor importancia para su carrera. Participa del espectáculo Las mulatas de fuego, montado por el coreógrafo Rodney en el mundialmente conocido Cabaret Tropicana. Allí la encuentra el director de la orquesta Sonora Matancera, quien le propone integrarse a la agrupación para que sustituya a la boricua Mirta Silva. Celia acepta y, en muy poco tiempo, se convierte en la cantante más carismática de la Sonora. En lo más alto de la popularidad de los escenarios cubanos, se comienza ya a tejer la leyenda de La guarachera de Cuba y La Reina de la Rumba.

Jhonny Pacheco, Celia Cruz y Pedro Knight
Jhonny Pacheco, Celia Cruz y Pedro Knight

En 1959 viaja a México y allí permanece un año, luego se residencia en Estados Unidos y participa intensamente del movimiento salsero; es entonces cuando la empiezan a llamar Reina de la Salsa y viaja por varios países de nuestra América y Europa, defendiendo los más claros colores de la música cubana. Se mantuvo en pie hasta muy poco antes de su muerte, el 16 de de julio de 2003, en New Jersey.

Crecí escuchando a Celia Cruz gracias a cintas y casetes que se pasaban de mano en mano. Quiso mi suerte, sin embargo, que una noche de los años noventa pudiera asistir a un concierto de Celia Cruz en la Plaza Monumental de Madrid. Para los españoles era algo que sucedía con frecuencia, yo en tanto estaba muy tenso, era para mí la primera vez. Al fin rompió la orquesta de Alberto El Canario. Escuché tranquilo aquella tanda en un estratégico tendido taurino, pero cuando anunciaron a Celia caí como un resorte en la arena. Quería acercarme al escenario. A medio camino descubrí una enorme bandera cubana y corrí a cobijarme en ella. Allí nos reconocimos un apretado puñado de cubanos, en tanto Celia cantaba “La Guantanamera” con versos de Martí. Cuando la bandera tocó el escenario, Celia dejó de cantar. Se abrazó a la tela y la cubrió de besos. Quienes íbamos debajo de nuestra enseña nos abrazamos sin conocernos, sin saber dónde vivíamos pero sí reconociéndonos todos cubanos. Sonaban fuerte dentro de nosotros aquellas canciones que Celia, una vez, había empezado a cantar en Cuba y regó por el mundo para hacer crecer nuestra identidad.

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