Fue la reina de España, Fedra, la Dama de las Camelias y el príncipe Hamlet. “Hay cinco tipos de actrices: las malas, las aceptables, las buenas, las grandes y luego está Sarah Bernhardt“, escribió sobre ella Mark Twain. Víctor Hugo la llamó “la voz de oro” del teatro francés, y Jean Cocteau, “monstruo sagrado”. El cubano José Martí, que la vio en París a fines de 1879, nos dejó un juicio de valor formulado a sus 26 años: “Sarah es flexible, fina, esbelta. Cuando no está sacudida por el demonio de la tragedia, su cuerpo está lleno de gracia y abandono; cuando el demonio se apodera de él, está lleno de fuerza y nobleza […] ¿De dónde viene? ¡De la pobreza! ¿A dónde va? ¡A la gloria!”.
No se equivocó: fue, en efecto, a la gloria. Revisitar su figura es como asistir al nacimiento de la palabra “diva”. A fines del siglo XIX y principios del XX, la Bernhardt dominó el mundo de la actuación con papeles principales en aclamadas obras de teatro. Y, por suerte, su trabajo en el cine la preservó de convertirse en polvo en el viento.
I
Nacida en París como Henriette-Rosine Bernard un 22 de octubre de 1844, Sarah Bernhardt anduvo encima de las tablas durante más de sesenta años. Hija de una cortesana holandesa especializada en clientes adinerados, a los 7 años fue enviada a un internado. Allí se subió en un escenario por primera vez, en el papel de la Reina de las Hadas en Clotilde.
Pero el poder no fue ajeno a su trayectoria. La madre de la futura actriz empezó a relacionarse con el Duque de Morny, medio hermano de Napoleón III. Morny desempeñaría un papel clave en el desarrollo de su carrera actoral, en lo que por otra parte no estuvo solo. Junto a su amigo, el escritor Alexandre Dumas, llevaron a la jovencita a una prueba a la Comédie-Française. Cuentan que al verla actuar, Dumas la llamó “mi pequeña estrella“. Y que el duque dijo: “Esa muchacha está destinada a actuar”.
En 1860 le gestionaron presentarse a una audición en el más que prestigioso Conservatorio de París. Entrenada por el propio Dumas, recitó la fábula Las dos palomas de La Fontaine. En 1862, después de dos años de estudios en el Conservatorio, hizo su debut en Iphigénie de Racine en la Comédie-Francaise. Entonces sufría de miedo escénico, pero se impuso y continuó actuando. Una vez, con un personaje de Moliere, no logró impresionar a los críticos ni al público. Fue el primer y único revés de su vida, no sin antes caerle a bofetadas a otra actriz. Entonces la invitaron gentilmente a abandonar el teatro.
El poder volvió a colarse en su vida en 1864, cuando se involucró con un príncipe belga que sería el padre de su único hijo. Para mantenerse a sí misma y a su criatura, tuvo que aceptar papeles menores en un teatro de tercera categoría. Hasta que fue contratada por el director del Théâtre de l’Ódéon, donde estaría alrededor de un sexenio desarrollando una sólida reputación como actriz principal.
En 1868, por su actuación en una obra de Dumas, recibió una ovación de pie: cuentan que al instante le aumentaron el sueldo. Aquí rompió moldes epocales al interpretar por primera vez a un hombre en Le Passant de François Coppée. “La mejor mujer en carne de hombre“, dijeron. Ya era la actriz de todos los franceses.
De regreso a la Comédie-Française, en 1872 protagonizó algunos de los papeles más exigentes de la época, sobre todo en Zaire de Voltaire y Phédre de Racine. En 1880 aceptó una oferta para realizar una gira por Estados Unidos, el primero de muchos tours teatrales internacionales que hizo durante su carrera. Después de dos años, regresó a París y compró el Théâtre de la Renaissance, donde funcionó como directora artística y actriz principal hasta 1899.
