Una tríada de jazzistas cubanos ha conquistado la escena de la meca mundial del jazz: Nueva York. No es poca cosa. Les tomó años y trabajar como bestias.
Nueva Orleans fue la cuna del género, pero desde principios de la década de 1920, el jazz es la banda sonora de la Babel de Hierro, con las voces y el ronco y fino espíritu de Duke Ellington, Jimmie Lunceford, Louis Armstrong, Billie Holiday y Cab Calloway, entre otros dioses tutelares del Cotton Club.
Ese kilómetro cero del jazz neoyorquino, en el barrio negro de Harlem, fue una criatura concebida por un campeón de boxeo y un gángster en prisión que nació bajo la perversidad de una cínica paradoja: generalmente no admitía negros en el público.
Trío triunfante
Plantar bandera en ese territorio endemoniadamente competitivo que es Nueva York es una pica en Flandes. Así que chapeau para Elio Villafranca, Pedrito Martínez y Dafnis Prieto. Son triunfadores en una jungla —como todas, darwinista— en cuyos barrios “hay gentes que vacilan insomnes como recién salidas de un naufragio de sangre”, como describía Lorca en su libro Poeta en Nueva York, escrito entre 1929 y 1930 y que resultó de una experiencia espantosa para el andaluz en medio del crack financiero.
Con el ímpetu de un bulldozer y el reciclado exotismo de lo latino como etiqueta cultural, los cubanos han penetrado en los circuitos más sofisticados y elitistas de la Gran Manzana, la ciudad atlántica más cosmopolita del planeta en la que se hablan más de 800 lenguas y en la que, si quieres ver a Woody Allen tocar el clarinete con su The New Orleans Band, puedes hacerlo los lunes en Carlyle Café con 120 dólares en la mano.
Villafranca, Martínez y Prieto no solo son admirados en los nichos puramente musicales, donde el segundo incluso es propietario de un club de jazz; sino además académicos, sea como profesores, autores de literatura técnica o becarios.
“El impacto y notorio éxito de los músicos cubanos en la escena jazzística neoyorquina es perceptible en múltiples dimensiones”, valoró la musicóloga Neris González (Granma, 1974), durante un reciente taller en Casa de las Américas, La Habana, sobre la presencia cubana en el escenario de los latinos en Estados Unidos, la mayor minoría étnica, con cerca de 20 % de la población total del país norteamericano.
Estudiosa del fenómeno, González ha seguido la ruta de los jazzistas cubanos de la diáspora a partir de los años 90 y reveló las varias líneas que la alimentan: la artística, “marcando pautas importantes de la escena donde han arribado, lo mismo en Estados Unidos que fuera de allí, no solo como líderes de proyectos, sino también como miembros de otras agrupaciones”. La creativa, “tomando determinados espacios para posicionarse como puntas de lanza”; la académica y la industria discográfica, y, por último, el ámbito de los reconocimientos de premios y becas.
Villafranca. De las vegas de tabaco a los rascacielos que tapan el sol
“He trabajado un montón”, reconoció Villafranca hace un par de años al periodista Ernesto Flores, de la web del banco BBVA.
Nacido en San Luis, Pinar del Río, el pianista creció en un entorno campesino, donde se cultiva el mejor tabaco del mundo pero no el jazz, ajeno a la ruralidad y su mundillo sonoro de tonadas y guitarreos.
El niño Elio quería ser pintor y, cuando se interesó por la música, estudió algo de guitarra. Fan de la estridencia rockera de un AC/DC o la singularidad estilizada de un Queen, no sería hasta estudiar piano en el Instituto Superior de Arte, de La Habana, con maestros rusos y cubanos, que llegaría la seducción por Rajmáninov y Prokófiev. Del ISA salió graduado, además, de sus primeras elecciones académicas: percusión y composición.
“Sus creaciones dotadas de un alto componente rítmico y percutivo están impregnadas de las raíces culturales que le ha aportado su Cuba natal dentro de otras expresiones del Caribe fusionadas con el jazz”, considera González, recordando que la música de Villafranca es considerada “visionaria y emocional, innovadora y técnicamente brillante”.
En 2003, su primer álbum, Incantations/Encantaciones, lo colocó en la órbita de los grandes al ser seleccionado entre los cincuenta mejores discos de jazz de ese año por la JazzTimes Magazine.
