Unos 126 kilómetros de carretera, tras curvas, cañaverales, pinos y el río Sevilla, separan a Camagüey de las chimeneas del otrora central Francisco, hoy Amancio Rodríguez, como término municipal en la provincia de Las Tunas.
Allí, día tras día, un hombre repasa sus recuerdos cerca del tanque para agua próximo a la estación de ómnibus. Pregunto y me anuncian que allí viene, se aproxima, arrastra los pies, es un espejismo de un otrora gigante, la delgadez y la extrema humildad de sus ropas no parecen delatar su parecido con las fotos de juventud…por allí llega Gregorio Pérez, con el vigor perdido al igual que su borrosa vista, pero el orgullo intacto, la mente clara y la lengua como un látigo, tan fuerte como su pesada recta.
Siempre estuvo en Amancio, en cosas que se quedan en el limbo, no importa la lejanía, lo peor es el olvido. Es el mismo hombre, aunque el destino nos lo devuelve enfermo, encanecido, tal vez con demasiada ingratitud a cuestas, pero con la mente lúcida.
“Teníamos que salir a las cuatro y media del trabajo en el central, y a partir de allí practicar desde las seis hasta que hubiera claridad. Yo era carretillero, luego molinero y después pasé a la fábrica Primadera. Había tres equipos: Alcázar, Primadera y yo estaba con Las Estancia; hacíamos topes los fines de semana y entonces en una ocasión un compañero me dijo: «¿tú quieres seguir de field o te conviene como pitcher?». Yo por mi velocidad prefería ser lanzador.
“Se llamaba Vicente Aparicio ese entrenador, y a partir de allí comencé a practicar. Contra el equipo más fuerte teníamos un tope, me pusieron el reto y lo cumplí, en poco tiempo ya tenía mucha confianza. «İOiga, si usted tiene el pensamiento de ser alguien, lo va a ser!», así me dijo Vicente. «Esa es mi idea, hay mucho camino», pensé. Todavía no hacía ningún equipo grande, pero intervine un poco en la Liga Intercentrales, le gané al Vertientes. Yo pude haber empezado antes en las nacionales, con el triunfo de la Revolución, pero decía como el guajiro: ¿Caminar pa’ l pueblo? ¡Qué va, yo entre gente no se andar!
“Hasta que por fin empecé en 1963 para 1964 en las provinciales, cuando Agustín Mayor me llamó a Camagüey. Nos concentramos en Morón unos 14 lanzadores para seleccionar 12. Recuerdo había un pitcher blanco, alto, de Florida, al que le decían Escolta, y la decisión era entre él y yo, el que perdiera se quedaba. «¡Gregorio, yo no me quedo!», le respondí «¡Yo tampoco! ¡Vamos a ver quién tiene la dicha de integrar el equipo de Granjeros!» Efectivamente, le gané. Yo te digo una cosa, yo gusté bastante, porque tiraba mucho por al lado del brazo y tres cuartos, jamás por arriba, y Mayor veía que la bola se me caía y además con una recta pesada de 90 y tanto, a pesar de ser joven.
“La primera prueba con Granjeros fue en el estadio Latinoamericano. Me sacaron en el séptimo como relevo, y te digo, el que tiene nervios no puede jugar pelota porque cada vez que levantaba los brazos era un solo silbido, aquello estaba cerrado de público. Retiré de uno dos y tres y me dijeron «Vaya y báñese, usted es el hombre de mañana». Allí empecé esta historia que te voy a contar, para mí es una gran satisfacción, una emoción…aprendí mucho, mucho, mucho…yo aprendí lo que era un lanzador.”
– ¿Cómo fue aquel juego inaugural que ganó contra Alfredo Street en la inauguración del estadio Cándido González?
– Ese día yo vine para mi casa. Inauguraban el cabaret Guacanayabo, y como estaba libre, me fui despreocupado, en una palabra: me «ajumé». Un amigo me dijo saldría a las cuatro de mañana para ver el juego en Camagüey y me enganché en esa botella. Lo peor es que en la borrachera me caí y me hice una herida de tres puntos en una nalga. Así mismo me fui, luego, en el estadio me dieron un bocadito con una malta y casi me caigo de cabeza. A la hora de almuerzo yo seguía «matao», me trajeron otra malta y bocadito, con la noticia de que yo iba a pitchear esa noche.
