Pelé, Rey negro en una república racista

Medio siglo después del fin de la esclavitud en Brasil, nació su Rey negro, Edson Arantes do Nascimento.

Los brasileños somos muchas cosas: el país del carnaval y, por supuesto, del fútbol. Somos el país del Rey, del más grande futbolista de todos los tiempos. Pero somos también un país racista, profundamente racista.

A primera vista, parece contradictorio si reconocemos que nuestro más grande ídolo fue un jugador negro, pobre, en un espacio conservador y por mucho tiempo elitista como el del fútbol brasileño. El trauma del Maracanazo, la derrota frente a Uruguay en la final del Mundial de 1950, fue mucho más que un drama deportivo: se mostró como una “oportunidad” para reforzar nuestro racismo.

La “culpa”, dijeron muchos, era de los jugadores negros, incapaces de competir por sus “debilidades” raciales. Es un discurso que se reinventa constantemente en el país y no se restringe al espacio deportivo. Hace cuatro años fue electo en Brasil un presidente declaradamente racista que, por suerte, en pocas horas se irá avergonzado de la presidencia; pero refleja gran parte de nuestra sociedad.

El país del capitán

Brasil fue el último país de las Américas en abolir la esclavitud, en 1888. Un año después, nos proclamamos República, con una promesa modernizadora que se mostró excluyente y desinteresada en combatir su racismo. Nos formamos en cuanto república con base en una estructura violentamente racista. En este escenario, medio siglo después del fin de la esclavitud, llegó nuestro Rey negro, Edson Arantes do Nascimento.

Pelé nació bajo dictadura, el Estado Novo de Getúlio Vargas. Entre sus proyectos de nación el poder utilizaba tanto el fútbol como el mito de la democracia racial. Fue la invención intelectual difundida desde el Estado nacional de un país que, según el discurso oficial, se reconocía a través de la unión de tres razas: el indígena nativo, el blanco europeo y el negro africano. La romantización de la violencia de la conquista era la base de una construcción de la nacionalidad y creó raíces que se muestran firmes hasta hoy.

En 1958, poco tiempo después del drama de 1950, fue el chico negro, que todavía no era rey, de solamente 17 años quien brilló en Suecia como parte fundamental del equipo que ganó para Brasil el primer Mundial. En doce años, o cuatro mundiales, Pelé logró traer tres copas. Además, se convirtió en el gran astro del deporte mundial, reconocido y aclamado por todo el globo. Como no podía ser de otro modo, su fama y reconocimiento fueron un recurso para que un país racista reforzara su falsa democracia racial.

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Pelé fue valorado y reconocido en Brasil, y hoy son muchos los homenajes. Pero a lo largo de su carrera y su vida pública, también fueron muchas las críticas y las exigencias. Ahí es donde la regla racial se muestra fuerte. Como todos y todas, Pelé cometió errores; pero no hay duda de que los suyos fueron más cuestionados que los de otros ídolos, blancos. Es interesante pensar la comparación con otro astro del fútbol mundial, Diego Armando Maradona.

Si bien las rivalidades interesan tanto para forjar sentimientos nacionales como para generar ganancias en el universo capitalista, es importante pensar desde un punto de vista racial el caso de Pelé y Maradona. No digo que los brasileños contestamos la superioridad deportiva de Pelé. No, eso jamás. Pero cuando pensamos en el ser humano, en Edson y Diego, se ve cómo medimos de formas muy distintas.

En Brasil Pelé es acusado de haberse integrado al poder. Al convertirse en ídolo, al llegar al mundo tan excluyente del poder de las élites brasileñas —blancas, por supuesto—, no se ocupó de denunciar el racismo como se esperaba de él; nunca era suficiente.

Por años se exige de Pelé que enfrente la estructura racial brasileña casi como si hubiera traicionado a su pueblo. A diferencia de Diego, que siempre fue criticado internacionalmente por tantos de sus equívocos, pero alentado con pasión en su país, comprendido desde un lugar de vulnerabilidad y lejos de las exigencias que del otro lado de la frontera existieron hacia Pelé.

Así, las cuestiones nacionales de Brasil y Argentina reforzaron la imaginación de una rivalidad que, de hecho, no tiene mucha lógica. Nunca se enfrentaron en partidos oficiales, no fueron de hecho rivales. Algunas investigaciones académicas en Brasil hoy, como la de Ronaldo Helal, apuntan a la construcción mediática, en especial a partir de los 90, de un antagonismo basado en una imposible comparación que, de hecho, representa muy bien el fútbol en su pasión e irracionalidad.

Más que contrincantes, Pelé y Maradona supieron convivir en mundos muy distintos que forzaban las disputas. Fueron muchas las manifestaciones públicas de afecto entre ellos, como las palabras de Pelé cuando nos dejó Diego. De cierta manera, supieron enfrentar violencias que les imponían los medios, los discursos nacionalistas y, no olvidemos, la cuestión de la raza.

Pelé nos deja justo a pocas horas de celebrar el fin de un Gobierno que tanto reforzó el odio, la violencia, el autoritarismo y la desigualdad. En el momento en que lloramos la muerte de nuestro Rey, conmueve comprobar que, además de lo que nos regaló en el terreno, Pelé encarna en su propia historia una reflexión fundamental sobre el racismo en nuestro país.

 

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