Con cerca de una decena de fonogramas, Villafranca ha sido comparado por la crítica con genios pianísticos como Duke Ellington y McCoy Tyner. En 2015, Chick Corea, a quien lo unió una gran conexión profesional, lo eligió como uno de los cinco artistas a presentar en su exclusivo festival de jazz.
Nominado un par de veces al Best Latin Jazz de los Grammy, ganador de varios premios académicos —recibió el primero que otorgó el JALC Millennium Swing Award— y de exigentes becas —la Guggenheim Fellowship para profesores avanzados—, el autor del magnífico disco doble Cinque, con participación de Wynton Marsalis, es profesor en el conservatorio Julliard, la Temple University, NYU, y la Manhattan School of Music, además de haber escrito varios libros; entre ellos, el divertido Who Ate the Pie? (¿Quién se comió el pastel?) para niños, y ser representante de la marca de pianos Steinway & Sons.
Pedrito: Cuando La Habana queda chiquita
Un retrato exprés de Pedrito Martínez da por resultado un hombre hecho a sí mismo. Sin poner un pie en una academia, es un genio natural al cual Wikipedia comprime así: “Percusionista, baterista, cantante, bailarín, director de orquesta, compositor y educador cubano. Es un conguero que interpreta rumbas cubanas clásicas, música folclórica y religiosa afrocubana. Es sacerdote de la santería”.
Nacido en 1973 en el barrio habanero de Cayo Hueso, cuna de Mario Bauzá y Juan Formell y lugar de residencia de Chano Pozo en el solar El África, Pedro Pablo Martínez era un niño prodigio de 11 años que tocaba lo que le pusieran delante, congas, bongos o tambores batá, además de ostentar un timbre vocal típico de pregonero cubano, esos que ahora declinan con la estandarización de voces pregrabadas.
Pasó por agrupaciones consagradas como Los Muñequitos de Matanzas y el grupo de Tata Güines, uno de los tótems de la percusión de la isla, y en 1998, salió de gira con la banda de la saxofonista canadiense Jane Bunnet.
No regresó. Fue su pasaporte para Nueva York, donde poco después ganó el primer premio en el concurso Thelonious Monk de percusión de mano afrolatina, presentado en el Kennedy Center en Washington, DC. En el año 2000, el español Fernando Trueba lo hace aparecer entre los grandes del jazz latino en su documental Calle 54.
Miembro fundador de la exitosa Yerba Buena —Xiomara Laugart fue su vocalista— grabó un par de discos con la banda y realizó giras por Europa y Estados Unidos hasta que en 2005 creó su propio proyecto que lleva por nombre Pedrito Martínez Group.
Con el disco homónimo, el percusionista tocó los cielos: fue nominado a un Grammy al Mejor Álbum de Jazz Latino y fue elegido entre los Álbumes Favoritos de NPR Music, un proyecto del National Public Radio, de 2013, además de quedar entre los Diez Mejores Álbumes de ese año del Boston Globe Critics. Wynton Marsalis, John Scofield y Steve Gadd aparecieron como invitados especiales en el fonograma.
La banda de Martínez tiene su cuartel general en La Guantanamera, un restaurante de comida criolla en la 8va avenida, centro de la ciudad, donde se puede saborear yuca frita rellena de carne, refrescar con mojitos y escuchar el mejor latin jazz que se apetezca.
“¡No puedes irte sin ver este espectáculo musical mientras cenas!”, escribió un enardecido turista español para Tripadvisor, plataforma en línea que hace las veces de calificadora de negocios turísticos a partir de millones de opiniones. El establecimiento de Martínez obtiene una mayoría favorable, que se confiesa maravillada con el trato, la oferta y la música del local.
De acuerdo con la musicóloga Neris González, La Guantanamera es un “lugar de referencia al que acuden los principales actores de la industria de la música, no solamente del jazz, sino también de otras escenas”. Paul Simon y Roger Waters son un par de habitués, entre muchos.
Siendo “uno de los mejores congueros de su generación a nivel mundial”, según González, el arco de celebridades que ha solicitado los servicios de Martínez va desde lo más british con Sting, Clapton y Elton John o lo más american con Springsteen y Paul Simon, hasta lo más salsero con Rubén Blades, pasando por la crema y nata del jazz —latino y no— con figuras como Wynton Marsalis, Cassandra Wilson, Eddie Palmieri o Lee Conrad Herwig III, y sus compatriotas Gonzalo Rubalcaba, Paquito D’Rivera y Alfredo Rodríguez.