¿Están locos? ¿No ven como estoy, borracho? «¡Vas a lanzar!» Me vestí y di dos carrerazos…entonces le dije al catcher Oviedo: «¡No hay pa’ nadie hoy!» Llamé a Pedro Chávez y le dije que si los peloteros eran amigos, él me tenía que ayudar, darme cada vez que bateara un rolling al box. «¡Ah, no hay problema!» Se reía, él pensaba era un bonche. Las tres veces me dio machucón, y yo las gracias, hasta que me recordó a mi madre. ¡Me tuve que reír muchísimo! Sin querer me metí en su psicología, lo presioné como si fuera un reto.
Ese día le gané a Industriales, contra Alfredo Street, 5-1 ¡Era la inauguración del estadio! El público se lanzó al terreno, había como 25 000 personas, separadas de la raya por sogas amarradas hasta los jardines. Tuvieron que hacerme un cordón policial, porque me cargaban en peso, me lanzaban pa’ arriba.
– ¿Qué lo hizo tan especial en su pitcheo además de la velocidad?
– De tanto pitcher que hay hoy en día y de los que estuvieron conmigo, ninguno tiraba lo que tiraba yo. Mi preferido era el sinker. Yo no levantaba la bola en ningún concepto ¡Jamás abría por el centro, siempre a las esquinas, lo tenía perfeccionado! Yo hasta llegué a prepararme psicológicamente para algo que nunca se dio: si hacía falta tirar un strike para ganar… ¡Ese hombre era yo, confiado que era yo!
En 1971 pasé para Santiago de Cuba, integré Oriente, de Pepín Carrillo, con el cual fui campeón en la Selectiva del 75 y viajamos a Mérida. Una vez, en una concentración en Cazonales, Conrado Marrero le enseñaba a Orlando Figueredo y yo me quedé como el ambicioso. Así conocí el sinker y el split finger. Nunca cogí costuras para tirar. ¡Jamás en la vida! Por la parte lisa, tres cuartos o lateral, aunque no le hagas nada, la bola se abre. Además, hay que moverse en la tabla, lanzarle al derecho de la parte derecha, la bola va que corta el ángulo. ¡Por eso yo acababa con el mango de los bates!”
– ¿Cómo logró lanzar sin lesiones por casi dos décadas?
– Yo entrenaba solo. Si pitcheaba un juego de nueve innings me sacaba el sudario mojado, me ponía unos tenis y le daba 10 vueltas al estadio. Mi masajista me ponía todos los días una inyección de vitaminas, un bulbo de cuatro en uno. Una vez en La Habana salí seis veces en una semana y gané cuatro. Yo pedía la bola, «¡dámela!», y nunca sentí nada. La muerte mía fue la rotación de los cuatro días, estaba habituado a más trabajo. Le dije a Mayito Salas: «no me gusta esto, pero ¿cómo, si vas descansar más? Si me dan la bola mañana la cojo, yo estoy acostumbrado a pitchear, es lo mío».”
– Tenía oportunidades en Santiago y hasta en La Habana… ¿Por qué tan disciplinado al irse con un equipo novato tras la división política administrativa?
– En 1970 estuve en el entrenamiento para Panamá. Un día me informaron que debía irme para Santiago de Cuba. «¿Allá? ¿Pa’ qué?» Yo pensaba que me iban a eliminar y estaba renuente. Mi mujer y mis tres hijos vivían albergados en la Reparadora, de Camagüey, no teníamos vivienda, por eso cuando allá me dieron la llave de la casa de Haydé y de Armando Hart… ¡Parecía que me habían alzado y dejado caer! Yo era el pitcher preferido de Juan Almeida, así fue como me fui para Santiago, pero después el Partido me pidió que reforzara a Las Tunas.
