El fútbol no existe en soledad

Mundial de Fútbol Brasil 2014

Familiares y amigos disfrutan del partido Brasil-Chile en un bar universitario / Foto: Cortesía del autor.

Diogo, socio brasileño de sonrisa ronaldinha me cita para ver el Brasil-Chile de octavos en el bar universitario. Cuando me llamó le pedí que se ahorrara toda esa tesis de que el fútbol fue hecho para la manada. No te desgastes en lo obvio Diogo, le digo. Pero él insiste, como si se tratara de un comunicado matutino en el que había trabajado por semanas y al que no iba a renunciar: “Es de manada porque se alimenta de su entropía, de su diversidad, de sus luchas internas. Del drenaje de hormonas con las consecuentes conductas selváticas que dicta en ella. El fútbol en la soledad es sólo una absurda forma de naufragio. ¿Y tú que quieres? ¿Simularte Tom Hanks y discutir el partido con Wilson?”. Claro que no Diogo, nos vemos a las 12:00, una hora antes del juego, porque los buenos espectadores, como los jugadores, tenemos que calentar.

El bar de mi destino es una selva tiránicamente bicromática, verde-amarela. Pero se lo dejé claro a Diogo, ninguna tiranía me iba a silenciar. Aunque alterara el orden lógico de aquel ecosistema yo iba a rugir. Y rugí. Sólo que un cubano hablando de fútbol hoy en Brasil suena como lo hizo otro cubano disertando sobre patinaje artístico en Sochi, durante las Olimpiadas de Invierno. Suena a lord inglés discutiendo de pelota en el Parque Central.

El brasileño, tan maternal con el gringo, como le dicen a cualquier extranjero acá, te escucha como si entendiera y se sorprendiera con tu análisis. Pero su sonrisa de penal al minuto 90, de rey ante el acto del bufón, dice a las claras que en su vida sólo ha presenciado una cosa más divertida que a un cubano hablando portugués, y es un cubano hablando de fútbol en portugués.

Pero este brasileño, o brasileña, como la mayoría de los que he encontrado acá, es demasiado cariñoso como para no darte el beneficio de su atención, de su sonrisa de monarca. Y espera, en su trono de pentacampeón mundial por tu esfuerzo. Y justo ahí, en el minuto 90, cuando ya el cubano piensa que se lleva al menos un punto de este encuentro, te mata. Desde el punto de penal, te mata: ¿Pero en Cuba tienen fútbol? ¿Háblame del campeonato nacional? ¿Crees que alguna vez los podamos ver en un Mundial? ¿Quieres que hablemos de boxeo o de béisbol? Sonrisa de rey, ironía de bufón. Gol de penal por toda la escuadra.

Estamos en la única zona del bar donde no llega el día. Sin embargo, alcanzo a distinguir cada miembro de la manada. Algunos me parecen cinematográficos. Un mulato de voz y mirada rápida, a lo pistolero del Far West. Centímetros a su derecha, otro que a pesar del invierno paulista se saca la camiseta y muestra un enorme escudo del Corinthias. Un escudo que llena el espacio donde una vez estuvo su pecho. A mi lado, una carioca “estadualizada” que se compadece de mí. Sabe lo que significa ser un recién llegado. Hace muy poco estuvo acá, en el lugar donde hoy intento sobrevivir. Lo sabe porque entre Rio de Janeiro y Sao Paulo hay más de 90 millas. Más diferendos que los que explotaron con el Maine. Me premia el esfuerzo dejando caminar mis ojos dos centímetros más arriba en el sambódromo de sus piernas. Y finalmente el monarca, el verdugo de bufones. La reliquia viviente que presenció el desastre del Maracaná, aquel fatídico 16 de julio de 1950, un día del que yo también tengo recuerdos.

Mi socio brasilero escudado en su casaca verde-amarela y su sonrisa de ronaldinha va por unas cervezas. En Brasil no se habla de fútbol a secas. El césped de las palabras, como el del balón hay que mojarlo, para que circulen mejor. Y aquí la gente cumple esa sentencia como si del onceno mandamiento se tratara. Estamos a minutos del Brasil-Chile y la ráfaga de fuegos artificiales, tan caseros como los de la Navidad en Artemisa no cede allá afuera. Poco a poco las calles entran en desertificación. El mundo es bicromático, excepto por el rojo de mi camiseta. Un rojo sospechoso. Pésima elección teniendo en cuenta que el rival de hoy es Chile, y que todo lo que no huela a verde-amarela, merece una fosa común.

Regresa mi socio cervezas en mano. Mojo el césped y aprovecho mis cuatro de descuento. Comento sobre la falta de hilos en la seleção. Sobre la huelga de pausas, sobre el exceso de vértigos, sobre el sobrepeso que carga Neymar Jr. en sus funciones de 9 y 10, y que termina por impedirle ser lo uno o lo otro. Para no perder los papeles, y consiente de que estoy sobre arenas movedizas, que me juego la boca al hablar de esta manera de la pentacampeona y su crack, invoco la solidez de la línea defensiva. Pero si para un cubano cualquiera hablar de Brasil en términos de defensa es cuando menos decepcionante, imaginen para un brasileño.

Sin embargo, estoy en tiempo de descuento, así que adelanto mis líneas y dejo correr el balón. Cubano como soy, en Sao Paulo, en Sochi o en Pekín sigo y hasta me permito un interno voy a mí. Menciono el exceso de solos, geniales por momentos, pero que de nada valdrán cuando les coja, por ejemplo, la Sinfónica que vino de Berlín. Menciono la orfandad de un 10 a lo Pirlo, a lo Xavi, a lo Zidane. Claro que en mi cabeza tan albiceleste tocaban el balón otros 10, pero una cosa es jugarse la boca y otra jugarse la vida.

En ese momento el tipo de mirada y palabras calibre 45 dispara en rapidísimo portugués: todo eso está muy bien, pero a tu falta de 10 le receto al Oscar del Arena Corinthians, a tu exceso de vértigos que veas ajedrez. Y a tu incredulidad, gringuito ilustrado, el 4-1 a Camerún o el 3-1 a Croacia. Sí, claro, con gol de Yuichi Nishimura, rujo. ¡Centro al área! Silencio. El tipo del escudo del Corinthians se contrae. La carioca me dice con gesto claro que hasta aquí llegué en el sambódromo. La sonrisa de monarca y la ronaldinha desaparecen. Hablar de ayuda arbitral no fue una jugada sensata. Obviamente estoy en off side, aunque nadie levante una bandera. Y justo en ese momento, cuando ya agonizaba mi inmunidad de invitado, y toda la manada se me venía encima con su historia y sobre todo con su fe, pita el árbitro. El pitazo que finalizaba mi partido y ponía a rodar la bola del Brasil-Chile. Esta vez era un silbato, y no la campana, lo que me salvaba.

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