El disco Duologue, de este último con Pedrito Martínez, construye una conversación “coherente entre la herencia rumbera , incluyendo la timba, y los códigos del jazz… desde perspectivas muy diferentes”, donde el pianista aporta la educación académica —Bach y Stravinsky asoman influencias— y el percusionista, el folclor y la tradición oral, remite la experta González.
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Dafnis: El semidiós del jazz cubano
En la mitología griega, Dafnis fue un semidiós siciliano, hijo de Hermes, al que se le atribuye la invención de la poesía bucólica.
Al cubano de igual nombre, apedillado Prieto, se le identifica como un baterista “fuera de serie”, cuyos aportes académicos a la ejecución del instrumento están contenidos en un par de libros sumamente “innovadores, analíticos e instructivos”: Un mundo de posibilidades rítmicas, lecciones de batería y reflexiones sobre el ritmo, 275 páginas con 338 pistas de audio y 33 clips de video y Sincronicidad rítmica, destreza rítmica individual y colectiva: un curso para no bateristas, 56 páginas y 188 pistas de audio.
“Sus revolucionarias técnicas de batería han tenido un poderoso impacto en la escena musical latina y del jazz a nivel nacional e internacional”, sopesa Neris González, resaltando el estilo de ejecución de Prieto, “por el colorido del sonido”, lo que le ha permitido convertirse en “uno de los músicos de mayor influencia en el jazz contemporáneo” con una “brillante trayectoria” docente que “ha ofrecido numerosas clases magistrales, clínicas y talleres en todo el mundo”.
En 2011 sobrevino el gran espaldarazo a su carrera: recibió la beca de la Fundación McArthur, conocida como Genius Grant, convirtiéndose en el primer músico cubano en obtenerla y el segundo baterista desde que fue creada en 1981. El primero fue nada menos que Max Roach, en 1988.
Nacido en Santa Clara en 1974 y graduado de la Escuela Nacional de Arte en 1993, Dafnis Prieto acumula una apabullante hoja de ruta, con más de una treintena de producciones solo como baterista y nueve discos personales, varios nominados al Grammy Latino y uno premiado, Back to the Sunset, en 2018, con el Grammy Award, en el apartado Best Latin Jazz Album. Su trabajo docente, entretanto, ha dejado una estela de encomios en la New York University y en la Frost School of Music at the University of Miami, donde actualmente dirige el departamento de jazz.
Entre sus genialidades más sobresalientes, reconocidas por González, figura su “asombrosa capacidad de establecer rejuegos con el ritmo y el tiempo“, una prueba de virtuosismo en la que han reparado sus contratantes para grabaciones y conciertos en vivo como Eddie Palmieri, Carlos Barbosa-Lima, Arturo O’Farrill, Dave Samuels, Michel Camilo, Steve Coleman y sus compatriotas Jesús Chucho Valdés y Paquito D’Rivera.
“Esa es la magia de Prieto: tiene la capacidad de ofrecer composiciones y arreglos que son claramente suyos, pero hábilmente deja espacio para la improvisación a toda velocidad de una banda verdaderamente grandiosa”, opinó la influyente revista estadounidense DownBeat, fundada en 1935.
En 2019, y a veinte años de su partida, Dafnis Prieto regresó a la isla, acontecimiento filmado por el cineasta nominado al Emmy Saleem Reshamwala, quien lo tituló Back in Cuba.
”Yo no pienso en géneros cuando hago música. No me interesa eso”, declaró entonces el artista, quien fundó su propia compañía de música independiente, Dafnison Music.
Toma y daca en la isla de todas las músicas
“El proceso de la migración trae aparejado un interesante y cada vez más nutrido toma y daca desde la perspectiva creativa”, manifestó Neris González, una de las más tenaces organizadoras de eventos como el Cubadisco, el JoJazz —para lanzar jóvenes talentos— y las ediciónes del ya Festival Jazz Plaza, fundado en 1980 en una explanada en el corazón del Vedado, que en los comienzos estaba policíacamente iluminada, con amplificación defectuosa —a veces los feedbacks eran causa de alegres rechiflas— y con gradas de madera —siempre tortuosas si el artista era aborrecido.