Esa vez, nada más regresé a la capital, «Natilla» Jiménez me dijo tenía que lanzar en la preparación. Si me lo hubiera dicho con el pensamiento hubiera entrenado, aunque fuera en el pasillo del avión. Almorcé, pero mi brazo estaba inflamado por una contracción, aun así, Juan Ealo insistía. «¿Por qué no me eliminan ya y me mandan pa’ la casa?» ¡Era mejor que aquel martirio, no iba a hacer el equipo Cuba si perdía! Intenté recuperarme con barras fijas, pero nada, a las tres de la tarde nada de nada, seguía el brazo malo.
Me senté en la grada del Latino, ya el cielo estaba encapotado y dije «¡Dios mío! ¿crees que es justo me eliminen así?» Te digo de a hombre: se me salieron dos lágrimas. Me rendí por el cansancio y las gotas de agua me despertaron. Allí mismo me fui y los peloteros decían yo era brujero, porque el aguacero no dejó jugar… ¡Qué brujero ni brujero! Esa noche como hasta las 12 estuve guindado de la barra y ya al levantarme por la mañana mi brazo estaba mucho mejor. Llamé a Nelson Cielo «¡Te voy a demostrar quién soy yo!»
Tenía la ventaja de contar en mi equipo con Isasi y Wilfredo, entonces le dije al “Coco” Gómez que soltara a esos ‘ninjas’ con lo que fuera en bases, que yo con tres carreritas tenía. «¿Estás loco?» Pues sí. Encaré al Gigante del Escambray, a Antonio Muñoz y le dije: «cada vez que vengas con gente en base vas para primera». «¡Coño!», me dijo, a lo que le respondí: «Coño no, tú estás montado en el avión, yo en la escalerilla y sin saber si me subo, si te gusta bien y si no también…». Quería que se encendiera, lo logré.
Fueron dos ponches y ya en el quinto estaba la cosa 3-0, entonces sin gente en base le volví a lanzar. Ese guajiro echaba candela por los ojos, le dio al home que casi lo rompe con el bate, entonces le dije: «¡Eso es propiedad social, cuidado que lo pagas!» ¡Ay, fue peor su molestia! ¡Se puso como una fiera! ¡Eso es lo que yo quería, sacarlo de paso! «¡Prepárate, abre los ojos!» Lo puse en dos strikes y tres bolas y me dio un montón de fouls, hasta que me enrosqué como Alarcón y con un cambio de bola sacó un batazo que se incrustó en la cerca del jardín central. ¡Si esa bola va a mi altura me atraviesa!
Fui a segunda y le dije: «¿Eso es lo que tú querías hacerme con gente en base?» Gané el juego, me paré enfrente de la plana mayor y les dije: «¿Y ahora qué?» Al final me evaluaron como el último pitcher en hacer la selección, no tuvieron otro remedio, no podían decir más nada en mi contra.
– Ya en los Centroamericanos implantó un récord de nueve bolas en un juego, donde hizo apenas 77 envíos…
– Perdimos el primer juego contra República Dominicana, desfilaron casi todos los pitchers, por eso estábamos Changa Mederos y yo debatiendo quien era mejor para nosotros, si Lázaro Pérez o Ramón Echevarría, porque cada uno tiene su cátcher. Lázaro se sentaba en los glúteos, Ramón se apoyaba en las rodillas y me convenía más. Nos oyeron de la dirección y me preguntaron qué es lo que yo quería, si lo hacía mañana, y les dije «denme la bola, pero con Echavarría». Lo aceptaron, «¡Chava prepárate, mañana nos toca!», le dije.
Antillas Holandesa me dio un solo jit, un batazo del cátcher de ellos, al que yo veía enterrado y le lancé un cambio. Yo no me equivoco, si alguien se afinca y lo cambias de velocidad lo desbaratas. ¿Cómo es posible que esperara tan bien esa bola arrastrando el pie como un tractor?, «¿Usted ya jugó profesional?», le pregunté. Se echó a reír. ¡Ya sabía yo!
– Cuando estuvo con Cafetaleros fue el látigo de Granjeros ¿Cómo fue convertirse en contrincante?
