Después de cuatro turnos al bate y otras tantas carreras entre bullpen y el dugout, Shohei Ohtani se subió a la loma del LoanDepot Park, en Miami, tiró los diez lanzamientos más rápidos de la final del V Clásico Mundial de Béisbol y puso la última piedra del impoluto camino japonés rumbo a su tercera corona en la historia del evento. Así, como si nada…
Jamás había ocurrido algo semejante, no hay nada ni parecido escrito en las páginas centenarias del béisbol, simplemente porque nadie había puesto a prueba los límites de la capacidad humana a tales extremos. Nadie. Ni Babe Ruth, ni Bucky Walters, ni Bullet Rogan, ni Martin Dihigo, ni ningún otro que haya intentado brillar desde los dos sitios antagónicos del diamante.
Pero Ohtani no es de este planeta. En este planeta, nunca nadie había entrado en un Todos Estrellas en dos posiciones diferentes. No era posible, no es posible, salvo por el japonés, el que más suda en el terreno, el que más duro pichea, el que más duro batea, el que abre, el que cierra, el que empuja, el que poncha, el que la saca, el que corre, el que sonríe, el que da el discurso antes del partido.
Del Dream Team americano le dijo al resto de los samuráis: “Dejemos de admirarlos… Si los admiras, no puedes superarlos. Vinimos aquí para superarlos, para llegar a la cima. Por un día, desechemos nuestra admiración por ellos y solo pensemos en ganar.”
¿Así o más claro? Palabras exactas, quirúrgicas, del mejor jugador de béisbol del mundo y sus alrededores. Combustible para una novena que se enfrentaba a un rival durísimo, repleto de jugadores con pasaje directo a Cooperstown, All Stars, Bates de Plata, Guantes de Platino y carreras de oro. Es normal idolatrarlos, pero no en la final del Clásico. Había que ganarles.
Y lo hicieron, con un soberbio Ohtani, que después de cuatro turnos al bate y otros tantos viajes de ida y vuelta entre el bullpen y el dugout, se apareció con 10 misiles de 98 millas para arriba en el noveno. Así, como si nada…
Dicen que no relevaba hace una década, que es como si nunca lo hubiera hecho, pero qué importa. Con una mísera carrera de ventaja para él era suficiente. Tomó por asalto el montículo del LoanDepot para enfrentarse a Jeff McNeil, el último líder de los bateadores de la Liga Nacional, y los sempiternos MVP: Mookie Betts y Mike Trout.
Que nadie los engañe. Esto no sucedió de casualidad. Las líneas del quinto Clásico la escribieron entre los mejores guionistas: Coppola con Allen, Stone con Tarantino y los hermanos Cohen, todos juntos en un cuarto secreto de un universo paralelo fantástico, mezclando ideas y combinaciones locas hasta llegar la secuencia final: boleto a McNeill para ilusionar a la sala y doble play de Mookie para dar paso a la mejor escena de todos los tiempos, el primer y único duelo entre los dos superhéroes más taquilleros del negocio.
Estaban en 3-2 y quizá la transmisión la dirigía Rolando Díaz. En 3-2 arriba Japón sobre Estados Unidos. En 3-2 las coronas de Clásicos Mundiales si ganaba el primero o el segundo. En 3-2 y 2 outs, Othani lanzaba y Trout bateaba. Los dos peloteros más extraordinarios que conoció el juego en este siglo para definir el torneo más grande del juego en este siglo, entre las dos potencias más grandes del juego en este siglo. Los dos Angelinos comparten una ciudad que en béisbol lo tiene todo menos el demonio del triunfo. Todo va en una slider a 87 millas que al americano Mike se le aleja y abanica frente al japonés Shohei.
Esto es lo más cerca que ha estado Trout de jugar play off en su carrera luego de fracasar 10 años con Los Ángeles. Sus números generales no son malos, pero la imagen es la de un ponche detrás de otro en la etapa decisiva. La imagen es la del mejor bateador del mundo ponchándose ante el mejor jugador del mundo. Esto es lo más cerca que ha estado Othani de que alguien tenga ganas de secuestrarlo para estudiarlo por años, para clonarlo.
Antes algunos intentaron robarle protagonismo. Trea Turner, por ejemplo, se transformó en Barry Bonds por tres días. Grand slam contra Venezuela, dos cuadrangulares contra Cuba y ahora abría la final con otro bombazo más allá de las cercas para romper el celofán.
A 406 pies cayó la recta de Shota Imanaga, un batazo que convertía al torpedero norteño en el segundo jugador en la historia de los Clásicos con cuadrangulares en semifinal y final, tras el coreano Shin-Soo Choo (2009). De paso, también igualaba el récord (5) de más bambinazos en una justa, en poder de Seung Yuop Lee desde el 2006.
¡Capitán América!
Pero a los japoneses nada los intimida. En esta guerra chiquita que son los torneos cortos, ellos tienen bombas atómicas que lanzan y batean. En Miami, Munetaka Murakami, el Chico Maravilla, y Kazuma Okamoto castigaron a los americanos con su propio antídoto, artillería pesada para reescribir la historia.
Del resto se encargaba el bullpen, un clan de seis samuráis masacrando con la “katana” desde la lomita, como han hecho en todo este Clásico, su batalla más letal. En el 2009 propinaron 75 ponches en 79 innings, ahora dieron 80 en 63, incluyendo el último de Trout, retratado por Ohtani antes de unirse con el mismo uniforme dentro de unas horas.
No sabemos si Einstein o Ruth fueron sus padres. Marie Curie o Jackie Joyner sus madres. Sadaharu Oh o Ichiro. A Ohtani lo dibujaron en un manga, le dieron vida en un anime. Desbordó todo. Cuando aparece en el terreno, Dios toma nota y a Buda lo han visto de pie contemplando. Toda una multitud se levanta para reverenciarlo.
Se pone el sol rojo al hombro y el terreno entero es una diana donde nunca falla. Parece más amistoso que un samurái, pero más ambicioso que un Emperador. Su confianza es del largo de sus batazos. Sus palabras tan precisas como sus picheos. No tiene 30 años y ya preocupa cuando no pueda jugar más pelota. Da la impresión que muriera si dejara de correr. Lo desea todo. Lo es todo. Es un “Othani”, algo fuera de este mundo que alguien inventó, que alguien imaginó en 3-2. Y no de otra forma.
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