Conocida, chovinismos aparte, como la isla de todas las músicas, Cuba es una de las fuentes mundiales de la que han bebido numerosos ritmos y autores, occidentales y no, desde el siglo XX.
En Los Beatles, “una buena cantidad de ritmos y elementos de percusión cubanos florecen bien definidos en sus canciones”, afirmó hace unos años el investigador y musicógrafo cubano Ernesto Juan Castellanos.
Jazz y emigración
Para Neris González, los jazzistas han sido y son los niños prodigio de la emigración musical cubana, que arrancó en los años 40 del pasado siglo con el trompetista Mario Bauzá, radicado entonces en La Gran Manzana, donde fundó una orquesta con su cuñado Frank Machito Grillo a la que denominó Machito y sus Afro Cubans.
En el propio 1940 comenzaron las relaciones de Mario Bauzá con Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Stan Kenton y muchos otros músicos del top del jazz mundial. El tema “Tanga“, de Bauzá, está considerado por los estudiosos como la primera obra del género de Afro-Cuban Jazz.
Esa emigración histórica “es una realidad que no han experimentado de igual modo los exponentes de otros tipos de música cubana”, advierte la especialista, citando a nombres, asimilados por el establisment jazzístico estadounidense, como Gonzalo Rubalcaba, los hermanos Yosvany & Yunior Terry, Francisco Mela, Román Filiú y César Orozco, además de la tríada magnífica mencionada, que “decidieron probar suerte en la escena neoyorquina a partir de la década del 90 en busca de mejores alternativas de crecimiento profesional, persistiendo con otros cubanos ya asentados en el área como puede ser Paquito D´Rivera”, una de las cumbres del saxofón de los últimos cuarenta años.
Música de diálogos y pluralidad
El jazz es mixtura. Eso es un lugar común, pero los cubanos hacen que la frase no sea redundante. Tan formidable es el enjambre sonoro que consiguen, que hace mover los pies y el alma a cualquier audiencia. De Cartagena a Tokio lo decodifican sin llevarlo en la sangre.
González habla de “convivencia y diálogo entre los diferentes referentes sonoros” que ha dado lugar a “nuevos discursos asumidos por los músicos cubanos desde el jazz que han derivado en propuestas donde se ha impuesto la pluralidad”.
En la “pluralidad” intervienen desde lo tradicional cubano y la música de antecedentes africanos, hasta elementos genéricos del Caribe y de Sudamérica, incluyendo aires flamencos, que han permitido “algunos maridajes exitosos”, además del influjo anglosajón.
En términos de una identidad siempre en construcción, “esto ha incidido en una transformación de la noción de lo cubano”, dice la experta, mediante un flujo creativo que se enruta por diversos caminos y que se “nutre por igual del jazz tradicional estadounidense, del jazz latino, del amplio arsenal que ofrecen las músicas de antecedentes africanos y los géneros tradicionales del patio; mientras otros desarrollan una línea más cercana al free jazz, a la experimentación y algunos, incluso, se apegan a tendencias deudoras de la música popular cubana bailable contemporánea , entiéndase la timba , en franco vínculo con la rumba, el jazz y la música tradicional”, resumió la experta sobre ese gran ejercicio de fusiones constantes.
Double channel
Un dato interesante. En los últimos tiempos, la diáspora jazzística ha emitido señales de doble canal, gracias, entre otros factores, a la apertura desideologizada en los circuitos musicales cubanos, al menos jazzísticos, cuyos lenguajes suelen estar a salvo de la política, aunque no todos sus autores, por supuesto.
“Se aprecia un proceso a la inversa en el que los actores del mismo le otorgan una significativa importancia a la inserción de su obra y su reconocimiento en la isla”, manifiesta la musicóloga Neris González, colocando como prueba la participación de músicos emigrados en el premio Cubadisco y los festivales Jazz Plaza y la voluntad de repatriarse luego de una larga estancia en Estados Unidos.
“Buscan un estatus migratorio con doble residencia que le permita interactuar con sendos públicos y audiencias, tanto cubanos como estadounidenses. Podemos citar ejemplos como los del baterista Horacio El Negro Hernández y el propio Dafnis Prieto”, precisó González, aludiendo al viejo sueño de muchos artistas, músicos o no: un pie aquí y otro allá y que el malabarismo no traiga problemas a nadie.