– Uno de los momentos más amargos de mi vida lo viví en el Cándido. Estando con Cafetaleros el jugador Manuel Cairo me dio jonrón en el mismo momento en que se apagaron las luces. Aquello se transformó en el día porque todos encendieron periódicos enrollados y me gritaban «¡Amarillo! ¡Amarillo!». No era cierto. ¡Qué culpa tenía yo de la nueva división por provincias! El tramo más largo fue del box al dugout, porque yo no soy un cobarde. Me eché hielo en la cabeza y me puse a llorar por dolor y rabia. ¡Yo no tenía la culpa de pitchear contra mis antiguos compañeros! Antes no te podías cambiar de provincia, o te metías dos años sin poder jugar, era una decisión de arriba.”
– Héctor Rodríguez comentó que con la crisis de pitchers que había en Las Tunas en 1981 era apresurado retirarlo, cuando aún con 40 años estaba en plenitud de facultades ¿Se fue conforme o le impusieron la jubilación?
– El que me echó a perder fue Arnaldo Raxach. En la provincial del 82 gané siete y perdí dos, pero me dejaron fuera, me ofrecieron como entrenador. Me fui disgustado. Una vez me mandaron a buscar para un juego entre Las Tunas e Industriales en Puerto Padre. Ganaba el local, pero le lanzaron a Pedro Medina con dos en bases y la mandó a volar, entonces Raxach dijo que si llego a ser yo el pitcher no pasa eso ¡Si él mismo me mandó a sacar del equipo!
Se salvó, porque entre la gente le he mandado un piñazo que si lo cojo… Me fui en otro carro o mataba a alguien ese día. Después me pidieron ayuda en el centro de entrenamiento, pero no le cuadré a Alfredo González. Hoy me atrevo, aunque no tenga visión, a que si yo tengo 10 o 15 pitchers, si yo los suelto a los 20 días, no hay quien me diga que mi metodología no es correcta. Hoy levantan la pierna, pero no puntean, hacen mal el wind up, no hay impulso, saltan con el brazo, porque todos lanzan de lado…
– ¿Es un camagüeyano con 100 éxitos o el primer tunero con 100 victorias?
– Creo que soy camagüeyano, es como debe ser, porque nací en la antigua provincia, y además donde más jugué fue con los Granjeros, ocho años, los mejores míos.
– ¿Por qué le decían Mano Negra?
– Ese fue Bobby Salamanca. Yo soy un negro parejo, perdonando la palabra. Si veían a un negro con la mano blanca nos decían que nos faltaba poco para trepar a la mata. Negro con la mano blanca es un mono, decían, entonces yo no, yo tengo la mano oscura.
Y se desbarranca en la risa. No repara en ningún atisbo de racismo cuando, incluso, por la calle, lo de negro es su orgullo identitario.
La conversación termina en el estadio. Repasa una bola, me explica, cuenta de sus viajes por Baltimore y Washington, cuando estuvo en la delegación cubana en el tope de 1999 contra los Orioles, de su misión en Venezuela.
Ante mí, en medio de un pueblo alejado de todo, al que él ama y nunca abandonó, está un derecho con 110 victorias en Series Nacionales. Me dijeron en el tanque de Amancio que los big leaguers Orlando Peña y Luis Tiant afirmaron que, para ellos, Gregorio ha sido uno de los de mejor control en toda la historia beisbolera cubana.
Un año antes de retirarse daba tres ponches por cada base, perdía nueve o diez juegos con una débil novena, a pesar de lanzar para casi dos limpias, y aun así, hasta ese instante de la historia, era el tercero en juegos completos, cuarto en campeonatos, sexto en entradas y en juegos lanzados, séptimo en juegos iniciados y en promedio de carreras, y noveno en juegos ganados, lechadas y ponches. Además, fue líder (1.04) en la primera Selectiva y sublíder en la segunda, superado por Omar Carrero.
El mítico número 2 de los Granjeros siente todavía nostalgia: “Yo más nunca he ido al Cándido, creo que si entro voy a llorar.”
Y hay otras tristezas del tiempo y la salud quebrada. Hoy merece que lo reconozcamos más, que lo invitemos a más ratos felices, aun por encima de cualquier carencia. “Mano Negra” merece nuestro rescate.