Al entrar el nuevo siglo, fue una de las primeras actrices en protagonizar películas silentes. Después de actuar en el filme Le Duel d’Hamlet (1900), en el que hizo de nuevo el papel de un hombre —nada menos que del atormentado príncipe de Irlanda—, sobrevinieron sus actuaciones en Tosca (1908) y en La Dama de las Camelias (1912). Sin embargo, su interpretación de Isabel I en Los amores de la reina Isabel (1912) fue lo que realmente le hizo alcanzar mayor reconocimiento internacional. Con eso reforzó su condición de lo que hoy llamaríamos “una celebridad globalizada”. El cine tuvo desde el principio ese especial poder.
II
La Bernhardt tuvo una relación peculiar con los cubanos. El 8 de enero de 1887 desembarcó con su compañía en La Habana, se alojó en el Hotel Trotcha, de la entonces emergente barriada de El Vedado recreada por Renée Méndez Capote en su Memorias de una cubanita que nació con el siglo, y actuó en el famoso teatro Tacón, en el Paseo del Prado.
La contrataron por quince funciones. Fue admirada, adorada y reverenciada, en especial por actuación en Fedra. Pero un incidente lo estropeó todo.
Cuentan que desde las tablas la francesa escuchó el bostezo de una persona del público, nada menos que en la escena de la muerte de Margarita Gautier en La dama de las camelias. Además, que un diario estadounidense había dicho que el público cubano no había sabido valorar su arte porque se volvía de espaldas al escenario y hablaba en voz alta durante la representación de la obra.
Es el origen de la famosa frase que dirigió a los cubanos: “indios con levita”, de la que no se retractó, desplegando un humor corrosivo: se sabe que le dijo a un joven dramaturgo de la isla: “¿Yo dije eso? Pues en verdad no lo recuerdo. Es posible que al sentirme inculpada injustamente de una falta que no cometí, llegase a pensar que en Cuba había indios todavía, pero lo de levita, estoy segura de no haberlo dicho. En todo caso, retiro esta última parte”.
Era, por otro lado, una liberal de siete suelas que hacía ruido en aquel espeso ambiente colonial. En La Habana tuvo relaciones eróticas con el famoso torero español Luis Mazzantini, quien poco antes había llegado al Trópico para una serie de presentaciones en la plaza de toros habanera, cerca de Infanta y Carlos III.
Varias damas de la alta sociedad le habían organizado a la actriz un homenaje en un club exclusivo, pero esta se fue con su torero a otra parte: a ver una “corrida privada”. Una metáfora sexual que, sin dudas, no cayó en oídos sordos.
III
A principios del nuevo siglo, la Bernhardt realizó una serie de giras de despedida por todo el mundo, incluyendo Canadá, Brasil, Rusia e Irlanda. En 1915, después de haber sufrido un problema en una rodilla, tuvo una infección relacionada con esa lesión y finalmente hubo que amputarle la pierna. Se negó a utilizar una prótesis, y continuó actuando.
Volvió a Cuba en 1918 durante los ajetreos de la Primera Guerra Mundial. Tenía 74 años, pero el mismo carisma y el mismo temple. Cuentan que todas sus presentaciones fueron a teatro lleno.
En 1921 hizo su última gira por Francia. Durante el ensayo general de la obra Un sujet de roman, de Sacha Guitry, la actriz colapsó y entró en coma. Pasó meses recuperándose, pero el 21 de marzo de 1923 murió por una insuficiencia renal.
Tuvo una vida bastante excéntrica que la prensa de entonces supo explotar, sobre todo para vender su literatura de folletín y penny press: vivía con lobos, leopardos, camaleones, monos, una serpiente y hasta con un cocodrilo al que, aseguran, le daba champán. Los llevaba en sus giras. Dormía eventualmente en un ataúd.
Pero siempre quedará la diva. En eso consiste la verdadera importancia de llamarse Sarah Bernhardt a cien años de su muerte.