Quien haya tenido que soportar una cola en Cuba durante estos dos años de pandemia, sabe bien el desgaste físico y emocional que conlleva dicha acción, que generalmente inicia (vaya ironía), preguntando o, como se dice en buen cubano, “pidiendo el último”.
Esta cotidiana acción, parte intrínseca de nuestra idiosincrasia, se ha incrementado en los últimos tiempos debido a la crisis económica que vive Cuba, unida a las vicisitudes que acarrea la pandemia, que viene a complicar todo en materia de convivencia social con el distanciamiento físico, el aislamiento y los períodos de cuarentena.
Más allá de la pérdida de tiempo que representa per se una cola, se incluyen otros factores que hacen de ella un hábitat escabroso del cual, lamentablemente, resulta difícil escapar. Dicho ejercicio ha cobrado vida en el teatro que, como fiel reflejo de su contexto, ha dado vida a El último, la más reciente puesta en escena de la compañía El Ciervo Encantado, bajo la dirección de la incombustible Nelda Castillo, quien se apropia, una vez más, del performance para sobresaltar al espectador.
Como hiciera en Zona de silencio, Castillo se vale de la mudez y la gestualidad como motores impulsores de su más reciente obra, donde el sonido en off de colas y tumultos reales de la Cuba de hoy sirven de contexto para que los cuerpos de los tres actores en escena trasladen de inmediato al espectador a esa realidad que vivimos (o sufrimos) en carne propia.
El último busca incomodar, hacer que quien esté del otro lado de la cuarta pared se sienta tan miserable y en una situación igual de incómoda a la cual se someten los intérpretes completamente desnudos. Ellos se suceden en movimientos casi idénticos y acompasados que logran inquietar desde los primeros minutos de la función.
La puesta nos muestra a ese individuo que, en medio de una cola, pasa a ser parte de un amasijo uniforme de piel y huesos cuyos movimientos se suceden una y otra vez en acción uniforme, sin poder protestar, con una “mirada de póker” y siempre con mascarilla puesta, soportando el bullicio de la ciudad y las personas a su alrededor.
Tres personas en fila paradas en un lugar son suficientes para que alguien pregunte por “¡¿el último?!” a viva voz en la calle, y así crear un ecosistema social que alguien pudiera encontrar ameno, según las circunstancias, pero que con el tiempo y la rutina termina convirtiéndose en un verdadero suplicio, sea esperando el turno en una tienda, en una parada de transporte, en la bodega para recibir los mandados del mes, en una oficina para realizar un trámite… las opciones son casi infinitas.
El contexto no importa en El último. Basta el sonido ambiente y cerrar los ojos por un instante para transportarnos a una realidad vivida por todos los cubanos a lo largo de los años. Puede que en ese instante, con los ojos cerrados, podamos ver una realidad un tanto amena, pero basta un parpadeo para (re)encontrarnos igual de expuestos e incómodos que los actores de la puesta.
Puede que muchos veamos como algo relativamente normal el tener que esperar horas haciendo fila y avanzando a pasos de liliputienses para resolver cualquier cuestión, a fin de cuentas, ese es el escenario en el cual vivimos, que por momentos parece una de las secuencias de la película El ciempiés humano, como parece indicar la puesta en escena a ratos.
Es raro no escuchar o leer de algún conocido una vivencia en una cola en nuestro país y, si bien algunas historias resultan graciosas y anecdóticas, a la larga la reiteración de dicha faena termina desgastando al cuerpo, como nos hace ver la pieza de Ciervo Encantado, gracias a este eficaz trabajo de introspección social.
La obra nos muestra de manera visceral una mirada externa del cruento contexto social que da paso a la cola como fenómeno, donde la vida bien se nos puede ir de último en último, en un devenir constante de esperas y extenuantes filas, en una noria de cuerpos que parece no quebrarse y de la cual parece que no podemos escapar. Un ciclo interminable que se retroalimenta de nosotros mismos, porque en esta obra los últimos no son los primeros, como reza el refrán popular, sino que siempre se es eso, el último, aunque no nos demos cuenta.
Persiste cierta violencia intrínseca en la dramaturgia parsimoniosa. El espectador, por su parte, permanece atónito durante casi una hora en su asiento, esperando (como si en una interminable cola estuviese), el final de la obra. Cuando llega, nos parece incierto que sea ese precisamente el final.
Antes de entrar a ver El último uno debe portar una marca, y no precisamente en sentido figurado, sino que se te asigna un número en la muñeca con un plumón, acción familiar durante este período de pandemia al pedir “el último”, pero esa marca, al inicio, se quita, la del final… esa aun sigue grabada.