Guillotina azul

El Industriales de Lázaro Vargas quiere que se lo trague la tierra, envolverse en el silencio plomizo que dejo la noche de ayer y desaparecer con la brisa del Cerro. Tanto fue el descarrilamiento, que terminaron tirados en la cuneta con la boca abierta. El Latino pasó del aspaviento al desamparo, del festín al sepelio, de desgañitarse en la tribuna a bajar la vista e incrustarla en una baldosa para evadir el trágico final.

Demasiado castigo. Cinco juegos en fila fueron tirados por el caño. Y la cuestión no es la mala racha, la foja adversa, sino el hecho de haber caído en casa, en el cuartel general del Latinoamericano, cuestión de orgullo que esta afición no perdona. A Vargas ya lo buscan para treparlo a la guillotina azul.

Los Piratas de la Isla tomaron La Habana y con el territorio en su poder, rodearon la legendaria lomita del Latino e hicieron piña en una rueda con las manos entrelazadas y giraron con caras de triunfo y vitorearon y saltaron y se viraron hacia su público que cruzó en catamarán el Mar Caribe y le agradecieron el apoyo en todo momento.

Mientras, en el dugout de enfrente, Vargas se mantuvo en su pequeña silla mirando absorto la celebración pinera. Su rostro era el de siempre, esa cara compungida (ya uno no sabe si es una pose) quizás ahora si justificada por la eliminación. Debe haber caído en uno de esos impasses emocionales en los que la sien se disuelve y vas a caer a un vacío, donde solo te encuentras tú, acompañado de deslices, de tropiezos y terminas sacudiéndote la testa de una vez para enterrar la pesadumbre.

En ese instante, puede que se haya arrepentido de evadir a cualquier costo el toque de bola y jugársela siempre al batazo, que se haya percatado de sus empecinamientos en la elección de los refuerzos, amén de que las estadísticas le anticiparan que esos nombres andaban con malos números y que necesitaba pitchers en detrimento de jugadores de posición, o en ciertos días haber forzado la inclusión de su hijo (un niño de tan solo 15 años) en una nómina de hombres.

Que un lineup no se puede cambiar como uno se cambia de calzoncillos, que en un equipo de pelota tienen que estar bien definidos los jugadores titulares y los suplentes (en este plantel, con excepción de Malleta, Rudy y Yulieski, el resto de los jugadores eran cambiables), que un juego de béisbol es bien joven todavía en el quinto capítulo para tirarlo por la borda y comenzar a darle oportunidad a los que nunca juegan a esa altura del desafío.

Son tres años de argumentos claros, explícitos, que siguen  sin zanjarse, un ciclo completo y la maquinaria azul no acaba de carburar. Ni con la inyección de los Gourriel, ni con Entenza, ni con Alexander Rodríguez, han logrado volver a los planos estelares. “Van a morir diagnosticados”, dice la gente.

Esta versión de Industriales vive del contrario, de sus imprecisiones, robando las minucias que dejan en el camino. La imagen es Carlos Tabares, que tuvo que salir del banco y estirar sus músculos y correr como en sus tiempos mozos tras conectar una rolata inofensiva por el shortstop para deslizarse en la inicial y traer la supuesta anotación del gane que unos minutos después quedaría en el olvido.

El Tabares polvoriento es este Industriales, una escuadra maquinal que juega al instinto porque no tiene eje de conducción.

Los que lo duden, los invito a que vuelvan a ese último innings. La Isla ganaba por una carrera y el fugaz Héctor Mendoza fue traído desde el bullpen para garantizar el cierre. Malleta lo recibió con cañonazo al derecho. Nunca se pensó en adelantar al corredor cuando se estaba a solo tres outs de culminar la historia. Ni Rudy fue mandado a sacrificarse ni Malleta fue sustituido por un corredor en la inicial. Rudy falló, lo mismo que Torriente que empuñó detrás.

La responsabilidad quedó en las muñecas de Yulieski en rol de emergente. Un día antes en situación parecida había bateado para doble play. Había vuelto ese flashback perenne que le recuerda a Gourriel su álbum de postales en momentos oportunos donde la sangre se le congela, el rostro se le tuerce y su swing liso se desorbita. Página nueva, nueva postal: fly a tercera, a manos de Michel Enríquez. Ironías del béisbol.

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