Siempre estuvo, desde que tengo memoria. Primero fue una canción. De esas que escuchamos en la infancia sin comprenderlas aún y que a medida que crecemos, van creciendo con nosotros.
Luego verlo en un escenario mientras estudiaba en la fría Moscú y envidiar a quienes lo tenían a mano en la escalinata de la Universidad de La Habana o en el teatro Mella.
Después, seguirlo siempre que fuera posible por esos y otros escenarios, entrevistarlo alguna vez ya como periodista … Hasta que, por coincidencias del destino, mi gran amiga Nancy Pérez Rey se convirtiera en su esposa, y así me vi vinculada a su círculo familiar.
Un día, inesperadamente, me propuso trabajar con él, dando paso tal vez a la etapa más vertiginosa e intensa de mi vida.
Los recuerdos se agolpan, desde los cientos de conciertos que entre bambalinas disfruté siempre como el primer día a pesar de saberme ya de memoria no solo las canciones sino el orden en el repertorio, sus palabras, sus gestos. Era redescubrirlo cada vez en los rostros y las voces de su público que coreaba y aplaudía enardecido esa especie de sortilegio que ocurría cuando subía al escenario, lo mismo en Pinar del Río que en Buenos Aires o Milán.
El encanto se mantenía muchas veces antes o después, en el camerino, en su casa, o en un avión. En tantas conversaciones sobre lo humano y lo divino en las que poco a poco fui conociendo mejor al cantautor inmenso y al ser humano excepcional.
Pude descubrir entonces muchas historias detrás de sus canciones antológicas. De cómo habían salido de un tirón algunas, hasta para rellenar un hueco en un disco, o un “espacio con su luz”. De los “amores de su vida”, que lo hicieron “humano y mejor” e inspiraron temas “eternos”. De la “felicidad” de otros frustrados o compartidos que ganaron también un lugar cimero en su repertorio. De las que nacieron de la efervescencia de los “días de gloria” o de la paz del “otoño”…
Me pregunté (y le pregunté) cómo a los 22 años pudo componer temas con la sabiduría de alguien que ya ha vivido demasiado. Y vi nacer algunas de sus canciones más recientes, con la frescura de un adolescente.
Lo vi en momentos de euforia tras un concierto exitoso; de fragilidad ante un percance de salud que le impedía cantar; de desolación ante la muerte de un amigo. Lo vi ser generoso y sabio, y alguna vez terco o injusto, como cualquier ser humano.
Tuve la ilusión de muchos, de verlo volver a cantar con Silvio. Y confieso que lo intenté sin resultado. Hasta que unas declaraciones cruzadas, la manipulación mediática, y la tergiversación malintencionada por parte de terceros, hicieron el abismo infranqueable.
Lo vi sufrir por Cuba, vi su impotencia ante lo que definió como “bloqueo interno”, su decepción ante el devenir del proyecto al que dedicó su juventud. Su tristeza por la pérdida de “lo que un día fue”. Dijo, y sobre todo cantó, en cada momento de su vida lo que sentía y pensaba.
No permitía que lo utilizaran, ni negociaba sus principios, ni con los de un extremo ni del otro. Lo vi rechazar regalos lujosos, contratos jugosos y convenientes prebendas, si solo se olía que podían implicar algo a cambio.
Pero al subir al escenario se creaba esa conexión única con cualquier cubano. Y lo vi también feliz cuando en el Miami Arena miles coreaban sus canciones con el mismo amor que en el Karl Marx.
Es que Pablo fue coherencia, transparencia, dignidad y honestidad, y sobre todo, cubanía.
No solía aceptar giras que implicaran más de un mes fuera de la isla. Sin su casa, su ciudad, su gente, le faltaba el aire.
Su salud lo obligó a vivir lejos estos últimos años. Debía mantener un tratamiento inexistente en el país, pero eso lo laceró cada día. Quizás lo mismo que lo mantenía con vida, lo mataba.
Ahora se ha ido, pero es apenas una pausa, “el breve espacio en que no está”, porque se queda para siempre en los millones que tuvimos el privilegio de tenerlo cerca, de escucharlo, de compartir tiempo y espacio con él. Eternamente, Pablo es Cuba.
#PabloEsCuba